Vamos a suponer que titilan las luces al entrar en el coche, y que todas las farolas se apagan al unísono. Que un foco etéreo y rojizo calienta nuestras caras, como la resistencia vergonzosa de un antiguo calefactor. Y que a pesar del bochorno de las pupilas clavadas, ni un alma en pena sería capaz de perpetrar una molestia hacia el vacío que es este nuevo refugio. Que nuestros sistemas solares se hacen de unos respaldos, y las escápulas descansan frenando en seco el granizo de este verano.
Entre todos esos satélites que median las miradas, ni una sonda consideramos hostil; ni una sola respiración se clasifica como artefacto de angustias, y, si acaso, los párpados apenas humedecen las válvulas del ver más allá de lo que ya lo hace ese aire viciado.
Una selva tropical haría falta dentro del coche para renovar el oxígeno del que tan rápido nos hemos apropiado.
En eso pienso mientras me apedrea el cielo. Lleno de barro. Riendo, porque llorar ya llora el campo. Y derrapan las ruedas sobre el lodo y el légamo. Más tierra que hombre soy, y suerte que tengo de saber orar para mis propios intestinos, porque tampoco sé a ciencia cierta de cuántos huesos dispongo en caso de necesitarlos; me han dicho que los tengo pero nunca los he visto.
Es divertido, lo reconozco. Que como mucho se puede perder la vida, y dudo que vaya a afanarme en buscarla si esta se me acaba escapando.
Solo escucho el estruendo de las nubes, y me acogen los vientos. Soplan en contra, que si ya nos ponemos a sufrir, hagámoslo decentemente, y no a medias. La cobardía también se entrena. Y la necedad. Y el patetismo. Y el amor propio. Y otro tanto el amor ajeno.
Y el sudor suena a bergamota. Y los relámpagos saben a rayos.
Antes escuchaba la canción, pero tras de mí sueltan a los perros reales, como si me hubiera escapado. Y lo entiendo, porque nadie en su sano juicio, al menos en los países donde todavía se reza a los santos, saldría a rodar por los caminos embarrados en mitad de la tormenta, y con la única protección del propio cuero.
No digo que fuera buscado, pero mentiría si dijera que me arrepiento.
A pesar de las estacas del frío, o de la nula conciencia del camino inmediato. Incluso haciendo caso omiso de los flashes que iluminan el interior del tren, porque no es normal ver a un peregrino atravesar el barro de la nada, con la prenda justa, y en medio de una tormenta sin verano.
Y los perros gimotean y se retiran, porque ellos también responden ante sus propios miedos. Que los relámpagos coquetean cada vez más cerca, y las nubes negras han asumido el mando.
Es en ese justo momento en el que pienso en el coche. Y en la luz roja. Y en el silencio. Y en el vello erizado. En las pupilas. En el vino. En las grietas de casa. La luna con noche sobre los collados. En el miedo. Y en la vida también pienso. Como en los bosques y en los párpados.
Amanezco en una habitación, que respira a solas con sus propios orificios. Esas grietas que hacen la vez de arterias y alvéolos; debería medirlas, que no sé si cada mañana se hacen más grandes, o soy yo, que hasta que no rompo el alba me siento anclado por un presente pequeño.
Nada perturba la casa vieja. Ni respeto me da el frío, o su calor. Ni las zanjas de madreselva que se cuelan por los vértices de las tejas.
Juraría que de tantas habitaciones, un síndico de animales aprovecha a curiosear: atenta la escucha de mis pies deambulando por la madera, y las fibras del ser, que despiertan ávidas. Seguiría solo en esta casa inmensa. Ya no escucho los sonidos de antes, los que adelantaban intrusos, de esta vida o de aquella. Somos yo y mi tozudez; la de hacer la carne más fuerte, y la cabeza más dispuesta.
Creo que según más lúcido me siento, se hace la casa más vieja.
Tantas habitaciones como tiempo, y yo, que abrazo el aburrimiento como arma de gloria, acabo destapando los hilos que conectaban por varillas la esencia de las cosas. Que donde antes solo cabían adornos, ahora recojo la sabia de un cuerpo vibrante, que quiere más, vivir mejor, y sentir hasta la cuántica de todas las emociones.
Tan curioso es el poder del justo descanso. Te hace estar de acuerdo con el concilio de la vida, ese que debaten los animales salvajes, abajo, en el otro piso.
Así cada día, al ventilar los muros y los adobes, se diluyen los residuos de mis mentiras, como éter que se evapora al contacto con la antimateria. No puedo engañar al eco, que es ingrávido, y por tanto, más sibilino; que este me devuelve la idea, obligándome a recogerla a puras vueltas: que o vibra de nuevo y se me revela absurda, o su sentido encaja en mi pecho y reverbera perfecta.
