A las puertas

A las puer­tas de qué, pre­gun­to. Como si hubiera algún momen­to en el que no se cruzara el umbral de una nue­va. Sobre la cabeza siem­pre se yer­gue otro quicio.
Atrapo nervioso la ver­dad, por el cuel­lo, rezan­do para que no sea lo sufi­cien­te­mente escur­ridiza como para que me muer­da la mano. Ya son sem­anas escuchan­do su siseo bajo los tablones; nun­ca deja de pro­bar nuevos rit­mos, con los que me estu­dia. La ver­dad me hace bailar. Me con­mi­na a las deci­siones, a sope­sar la estruc­tura de las pal­abras que lan­zo al vacío. Las mis­mas de las que inten­to no arrepen­tirme.
La per­rería del tiem­po con­siste en obligarte a tirar siem­pre de la cuer­da, del pomo. Jamás de los jamases te per­mite aflo­jar lo deci­di­do. Sólo las car­tas a uno mis­mo son autén­ti­cas desider­atas. El resto no son más que apuestas.

Uti­li­zo la psi­cología de lo mediocre para pen­sar en el futuro. Uno que, aho­ra mis­mo, no me hace ningún bien. Allí me encuen­tro con un plan­e­ta des­o­la­do, de cabezas gachas y sol per­petuo. Un plan­e­ta que bien puedo ver a diario. Pero en ese futuro los lazos son mucho más imprac­ti­ca­bles. En ese futuro la der­ro­ta es común, y sin­gu­lar tam­bién.
Los segun­dos no emiten sonido, creo. E inclu­so mudos los escu­cho. Rever­ber­an bajo las vigas de madera. No ten­go demasi­a­do claro lo que pre­tendo sen­tir. Yo acelero el metrónomo, porque su caden­cia nor­mal me aburre. No sopor­to su com­pás; uno que no quiere nada, que no ambi­ciona, que sólo se limi­ta a exi­s­tir, a gas­tarse. El tiem­po no tiene armonía, ni mucho menos par­ti­tu­ra. Sólo se deja caer.
¿Existe algu­na for­ma de auto­go­b­ier­no que se diri­ja hacia algo sin lle­var con­si­go la mín­i­ma briz­na de evitación? Es inevitable pen­sar que, siem­pre que se ini­cia una trayec­to­ria hacia el futuro, tan­to el peso de las deci­siones se acer­ca, como se ale­ja de lo sido. Leí por ahí que duele más lo que no ter­mi­na de acabarse. Me pre­gun­to qué clase de lien­zo soy.

Me digo: ten esper­an­za, pero no expec­ta­ti­vas. Sé con­cre­to, pero no mem­o­rable. Sé gra­cioso, pero no cómi­co. Ya no le doy merec­imien­to a tan­tas florit­uras; a tan­tos ade­manes de quien pre­tende mane­jar el cotar­ro. Solo me lim­i­to a con­ducirme lo mejor que puedo: inten­to no coar­tarme ni en los acelerones y en los dece­sos. Diría que me tomo en serio el no tomarme tan en tan­to, pero la san­gre bulle, y la ambi­ción imprime un con­traste tan ves­per­ti­no como el del agua que tol­era el arder del fuego. No estoy ahí, y pre­fiero ced­er esa opor­tu­nidad.
En parte sien­to que cumplí con lo que debía cumplir. Que el sexo fuera de la mejor alcur­nia, y no un sucedá­neo perecedero. 

No soy alguien que pue­da orbitar su aten­ción alrede­dor de un úni­co cielo. Nece­si­to el dibu­jo gen­er­al. La bóve­da de la memo­ria desple­ga­da. Así ges­tiono los suce­sos. Los detalles téc­ni­cos, sin la marea de col­ores, son meros acce­so­rios. Me abur­ren las noti­fi­ca­ciones del indi­vid­uo, las que no rabi­an por den­tro, las insen­si­bles, las que no det­o­nan en emo­ción. No tienen vida; care­cen de cal­do sub­je­ti­vo. Y yo quiero óleos mal alam­bi­ca­dos, pero que pin­ten con brío, con intre­pi­dez. Que no se arrepi­en­tan de un tra­zo tor­ci­do. Que rían con orgul­lo del vino cor­ta­do. No me fío de quien usa en exce­so el blan­co. Al menos no tan­to como para ced­er­les parte de mi tela, y que aporten su ilusión has­ta deslizarse en mi tor­rente rojo.
“El éxi­to no es difí­cil de obten­er. Lo com­pli­ca­do es mere­cer­lo”. Tan­to como saber com­par­tir­lo. Tan­to como saber saborearlo. 


