El cazador del horizonte

Carretera al horizonte

Apos­té la sil­la frente al mato­jo seco y me dejé caer. En esas oca­siones adora­ba sim­u­lar que sujeta­ba una cerveza bien fría en la mano derecha, y me acer­ca­ba el cuel­lo de la botel­la a los labios, con un des­gana­do gesto de muñe­ca. Sólo inter­preta­ba para mí mis­mo, pero men­tiría si dijera que no lo dis­fruta­ba.
      A veces creía verme refle­ja­do en la mira­da de un ter­ri­ble infini­to, como si fuera el pro­tag­o­nista de una pelícu­la sobre la búsque­da de una insond­able ver­dad. Aunque en real­i­dad lo era, le resta­ba impor­tan­cia. Quería creerme como aquel tipo duro —más anti­héroe que vil­lano—, pero no me paga­ban lo sufi­ciente. No tenía el tra­ba­jo más fácil del mun­do, pero sí el más grat­i­f­i­cante. Aunque en ese momen­to seguía sin ten­er muy claro cómo lle­var­lo a cabo.

        A la hora del oca­so, momen­to que dicta­ba el final de mi jor­na­da lab­o­ral, para­ba en seco aque­l­la Nor­ton 500 destar­ta­l­a­da —lo úni­co ciné­fil­a­mente recono­ci­ble que podía asumir mi bol­sil­lo—, y la deja­ba des­cansar mien­tras repi­quete­a­ba con mis dedos sobre la sil­la reclin­able. Tam­poco me avergüen­za recono­cer que habla­ba con ella como si de una jaca sin­tiente se tratase.
      Ya que no disponía de ningún tipo de fuente musi­cal, yo mis­mo canta­ba a pleno pul­món, excu­sa­do por la ebriedad imag­i­nar­ia de media doce­na de botel­las de cerveza inex­is­ten­te­mente acu­mu­ladas a mis pies. En cier­tas oca­siones las dis­para­ba con el índice y el pul­gar. Otras veces record­a­ba que el plan­e­ta ya acu­mu­la­ba sufi­ciente mier­da, y me sen­tía cul­pa­ble.
      Al prin­ci­pio me ale­ja­ba de La ciu­dad con la úni­ca inten­ción de echar pestes de esos inso­porta­bles e histrióni­cos esnobs. Durante un tiem­po creí ser como ellos, inclu­so me agrad­a­ba la idea. Pero no eran más por­quería con nom­bre pro­pio. Me record­a­ban a las cal­abazas de Hal­loween: vacías, pero min­u­ciosa­mente ornadas por fuera. Y coño, qué miedo daban. ¡Joder, cómo les odiaba! … 

Carretera y horizonte

       Después, según perdía la cuen­ta de los kilómet­ros recor­ri­dos, me afan­a­ba por olvi­darme de todos esos idio­tas. El dinero se acabó y tuve que bus­car otro dios por mi cuen­ta. Plan­té la moto al otro lado de la cune­ta y escu­d­riñé el mapa del tiem­po que rode­a­ba mi muñe­ca. Debí de estar un buen rato cav­i­lan­do sobre cómo me ganaría la vida, porque se cruzó una liebre sal­va­je y se paró en seco a obser­varme con gesto extraño —de pequeño decían que al pen­sar ponía cara de bor­ra­cho irlandés, a lo que yo con­testa­ba con una son­risa acom­paña­da de su respec­ti­vo regüeldo.

      La cosa es que el con­de­na­do reloj se había queda­do sin pilas, de tan­to retrasar la hora de la tregua. Y, si no me equiv­o­co, creo que fue en ese momen­to cuan­do alcé la cabeza y lo supe. Me reí, porque recordé las estúp­i­das y grandilocuentes per­oratas de psicól­o­go estafador sobre que huía de mí mis­mo y no de los demás y todas esas chor­radas. Tam­bién pen­sé que vis­to des­de fuera debió quedar excel­sa­mente cin­e­matográ­fi­co.
No huía de nada ni de nadie, sólo esta­ba bus­can­do, y lo que bus­ca­ba esta­ba delante de mis narices. Arro­jé el reloj delante de la desa­pare­ci­da liebre y subí a la moto de nue­vo. Reconoz­co que durante unos min­u­tos me sen­tí un poco con­fu­so inten­tan­do cal­cu­lar cuán­to tar­daría en lle­gar a mi obje­ti­vo, pero al poco tiem­po me resultó bas­tante indifer­ente; total, no tenía otra cosa que hac­er.
      En cada gaso­lin­era, le explic­a­ba al ger­ente en qué con­sistía mi tra­ba­jo medi­ante un pagaré escrito en el sue­lo con tiza blan­ca. Me gus­ta creer que les entu­si­as­ma­ba tan­to la idea, que salían cor­rien­do detrás de mí para des­pedirse y desearme bue­na for­tu­na. Para ser sin­cero, dudo mucho que haya más per­sonas en mi puesto en el resto del plan­e­ta.
      Y cier­ta­mente, lo entien­do; nadie en su sano juicio podría perseguir su propósi­to durante todo el día, para que al lle­gar la noche el cabrón de él se escon­da. Lo bueno es que al amanecer aparece ahí de nue­vo, tum­ba­do y benévo­lo, regalán­dose, con­cedién­dome otro inten­to. Pero me gus­ta, y en el fon­do quiero pen­sar que es parte de nues­tra con­de­scen­di­ente relación. Quizá eso es lo que más me cau­ti­va de todo este asun­to. No lo he dicho, pero soy una especie de autónomo.

       ¿La ver­dad? Cada noche sigo con­tan­do esta his­to­ria a una per­sona dis­tin­ta, pero no creo que me llegue a cansar de ello. Ni siquiera me impor­ta que no exis­tas. O a lo mejor sí; la lib­er­tad no es un lega­do claro de la ver­dad con­sciente. Lo úni­co sobre lo que no ten­go dudas es que algún día daré caza a ese escur­ridi­zo horizonte. 

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