Bien, por partes. Analizar un ensayo como este no es moco de pavo, no sólo por quien escribe las líneas, sino por la complejidad de los temas que trata. En general, el libro se puede resumir como un compendio de diversos artículos de opinión cuyo tema central es la banalización de la cultura, pero sí es cierto que aborda temas y cuestiones que son extrapolables a más ámbitos, y por lo tanto veo necesario un análisis de sus contenidos nucleares antes de acometer con su significación general. Tampoco creo necesario —ni me veo con el conocimiento preciso— analizar el estilo o la forma; estamos frente a un premio Nobel de literatura con solera por cátedra, vocabulario excelso pero adecuado y aplicado con la elegancia que se le presume a un literato de su nivel y, halagos aparte, el texto se reduce a una expresión ensayística que no tiene más intencionalidad que la de la pura reflexión.
Una vez aclarado esto, cabe decir que no es la primera vez que me detengo a leer —y pensar— lo que este señor tiene que decir. Aparte de haber disfrutado, no sin cierta dificultad, de dos novelas suyas como la archilaureada Fiesta del Chivo, y la más reciente El sueño del celta, me he encontrado frente a algún que otro artículo de opinión no tan afortunado. Después de terminar este escrito, me reafirmo en mi parecer general sobre su persona, y me encuentro ante una mezcla de admiración filosófica y de rechazo político.
En primer lugar, La civilización del espectáculo tiene como objetivo el análisis de un devenir cultural con la intención de despertar al lector en un desasosiego intelectual. ¿Lo consigue? Sin ninguna duda, pero con ciertas carencias objetivas y alguna que otra rémora de clase. Cabe decir, que a pesar de no compartir parcial o totalmente sus afirmaciones, se sepa de antemano o no, es necesario, en este y en cualquier otro documento, someterlo a un análisis conciso y no rechazar de facto un conocimiento sin haberlo estudiado previamente, pues podemos pecar de aquello mismo que condenamos. Prejuicios los justos, así que… «valor, y al toro».
Mario introduce el tema a exponer con un revisionismo histórico de la cultura por parte de aquellos que, según él, la labraron en su máximo exponente. Aquí es donde comenzamos a entrever la dirección que guía su pensamiento educativo, con menciones a personajes como T.S. Elliot, quien alegaba que «las clases altas deben ser mantenidas». Y lo deja claro: (a Mario) no le agrada la posmodernidad y su interpretación de la educación liberal, haciendo incapié en las necesidades jerárquicas, comenzando un despliegue de elitismo que no se esfuerza en ocultar. Otros nombres como Debord o Hart, salen a colación con una alienación referida al «fetichismo de la mercancía y la cosificación de lo espontáneo, lo auténtico y lo genuino».
La civilización del espectáculo nos propone entonces ahondar en la representatividad que ha adquirido el conocimiento, y en cómo nosotros interpretamos su significado. A Vargas Llosa le pesan los años a la hora de expresar su ideario y de dar rienda suelta a una añoranza de tiempos que rompen la marca de lo objetivo. Pero eso no quita que sean muchos sus aciertos. El primero, el más importante y evidente, es la confirmación de una transducción en su entendimiento. Hoy es inevitable un debate sobre la interpretación de su concepto, y cómo puede ser arte para alguien lo que para otro no; pero es innegable que existe una banalización del significante cultural. Aquí hago un inciso: a la hora de defender ciertas afirmaciones tomaré como «Cultura» con mayúscula al «conjunto de conocimientos desarrollados y profundos que permiten, en mayor o menor medida, desarrollar un juicio crítico y una sensibilidad artística superior». Es muy inocente equiparar todas las manifestaciones culturales (con minúscula), como si todas poseyeran el mismo valor o esfuerzo intelectual; es entonces cuestión de debate lo que entra dentro de una u otra clasificación.

Citando al autor: «la cultura ha pasado a tener en exclusiva, la acepción del discurso antropológico de todas las manifestaciones de vida de una comunidad», y «lo que no es divertido, no es cultura». Mario pone de relieve ejemplos en la televisión, cine o literatura donde el entretenimiento resta valor al esfuerzo de aplicar una visión profunda. Incluso en los mejores casos, donde se defienden valores justos de progreso, se condena cualquier manifestación que recurra al humor, la ironía, el contraste o el sarcasmo como crítica a lo que en un nivel superficial se muestra. Tambien expone cómo se aplica un cáriz visual, sencillo y nuclear a cualquier acto de consumo, reduciendo la actividad del acto intelectual y deformando el entramado social con un cinismo vago y político: «propaga el conformismo a través de la complacencia y la autosatisfacción».
Lo mismo pasa con las consecuencias de la cultura. Correlaciona el auge de las filosofías imperantes con su facilidad de producción, diseminadas por un sistema educativo que provee de alivio y descanso ante los problemas creados por la incapacidad de manejar la realidad. Aquí comienzo a disentir con Vargas Llosa, y es que trata todo acto hedónico como perjudicial e innecesario. Elucubra acerca de la generalización de lo banal, sin informarse sobre el funcionamiento conductual de la tensión y el esfuerzo, y defiende ideas caducadas y para nada científicas, sobrevalorando las aspiraciones vitales. Recordemos que Mario no es psicólogo, sociólogo, ni pedagogo.

Vuelve a meter la pata en un intento de defender la moralidad y la ética como conductores del progreso, asociados a la Cultura. Liga la concepción teológica y se olvida de levantar la red de arrastre, idealizando las obras vetustas y la mitificación que les agrega el paso del tiempo. Se pierde comparando a creadores como Orson Welles y Woody Allen sin percatar en las diferencias contextuales. No cesa en su intento proselitista de ensalzar la necesidad de los cánones y consensos sobre los valores eróticos, y la existencia de críticos como jueces y árbitros de lo que es bello y lo que no, contradiciéndose a sí mismo y errando de elitista. De las frivolidades que suelta en materia de sexo, mejor ni hablar.
Como comprobaréis si leéis el ensayo, aborda una mezcla de razonamientos y verdades acertadas, pero defendidas con los argumentos equivocados. Es lo que sucede cuando eres escritor, clasista e intentas ser el médico del pueblo. Y es precisamente ese clasismo lo que le hace meter la pata en afirmaciones tan contundentes como que «los rangos sociales son necesarios para el mantenimiento de la alta cultura». Es lo que pasa cuando eres escritor, elitista y quieres meterte a filósofo.
Es una tarea harto complicada separar la paja del grano con este señor, lo reconozco. Se olvida de limpiar un desprecio consternado por una cultura popular intrínseca a nuestra propia existencia. Afirmaciones demasiado rotundas para cuestiones que pueden abarcar toda la vida del sabio más veterano. La educación y la autoridad, el poder, la diletancia… Vargas Llosa navega por varios temas controvertidos, aportando cavilaciones interesantes pero incompletas, que se ven trastabilladas por la defensa de la añoranza. El abanico es tan amplio y diverso que no es posible analizar todas sus reflexiones en profundidad sin dar como resultado otro ensayo de la misma extensión.
Como conclusión puedo decir que, a pesar de las meteduras de pata, es una lectura recomendable y estimulante. Las ideas no son perfectas, ni mucho menos; de hecho, no pueden eludir el lastre de una persona mayor y acomodada. No se trata de una lectura sencilla, pero como reza la premisa: «sin esfuerzo no hay refuerzo». Cuesta, y se agradece el reto.
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La civilización del espectáculo
Mario Vargas Llosa
Debolsillo, 2015
232 pag
ISBN: 849062559X