Apuntes del Terror asumido

quinqué

Immortelle. Vendémi­aire. 1804

      Hoy tem­pla el áni­mo. No podría aducir si se debe a la ruti­na den­tro de este autoim­puesto claus­tro (sobre el estu­dio de una mate­ria abo­ca­da a la extin­ción), o si se con­vul­siona por razonas estadís­ti­cas del sen­tir humano. No es desán­i­mo, no; se tra­ta de algún tipo de incer­tidum­bre sin cat­a­log­ar, causa de las lec­ciones que todavía pul­u­lan por el aire. Tal incer­tidum­bre per­tur­ba mi atención.

      Supon­go que la clave reside en la focal­ización de mis sen­ti­dos, y en evi­tar que estos divaguen. No pien­so que me dé miedo afrontar la redac­ción de la his­to­ria que durante tan­tos años he per­pe­tra­do en mi cabeza; con­sidero haber acer­ta­do en que cier­tas deci­siones sólo podría tomar­las sum­i­do en un esta­do supe­ri­or de con­cien­cia, con­trolan­do para ello primero la flu­idez de mis pen­samien­tos, abrien­do y cer­ran­do las esclusas opor­tu­nas en cada momento.

      ¿Es posi­ble que cada día pre­domine un tipo de fle­ma, una cat­e­goría dis­tin­ta de sen­tir? Hoy, día cerúleo, pre­juicio de la bue­na son­risa, se me atra­gan­ta el aca­d­e­mi­cis­mo, y sin embar­go noto una cre­ciente necesi­dad de filosofía esotéri­ca. ¿Tiene que ver aca­so con el orden o con su con­tra­parte caóti­ca? A pesar de mi nue­vo esta­do men­tal, pro­fe­so un ligero rec­ha­zo invol­un­tario hacia cues­tiones metafísi­cas sobre el pro­gre­so, las cuales supues­ta­mente deberían guiarme (y has­ta aho­ra lo hacían).

      Puede que el despo­jarme de los ropa­jes con­lleve un reini­cio en la toma de con­tac­to con cier­tas ideas, y deba rec­on­cil­iar su estu­dio bajo mi nue­vo y opre­si­vo pris­ma. No debo dejar que esta sen­sación cristal­ice en una evasión delib­er­a­da de temas que, como la prác­ti­ca total­i­dad de conocimien­tos, han de estar en con­stante revisión.

Orge. Vendémi­aire. 1804

      A estas alturas, en tales lat­i­tudes, el frío ya no es rival para los raquíti­cos tablones de madera que recubren mi estu­dio. Deam­bu­lar desnudo no obvia la capaci­dad de las­trar aún más el cuer­po. Los hue­sos pesan, y me aven­tu­raría a ase­gu­rar que mi pro­pio tué­tano comien­za a con­ge­larse, más por inmovil­is­mo que por las heladas. Me enfurece no saber qué lec­ción futu­ra ten­go que sacar de hac­erme car­go de una situación que yo ya sé lle­var, pero que puede hundirme por completo.

Poire. Bru­maire. 1804

      La noche ha amaneci­do más liviana, no por cos­tum­bre. Desconoz­co el moti­vo, pero la fau­na noc­tur­na ha con­venido prestarme un espec­tral silen­cio para ayu­darme en mi preparación.

«Un ascua de la his­to­ria parece bril­lar con may­or frescura».

Sal­si­fis. Bru­maire. 1804 

  • 01:56

      Aguan­to con las nuevas ves­ti­men­tas: cada vez más desnudo, despo­ján­dome de piel, mús­cu­lo y hue­sos. El vien­to no arredra, y sopla más fuerte. 

      Nece­si­to comen­zar la his­to­ria de las his­to­rias, pero por el rabil­lo del ojo, en el oscuro requiebro de mi cuar­to, perci­bo el indis­tin­guible sonido del fra­ca­so. Me ase­dia la ter­ri­ble sen­sación de nun­ca lle­gar a saber lo sufi­ciente (algo a todas luces inal­can­z­able), o lo nece­sario. Me retrasa un día tras otro, sum­ién­dome en una agonía esper­an­za­da, pen­di­ente de toparme con la frase mág­i­ca que des­en­ca­dene la fór­mu­la de la fábu­la perfecta.