Por otra puer­ta se accede: a la Cala de los Inten­tos uno va a bañarse en el ham­bre. A recoger frag­men­tos de osadía con los que suje­tar los vite­les de pau­tas redac­tadas, a par­tir de la savia que fluye por las pit­eras que engen­draron los dis­paros. Yo de ahí pre­tendo sacar man­an­tiales que bañen mi vida, y que brotan de la fuente de la muy alta esti­ma.
Allí, la are­na ve sem­bra­da en el bar­be­cho de cien­tos de botel­las lisér­gi­cas, vacías, sin men­saje. Porque los que acu­d­en a vestir con galas de nova­to emper­ador ‑todavía vestido‑, ape­nas saben qué decir. A la Cala de los Inten­tos van a pescar; a cruzar los dedos para agre­gar una frac­ción de suerte al que pre­tende ele­var un puesto de arte a la cat­e­goría de cien­cia. En esa playa se pro­hiben las medias tin­tas. El miedo no tiene cabi­da entre los estratos de men­ti­ras propias. Uno sabe de sobra que el juicio no será ni medio jus­to, y que la luna y la plea­mar son quienes dic­t­a­m­i­nan.
Por la noche se aguan­tan los lobos.
Por la mañana, quizá, se amanez­ca con vida. Por eso el que al abri­go de las dunas se pre­fiera el calor de otro cuer­po; que con­si­ga una fini­tud suave, donde las estrel­las se imp­ri­man como pecas en un ros­tro son­ro­ja­do y caliente. Los áto­mos vibran: cien­tí­fi­cos ase­gu­ran que a una veloci­dad pas­mosa; yo ase­guro que jamás he con­tem­pla­do tal lenti­tud en el goce. 

La are­na cru­je, y sue­na a orques­ta cuan­do hay tor­men­ta. Hubo una vez que cogí la tier­ra como prés­ta­mo de sábanas secas. Creí, y se pasaron las horas como un resumen de res­pira­ciones entrecor­tadas, y de pár­pa­dos semi­cer­ra­dos, mien­tras la botel­la onde­a­ba en su pesca par­tic­u­lar.
La Cala de los Inten­tos cam­bia a menudo de plaza. Depende de: esas son todas sus coor­de­nadas. Allí es mejor no hac­er como los niños chicos, que inten­tan dis­im­u­lar hacien­do como que no llueve. Allí los cam­bios de per­spec­ti­va son la nue­va deri­va. Y yo giro, y giro, y, con suerte, una per­sona mira. Mira cómo se granizan las copas de los almen­dros, que ni siquiera sé si saben cre­cer sobre los riscos expuestos a la brisa mari­na.
Creo que uno pere­g­ri­na a la Cala para apren­der a ser el pro­tag­o­nista de su propia vida. A dejar de engañarse pen­san­do que el con­trol per­manece a buen recau­do en un cetro que no se escapa de su mano. Qué soplapollez. Yo voy a inten­tar asumir mi parcela de sin­gu­lar­i­dades. Sin herir. Matan­do lo menos posi­ble. Cedi­en­do tro­zos de corazón, o de alma, que altru­is­ta­mente ger­mi­nen. Ten­go miedo de crear una bar­ca lo sufi­cien­te­mente bue­na que me aden­tre con rapi­dez inusi­ta­da en el mar descono­ci­do; que no por extraño o peli­groso, pero sí por lejano de las cari­cias que pudieron ser. Porque, en la Cala de los Inten­tos, uno acude a revis­ar si algún otro des­gra­ci­a­do pescó, inclu­so tarde, un men­saje de botel­la. Uno que con­tu­viera la fór­mu­la alquími­ca del equi­lib­rio en la con­fi­an­za, tan­to de la ambi­ción de amarse como de ser amado.

No sé con­tro­lar la veloci­dad de las mar­eas. Ape­nas sé antic­i­par el sol cada mañana, cuan­do recor­ro el sendero antes del alba. Siem­pre lle­vo un pliego enrol­la­do. Siem­pre fan­taseo con que lo que sé has­ta aho­ra es sufi­ciente para no acabar ane­ga­do.
Todos los días. Un camino de ida y vuelta. Otra cosa no, pero en la Cala de los Inten­tos, se inten­ta. Qué pereza sen­tir a medias.


