Me tomo la complicidad de la noche como una suerte de oasis. Llueve para ti, para mí y para el resto. Sobre el papel, la dicotomía parece una opción maniquea, o al menos cuando se trata de obtener un sustrato adecuado con el que fermentar el análisis de las cosas.
Pasados los años de plural indignación, también he aprendido a ser precavido en casa: cuidado con los revolucionarios solipsistas; que quien firma ante notario toda justificación de su rabia, al final solo pretende encajar el universo entero a través de su ego. Y claro, roza, y se atasca. Todo facho con derecho a voto puede citar a Nietzsche (aunque lo haga mal). Y en estas estamos.
El bigotes no es el único damnificado. Hegel suele salir al rescate. Y así los fenómenos del espíritu se alivian lo escaldado. Mal de muchos, supongo. Toda indignación de macho alfa tira de justificación jerárquica, aunque ande bien escondida. Así comienzan con la retahíla de barrabasadas traumáticas.
En esa dialéctica hegeliana de amo y esclavo se describe una lucha a vida o muerte. El que después será amo no teme a la muerte. Su deseo de libertad, reconocimiento y soberanía lo eleva sobre la mera vida. El esclavizado prefiere la esclavitud a la muerte amenazante. Se aferra a la mera vida. En lugar de “ir a la muerte consigo mismo”, permanece “en sí mismo” dentro de la muerte. Así se convierte en esclavo y trabaja.
Si sí. Pero qué más.
Los susurros extradiegéticos de poco le sirven al alienado.
Sobre este mismo lenguaje pseudointelectivo y parabólico se me ocurren cosas. Sí, Peter, cosas.
A mí me duele ver lo mucho que nos divierte jugar con la pata ennegrecida que se nos ha quedado pillada por la ratonera. Y tanto que de nuestros nuevos miembros fantasma sacamos el orgullo de erotizar el oficio de pelele.
De primeras, me enfado conmigo mismo. Que de esconder la mano libre de la piedra ya me han salido buenos callos. Por ello estoy pensando.
Internet acumula atributos: reificación se revela como el término dialéctico más apropiado.
La hipervisibilidad no es ventajosa para la imaginación. El porno de lo cotidiano; la sobreexplotación visceral de lo banal. Ochocientas maneras de hacer hamburguesas, en trescientos sitios que dicen tener la grasa más exclusiva de la zona euro.
Es la positividad de lo inane.
Esta coacción de la hipervigilia dificulta cerrar los ojos. La demora contemplativa es una especie de corolario al atardecer, cuando se encienden las farolas y no refleja nada el concreto.
Aquí, en el todo iluminado, la más insignificante grieta se eleva como otro detalle a observar, en verbalización de un nuevo meme. No hay tránsito a la expectativa. El espacio de la interacción es llano y atiborrado de escaparates. Umbrales y pasadizos desaparecen; esas zonas del entendimiento llenas de misterios y enigmas, donde comienza el otro atópico.
Junto con los límites y los umbrales desaparecen también las fantasías relativas al ajeno. Se atrofia el deseo creativo, la introspección de las galeras internas en el acto de ponerse en una piel tercera. Esta crisis, esta teoría de la mente alexitímica, contribuye a la desaparición del otro. Los vallados erigidos son meramente fronteras legales, sobre las que desplegar una actuación del ego, remarcando los papeles rígidos que uno está dispuesto a negociar con el mundo. No son vestíbulos difuminados que conduzcan a otro lugar, a otro estado del yo, de esos que podrían desconfirmar las lagunas de hechos.
La tremenda cantidad de información eleva masivamente la entropía del mundo, y también el nivel de ruido. Uno siente la necesidad de saber, porque en los momentos no buscados de desconexión, la falta de estímulos es tan ensordecedora que solo se concibe como un espacio infructuoso y desaprovechado: una aversión de la conciencia. Y va unido al acto de libertad, que tan bien amalgama esa metralla de mensajes. Así que, cuando se ve privado de ese flujo continuo de coacción, surge la crisis de culpa, la alarma del autoexplotado, y se refuerza la necesidad de expiación; uno se ve sin arneses, ni predicciones en directo sobre la falta de inmediata certidumbre del todo.
El sí mismo, fuera de la red, no es algo que funcione, ya que todas esas características de límites y aduanas, que tienen sentido para diferenciarme de los miles de millares que buscan asomar la mano, dejan de cobrar sentido a solas. Las lindes y las vallas no aportan significado en mitad de la nada más inaccesible. El individuo desconoce el idioma de los hitos que no se basan en la pura comparación. La identidad ahora es un ruido blanco.
El pensamiento tiene necesidad de silencio. Es una expedición a los secretos que despejar. No vale con un café que acorte las autovías del razonamiento. El logos no se compra, ni se adviene, pese a lo que se empeñen en publicitar los amos hechos a sí mismos. Del conocimiento también depende coincidir en el lugar adecuado, en el momento adecuado, y con la gente adecuada. Que su arte del buen amor impregne la habilidad propia del saber estar solo. Porque sin esa zona de la hermenéutica propia, fuera de lo blando y lo cómodo, no hay posibilidad de desarrollo, ni mucho menos de aprendizaje valioso.
¿A quién irías a buscar en coche si internet se viniera abajo? ¿Quién podría seguir abonando tu interés por los resquicios misteriosos de la vida?
Son cosas que pienso mientras llueve. Soy un tipo curioso.
Espero que no me pase lo mismo que al gato.