El aburrimiento que digo que abrazo no lo conozco. Es otro que se escurre por las grietas. Tan solo gotea paciencia.
Aquí, en el vacío que abruma, uno puede dedicar tiempo al destino. A pensarlo. Se optimiza la pertenencia. Se despejan las nubes y, hasta en el gotelé, uno adviene montañas.
Recuerden, que fuera de mi mente llueve.
En ocasiones, ayudan las persianas bajadas, como el seso que se concentra sobre sus giros temporales. ¿Qué piensa la casa sobre sí misma? Porque yo creo que, de alguna manera, me respeta, y por ello resiste erguida. O que cede su mundo a que yo experimente, cogiendo de estas letras y aquellas, para acabar anhelando más, y mejor, hasta que toda la ambición no me quepa, y ni los corzos, ni las lechuzas, ni los zorros, puedan reunirse en el salón y a mis espaldas.
Llegará ese momento, y tendré que marchar.
A un bosque, quizá. Para encender de nuevo el fuego sobre los bancales helados, que revelen otro resquicio de mi mente, que es mi cuerpo. Porque yo querré más, pero el tiempo irá a menos. Con suerte podré convencer a alguien que sepa moverse en el viento.
Decía que el silencio me permite ser tozudo, insistente. Quiero saber, y no creo que pueda dejar de quererlo. Alguno, alguna vez, hasta se arrancó un ojo por ello. Percibo mejor así el ardor interno. Apenas permean las banalidades del mundo.
Y que todo esto pudiera parecer demasiado solemne, pero sorprendería al más pintado la frecuencia con la que la cabeza sabe quererse y divertirse ella sola. No son raras las risas de propias confidencias, ni las miradas dirigidas hacia un espectador invisible, que es uno mismo, nacido de la ironía espontánea.
Es ahí donde se alcanza otra nota, otro tono y calderón de la voluntad. Otra puntilla, diría si recordara algo de la música.
Tanto verde y naturaleza se cuela por el desván, como yo inserto deseos y poder en el coraje de sus enredaderas. A menudo, ese nuevo nivel de fuerza huele a café. Con pericia podría sincronizarlo con otras aspiraciones, lejanas en el espacio. Otros tonos de molienda, que acuden al antebrazo que vibra enervado, feliz de ser dueño de sí mismo.
Diría que en solitariedad, uno aprende a querer mejor; a amar mejor, con mayor puntería y certeza. El deseo se enquista por sobreestimulación; en el ruido no se sabe saber. Aquí no hay error. El Eros no agoniza sin haberse aceptado de primeras.
…
Me iré en algún momento. No sé si avisar al resto.
Cuando las grietas anuncien un punto de presión irreversible: cuando lo que he tenido que adaptar y comprimir para soportar la pesadez del mundo no pueda ajustarse más dentro de estas paredes.
Si uno es dueño de sus condicionantes, al final pasará por el aro del propio ostracismo. Nepotismo autodirigido, desde dentro. Ser capaz de pasarse el testigo de un nuevo sentido para con la vida, y de decirse adiós frente a la última mirada del espejo.
Es complicado coincidir con el reflejo, pese a lo extraño. Demasiado coherentes las pretensiones, la profesión, los valores, los gustos y hasta los miedos. Ni digo ya la conciencia de una otredad compañera.
Ha costado no explotarme a mí mismo. Ha costado.
Y ahí, metido en el barro, salgo y entro del trance. No se me ha olvidado soñar. Ni muerte, ni apocalipsis. Únicamente coloco las hamacas del tiempo. Estratos del sexo que no supo dulce, junto a las migas de festines emocionales copiosos y deletéreos. Ya no quiero eso.
En este sufrir de la piel, y del músculo fatigado, encuentro la salvación. Tal es mi filtro a quien se atreva a acompañarme. Que en estas horas del día, ni con el sol oculto me libro de mi propia sombra.
Me calmo porque ya vi que soy un hueso duro de roer; tanto que se fortalecen hasta los dientes.
Me quito las gafas empapadas y soslayo el cielo. Tengo la teoría de que la capa de ozono tiene un agujero por las palabras que uno esconde y se pierden como el helio.
No sé si es por la paliza, pero tampoco recuerdo en qué momento me dejó de ser relevante el miedo. No lo perdí de vista; solamente dejó de molestarme su presencia. De hecho, se transmutó en un dedo elevado: lo necesito cerca para saber qué espuela clavarme, por dónde tirar y de qué modo lanzarme al vacío.
¿Es este otro acantilado? Más que pedalear, buceo. Y llegado este punto, prefiero morir por la espada que arrepentirme de no haber jugado.