Es curioso. No sé si me veo como una per­sona de con­ver­sa­ciones, a pesar de todo lo que quiero con­tar. Al menos no de las dis­ten­di­das, de esas que qui­tan hier­ro a la exis­ten­cia. Me veo más como una per­sona de actos. Me dan pereza las con­ver­sa­ciones apócri­fas. Aque­l­las en las que no aflo­ran las car­ca­jadas, o los llan­tos, o los brindis al sol, o los besos y los gemi­dos.
Nece­si­to sus­tan­cia, más que esen­cia. La esen­cia es ide­al­izado­ra. La sus­tan­cia mate­ri­al­iza el movimien­to. La esen­cia nun­ca se lle­ga a realizar, prin­ci­pal­mente porque no existe; porque las condi­ciones ide­al­izadas cam­bian, y uno aca­ba pre­firien­do, o sabi­en­do, que es más rentable pegarse un tiro que alcan­zar el hor­i­zonte. Son las cosas que me he dicho sobre ello. Son las cosas que he dicho a par­tir de las que me he dicho. Lo que es, para enredar algún tipo de coheren­cia. Pero no tiene por qué ser así. No tiene por qué ser­lo.
Por eso, la lib­er­tad fun­ciona en el mar­co de las grandes aven­turas. Lejos de la ruti­na, en la que no puede hac­erse aco­pio de val­or con­stante, y que allí, en las alturas, sí que nos con­vo­can. Lib­era de esa moli­cie del cal­en­dario, y la piel entra en con­tac­to.
Pero, ¿y mien­tras tan­to? ¿Cómo acep­ta uno que la quími­ca nece­si­ta de des­can­sos? No adolez­co de pre­tender las nubes, porque si no no me pueden con­sid­er­ar astro­nau­ta. Exi­jo poder huir de una cos­mo­visión solo porque no se se me con­sidere un devo­to cor­re­li­gionario. Si aca­so, pre­tendo entrar en órbi­ta porque me der­ri­to ante la músi­ca que gen­er­an nue­stros cuer­pos celestes, y porque, quizás, sea el preám­bu­lo de un nue­vo via­je. Sea astral, o sólo de los que trans­for­man en apari­en­cia de min­u­tos las horas del tiem­po. La luna llena tiene algo que decir aquí. Sin pre­sión. Sola­mente aplaza las fisuras a la tec­tóni­ca del vien­to. La noche concede. 

Se me hacen extrañas las fotos. Cai­go en ellas como lo hace la llu­via por el ter­raplén. ¿Será el calor sofo­cante, o el sofo­co es pro­duc­to del tor­rente inter­no? Hoy hizo fres­co en la mañana, sin mal­dad. Van varias veces que despier­to con tropecien­tos órganos en fal­ta, y doscien­tas res­pira­ciones más bajo mi mis­mo techo.

A veces me da la sen­sación de que he empeza­do a vivir tarde. Como si el conocimien­to de los entre­si­jos del cuer­po se me hubiera cedi­do en el tiem­po de des­cuen­to, a pesar de haber trastea­do con él todo lo traste­able.
A veces pien­so que me he amputa­do los bra­zos en el últi­mo momen­to, jus­to antes de que la necro­sis advirtiera la pres­en­cia de un corazón. Que ha sido al embor­ronarse la mácu­la cuan­do he caí­do en que ya sabía cuál era mi des­ti­no. Al menos el ansi­a­do. Y que todo lo prece­dente no ha hecho más que apor­tar hitos de letar­go. Quizá por eso no puedo acced­er por com­ple­to a esa válvu­la. Quizá por ello no puedo obviar el desapego por las con­cien­cias vernácu­las; por la ruti­na que abo­ga por per­pet­u­arse. Quizá por eso sólo podría ser/estar en un bosque, que esté en la mon­taña, donde el “hacia afuera” tam­bién pro­pusiera un “hacia aden­tro”. Pero esa posi­bil­i­dad no está, no aho­ra, que es cuan­do está ocur­rien­do esto. Cuan­do estoy ocur­rien­do yo.
Es tremen­da­mente con­fu­so cuan­do la piel fun­ciona. No sé si pesa más la vig­ilia o el sueño. No sé si es un expo­lio al pasa­do o al futuro. Pero cuan­to más tiem­po estoy en un sitio, más pequeño se me hace. Las pare­des se me enco­gen, como si las lavara con agua fría. Voy cono­cien­do sus secre­tos, y sus for­mas de tran­scur­rir por la jor­na­da. Así es com­ple­jo echar raíces. Abra­zo otro puz­zle, otro espa­cio, otra cabeza par­tic­u­lar. Otro libro. Otra vida. Otro dolor. 

