Se trataba del juego de las sillas, pero con solo dos sillones. Dos sillones con solera, aunque impolutos, que adornaban una habitación carbonizada por el paso del tiempo. A la habitación le faltaba una de sus paredes, que servía de papelera a la gente que paseaba hacia ningún sitio.
Dos hombres y una mujer alineados daban la espalda a la nada. En ocasiones se cruzaban sus miradas inquietas, como si dejarse caer sobre los dos sillones fuera algo que ninguno estaba dispuesto a hacer primero.
Aún con los relojes adelantados, la velocidad a la que pasaba el tiempo era ridículamente lenta. Uno de ellos veía convertida la efigie de un ser intocable en una hormiga que caminaba en la misma dirección que las demás. El otro rehuía de una sombra proyectada de lado, y rezaba porque las velas se consumieran cuanto antes. Sin embargo, Venus brillaba por encima de la luz solar, sustituyendo las ridículas deidades de la hormiga, y arrojando oscuridad a los objetos cercanos, que recibían todo destello emitido en el pasado.
A cuenta de romper la incómoda simetría de sus cuerpos, el primero avanzó con un bote de pintura, intentando embellecer unos ennegrecidos tabiques. Pero cuando terminó, al girar sobre su eje, los sillones estaban ocupados. Ni siquiera se habían sentado, pero crepitaban sin necesidad sustancia inflamable. Y él miraba la pintura, fría e indiferente hacia el fuego que envolvía su esfuerzo más sincero.
Se miraban, y los miraba.
No hay moraleja.
Simplemente la hormiga se quedó sin pipa, abrumada no por la grandeza de las cosas que veía, sino por su recién descubierta verdad.
