¿Conoce usted el ateísmo?

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«Ding, dong…»
«Ding, dong…»

      —¡Un momen­to! —Una voz femeni­na surgió detrás de la puer­ta, acom­paña­da de la car­rera entrecor­ta­da de unos pies descal­zos.
      Se escuchó desatran­car un can­da­do a toda prisa. La puer­ta se abrió tími­da­mente y asomó la cabeza de una mujer more­na con el pelo empa­pa­do. Con gesto hosco, se dirigió a los dos hom­bres tra­jea­d­os que flan­que­a­ban la entra­da de su vivien­da:
      —¿Os puedo ayu­dar en algo?
      —¡Hola, buenos días! —car­raspeó el más enju­to para entonar de nue­vo el salmo—. ¿Conoce ust­ed el ateísmo?

      ¡Pum! El mar­co de la puer­ta repi­queteó con el golpe. Carl y Stephen reci­bieron la ráfa­ga de aire en la cara, a la dis­tan­cia pru­den­cial que la expe­ri­en­cia les había recomen­da­do. Ni siquiera se miraron. Eran las nueve menos diez de la noche, y aquel era el últi­mo piso al que les falta­ba por lla­mar.
      A esas alturas del día, ninguno de los dos tenía ganas de entablar con­ver­sación. Después de repe­tir tres cen­tenares de veces el comien­zo del mis­mo solil­o­quio, ape­nas se res­igna­ban a regre­sar a su aparta­men­to. Durante la vuelta, Carl pasa­ba la may­or parte del tiem­po escru­tan­do las estrel­las que brota­ban según la oscuri­dad se abría paso. Stephen can­tur­re­a­ba la can­ción de moda sin ningún tipo de rit­mo y con un tono casi robóti­co.
      Si no fuera por su for­ma­ción cien­tí­fi­ca, ambos caerían en una para­noia sobre el ori­gen extrater­re­nal de la sen­sación de vivir en un día de la mar­mo­ta. El mis­mo camino, la mis­ma para­da de metro… inclu­so los niños que cabri­o­la­ban a su alrede­dor obser­van­do curiosos sus indu­men­tarias parecían los mis­mos de cada día. Y siem­pre, antes de la lle­ga­da del tren, mien­tras Carl apoy­a­ba la cabeza en la pared cón­ca­va de la estación con la mira­da per­di­da, Stephen car­ras­pea­ba:
      —Algo no esta­mos hacien­do bien. Se nos escapa algu­na vari­able.
  
      «Ta, ra, ra, ra». La melodía de infor­ma­ción del trans­porte sub­ur­bano pro­logó un avi­so apáti­co:
      —Se infor­ma a los via­jeros del retra­so del tren direc­ción Bouchet debido a prob­le­mas téc­ni­cos. Se esti­ma una demo­ra de 20’.
      —Aaah­hg, ¡por Dios! —exclamó un transeúnte.
      Se per­cató de las miradas reprobado­ras de los dos tra­jea­d­os y comen­zó a deam­bu­lar por el andén en direc­ción con­traria, dis­im­u­lan­do. Carl se impul­só con la cabeza, irguién­dose, y se dirigió a Stephen.
      —Voy a com­prar un boca­ta en la máquina de vend­ing. ¿Quieres algo?
      —Sólo si hay algo con carne de cer­do.
      —¿Y si no? —pre­gun­tó cono­cien­do la respues­ta.
      —Ya sabes que sólo como carne de cer­do. ¡Y ya sé que no es sano! —voceó arque­an­do las cejas antes de ser interrumpido.

      Carl cam­inó has­ta la máquina, intro­du­jo las mon­edas en la ranu­ra y selec­cionó el sánd­wich mix­to. Recogió el cam­bio y tras meter­lo de nue­vo en el apara­to, pul­só el botón cor­re­spon­di­ente al boca­ta de lomo de cer­do. «Sal­do insu­fi­ciente», reprendía la pan­talla.
      —…Enci­ma la ofen­sa es más cara… —mas­cul­ló indignado. 