Me veo gas­tan­do car­tas. No quedan muchas en el mazo, pero creo que empiezan a salir las bue­nas. Y menos mal, porque el futuro es algo que aho­ra mis­mo no se con­ju­ga demasi­a­do bien.
No sé nave­g­ar los bucles insidiosos. Esos que tras la resaca emo­cional impul­san hacia las crestas, pre­ten­di­en­do encen­der el vig­or de man­era indefini­da. No es posi­ble tal haz­a­ña. La físi­ca impone sus nor­mas, y de la gravedad no se escapan ni las moscas. Al final, al corte del seís­mo, se refle­jan en el espe­jo los estratos. Y es com­pli­ca­do ges­tionar todo ese cur­rícu­lum.
De las fal­las emer­gen los miedos, y se han de recolo­car con habil­i­dad las bal­das, sep­a­ran­do los gra­nos del tem­blor que todavía sacude el cuer­po: porque no es lo mis­mo el miedo a perder que el miedo a perder­se, por mucho que tien­dan a enredarse en el bol­sil­lo.
Dijo Dick­ens lo de “era el mejor de los tiem­pos; era el peor de los tiem­pos”. O no sé. No sé si aquí el orden de fac­tores altera el resultado.


Me abur­ren las calles rec­tas, y el arte a tiralíneas. Sea lo que sea, que se retuerza, que se oculte y que muestre a plac­er, y que siem­pre sed­i­mente en la memo­ria con un sabor a des­cubrim­ien­to. No quiero tran­scur­rir por la vida como por un super­me­r­ca­do. Voy a preferir las cerezas que res­p­lan­de­cen por el rocío, sostenidas por las ramas que más inci­tan a escalar.

- ¿Cómo lo harás?
- Cuan­do esté impro­visan­do te digo.

Otra vez la vida a las puer­tas de algo. De la memo­ria, por descon­ta­do. Vibra.
Quiero recor­dar­lo bien. Que emer­ja como vida inmarce­si­ble. Las lenguas en una úni­ca cavi­dad, de fuego, de hielo, de todo. El afán de un cuer­po por tem­blar con la ayu­da de un solo índice. Los ojos tor­na­dos al fuero inter­no. La inso­portable necesi­dad de más, entre sacu­d­i­das del sueño y la imposi­bil­i­dad del cuer­po por dejar de suplicar. Las sábanas autóno­mas; el des­gar­ro del lecho. El auge de la tier­ra a través de la tor­men­ta sin­croniza­da. La hui­da a los espa­cios secre­tos. Las pren­das que no nece­si­tan ser arrebatadas. Las encimeras que se coci­nan a fuego lento.
Que nun­ca haya un des­per­tar, porque nadie nun­ca se fue a dormir.
Los mun­dos se incrus­tan con ligereza. La risa es zahorí en el pre­sente, sobre las aguas fér­tiles que se están des­cubrien­do. Unas que emer­gen al lago que cubre la luna, en lo alto, como sor­pre­sa para el fin de la luz. Refle­ja solo ansias de vivir inclu­so en las horas de supuesto des­can­so: las que se pasarán a la veloci­dad de la yesca que prende en ver­a­no, infla­ma­da por el mis­mo calor de los cuer­pos.
En algún momen­to se vola­ti­zarán los feli­gre­ses por los cru­ji­dos rít­mi­cos del ban­co que se ocul­ta. Se lev­an­tará el ham­bre en mitad de la car­retera, con­trolan­do volan­ta­zos. Se irá el hol­lar de cada recov­eco del mapa anatómi­co con una facil­i­dad eléc­tri­ca. Todas las vernácu­las que por influ­jo divi­no echan raíces den­tro del otro. Siem­pre con la luna llena ofi­cian­do. Siem­pre con una oración que se extiende has­ta el alba. Una en la que las carnes tier­nas despar­ra­man sus dedos como abro­jos que ras­gan y muer­den, que agar­ran el reloj para suje­tar­lo a un momen­to del lap­so fugaz, que no están dis­puestos a dejar acabar.
El can­san­cio es barandil­la a otra nue­va puer­ta, que da a otro pasil­lo, que da a otro pasil­lo, y que da a otro pasil­lo donde sólo se puede perseguir la exten­uación. Es en la tirit­era por la agitación del vien­tre, donde real­mente se encuen­tra la paz para rezar.
Aho­ra ten­go ganas de entrar.

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