  • 03:05

      Ha vuel­to ha suced­er. Como si un velo inmen­so cubri­era el dis­tri­to, los sonidos han cesa­do de golpe. Han deci­di­do dormir todos a una, u obser­varme con inqui­etud, a la espera de cualquier mín­i­mo avance en mi tra­ba­jo. Su silen­cio ya no me ayu­da. Me perfora.

      He abier­to el fras­co de recon­sti­tuyentes; tomo esas píl­do­ras con la esper­an­za de hal­lar una cura fácil a la pro­gre­si­va cor­rosión de mis ideas débiles y mis órganos invis­i­bles: aque­l­los que se retuercen en torno a las ver­daderas entrañas (las que no apare­cen en los libros de anatomía), y qui­tan el hambre.

      Pospon­go un espa­cio tras otro, expec­tante del efec­to sanador del azar, dan­do la espal­da al ribete de carne fun­di­do en mi colum­na, que no se despe­ga de los avatares que otros han acopla­do a mi espalda.

      Bebo líqui­do de hier­bas escal­dadas, pre­ten­di­en­do adquirir no calor, sino algu­na de las vir­tudes del ser vivo que crece de man­era lenta e inex­orable, mien­tras aguan­ta esto­ica­mente las inclemen­cias impues­tas, y que para él sola­mente son parte del hábito a resi­s­tir. No con­trai­go sus propiedades, sin embar­go. A mí me pesa el vien­to, y la llu­via, y las piedras, y el rui­do, y la furia, y la desazón. A mí el granjero me ater­ra, mucho más que el espan­tapá­jaros que me susurra cosas sobre el futuro inmedi­a­to. Y aunque un día pue­da erguirme alto y vanidoso, al sigu­iente sol puedo no quer­er ori­en­tar mis hojas hacia la luz. No quer­er, o no poder, porque mis sesos, mis neu­ronas, las obr­eras de mi devenir, son con­stan­te­mente mal­tratadas, oblig­adas a tra­ba­jar a desta­jo, orde­nan­do hangares enteros de pen­samien­tos, y sin espa­cio para enten­der mis reflexiones.

  • 04:49

(Redac­to lo tran­scrito por mi veci­no más rayano, el Brigadier Mon­sieur Lebrun, quién a mala hora ―o bue­na, según se mire― irrumpió en mi habitácu­lo, a bien de aux­il­iar mi lla­ma­da de socor­ro, y a quién inter­pelé para que ano­tara todas y cada una de las pal­abras que emerg­erían de mi boca en el trance autoinducido).

      Soy un dic­ta­dor dic­ta­do, expul­sa­do de un Walden que nun­ca llegué a dis­fru­tar, atra­pa­do en la más lejana Sta. Hele­na. Soy el emper­ador desnudo, oblig­a­do a ser adu­la­do por las gentes que cel­e­bran los ropa­jes exte­ri­ores, sabién­dome de su burla y de su ceguera. Soy el inca­paz, el que pre­tende arras­trar una mon­taña sin des­ti­no ni pro­fe­ta.  ¿Puede haber inten­to de perdón en el reo que com­prende el mate­r­i­al de sus cade­nas? No, unas vit­a­m­i­nas no solu­cionarán seme­jante entuer­to.
    ¿Debe el pen­sador reti­rarse a pen­sar, sin medi­ar pal­abra has­ta que haya pen­sa­do? ¿Qué impacto supone en las propias ideas su inter­rup­ción? ¿Desa­parece esa línea de pen­samien­to? ¿Aca­so se crea una real­i­dad diver­gente de reflex­ión en la cual el resul­ta­do es noto­ri­a­mente dis­tin­to del pen­sar silente?
Sacad­lo de mí… ¡SÁCALO!

Argile. Nivôse. 1 de Enero de 1805.

      El Emper­ador ha sido coro­n­a­do en esta época. La coro­na tiende a no aco­modarse en la mis­ma cabellera durante demasi­a­do tiem­po. Procu­raré estar cer­ca cuan­do ruede. 

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