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      Uno de los niños que cor­rete­a­ban alrede­dor de Stephen se plan­tó frente a él y le inter­rogó de for­ma descara­da.
      —Señor, ¿por qué vistes así?
      El uni­for­ma­do com­pu­so una son­risa de media luna.
      —Verás, mi com­pañero y yo ten­emos un tra­ba­jo muy impor­tante, y debe­mos vestir de for­ma acorde a su rel­e­van­cia —explicó orgul­loso.
      —¿Y cuál es vue­stro tra­ba­jo? —indagó el pequeño.
      —Nosotros nos encar­g­amos de vis­i­tar a la gente y expli­car­les que no existe ningún super­héroe que con­t­role el mun­do.
      —… —el niño con­tin­uó mirán­dole oji­pláti­co, sin saber qué decir.
      —Mira —insis­tió sacan­do un pan­fle­to del bol­so—, aquí te expli­ca por qué es impor­tante no depen­der de ami­gos invis­i­bles, para que de may­or seas una per­sona racional.
      —¿Qué sig­nifi­ca racional? —se empecin­a­ba el mucha­cho, sacán­dose un moco.
Stephen se acu­clil­ló para comen­zar su aclaración, pero un brami­do de ultra­tum­ba le par­al­izó el cuer­po.
      —¡Pros­elit­ista! ¡Sin­vergüen­za! ¡Sepárate de mi hijo!
      Un hom­bre robus­to con una taqiyah musul­mana en la cabeza se aprox­ima­ba a toda veloci­dad hacia el pequeño. El padre rodeó con un bra­zo a su hijo y le ordenó que se ale­jara.
      —¡Ust­edes no tienen dig­nidad! —berreó recu­peran­do el resuel­lo de la car­rera—. ¡No les bas­ta con molestar con sus ideas apos­tási­cas a cada maldito ciu­dadano, que tam­bién se atreven a ase­di­ar la inocen­cia de los infantes!
      —Con­t­role esos modales, señor —señaló inqui­eto—. Sola­mente me he lim­i­ta­do a respon­der las pre­gun­tas que me ha for­mu­la­do su hijo. Además, no creo que ust­ed sea el más indi­ca­do para hablar sobre lava­do cere­br…
      Una mano dis­traí­da se posó sobre su hom­bro.
      —Stephen. Tu boca­ta de cer­do. Me debes…
      Carl desin­fló su recla­mación al obser­var el ros­tro púr­pu­ra a pun­to de estal­lar de aquel otro hom­bre. Miró de reo­jo a Stephen y mordió acon­go­ja­do su sánd­wich. Antes de que cualquiera de los tres pudiera respon­der, la mega­fonía inter­vi­no:
      —Infor­mamos a los via­jeros del tren con des­ti­no CERN de un retra­so adi­cional de 45’ debido a difi­cul­tades téc­ni­cas en el cen­tro de con­trol de vías. Les rog­amos que nos dis­culpen. Gra­cias por la espera.
      La muchedum­bre acu­mu­la­da en el andén elevó el mur­mul­lo al niv­el de protes­ta, y a medi­da que aumenta­ba la bul­la, brota­ban las voces de los más nerviosos.
      —¡Esto es bochornoso! —vocif­eró una mujer, lan­zan­do res­ig­na­da su maletín hacia el asien­to—. ¡Todos los malditos turnos de noche me pasa lo mis­mo! Me cago en Yavhé, Alá, Buda y…
      —¡Oiga, respeto! El San­tísi­mo no merece sus blas­femias —pror­rumpió el padre, ya desa­ta­do.
      —Perdóneme —se sobre­saltó apu­ra­da—. Es la segun­da vez que llego tarde en mi primera sem­ana de tra­ba­jo y me he puesto nerviosa.
      —Bueno, pero con­t­role lo que dice. Y no se apure, Dios tiene un plan para cada uno de nosotros. Puede que su retra­so ten­ga una razón de ser —reso­pló orgul­loso.
      La mujer entornó los ojos irri­ta­da, bus­can­do ayu­da en los que supu­so otros dos con­trin­cantes.
      —No veo yo a Alá plane­an­do la inves­ti­gación de físi­ca de partícu­las —comen­tó de boquil­la.
      —Al igual que ningún ser supre­mo ha queri­do que alguien de con­trol se dur­miera —se enva­len­tonó Stephen.
      —¿Es que siem­pre tiene abrir esa bocaza de após­ta­ta que tiene? ¿No aprende de los por­ta­zos en la cara?
      —Mire… —comen­zó rién­dose—, sólo inten­to librar al mun­do de creen­cias irra­cionales. Y se lo ten­go que decir yo, porque la gente de cien­cia como ella es demasi­a­do edu­ca­da para hac­er­lo.
      —A mí no me incluyas, guapi­to. Soy agnós­ti­ca.
      —Pffff —girán­dose hacia Carl—. Mira, a lo mejor es famil­ia tuya.
      Este le dirigió una son­risa socar­rona por la que asoma­ba el últi­mo tro­zo a mas­ticar de su cena. La mujer ofen­di­da, con­sciente de su supe­ri­or­i­dad int­elec­tu­al, le reprendió:
      —Criatu­ra, no eres más que un cate­cú­meno de una ide­ología que te que­da demasi­a­do grande.
      —¿Y ust­ed me lo va a decir? Cien­tí­fi­ca paso­ta. ¿De qué sirve tan­ta metodología si te da igual el resul­ta­do? Las per­sonas ver­dadera­mente libres de toda influ­en­cia sobre­nat­ur­al son las úni­cas dig­nas de lid­er­ar el futuro. Y el futuro pertenece a los niños, ¿lo sabías? —ter­minó con una son­risa forza­da, dirigién­dose al pequeño que se asoma­ba por el lat­er­al de su padre.
      —A mí me gus­ta Thor. Pesa­do.
      Una anciana sen­ta­da a poca dis­tan­cia se san­tiguó efu­siva­mente:
      —Vál­game Dios.

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