A mí se me ahogan los destinos si no acudo a sacarlos de la salmuera que son los estados del desear. Bulle por dentro el magma de capas terrestres que nadie ha descubierto, pues se esconden de los termómetros y de los ojos que no se han acostumbrado a mirar en la oscuridad. Es la escoria ferrítica que se alimenta de los futuros petrificados para el resto.
Si todos los destinos son el destino, entonces sólo puedo trazar una línea de dirección; un garabato eterno, que deambula orgulloso de su trazo sin peso.
¿Cómo se abandonan las crisálidas? ¿Con qué mano se recoge el germen de un nuevo rostro? ¿Qué órganos escoge cada uno como símbolos canopos de un recuerdo?
Si fuera por mí abrazaría a todos, hasta ser momificado por el viento y las flores. Si pudiera, dejaría mi cuerpo atrás para que no les pesara mi ausencia a quienes ya decidieron otro camino, u optaron por no dar el salto. No me importaría descansar en un sarcófago de tierra y pasto si con ello aliviara su peso del huir.
Sólo cogería mi sistema nervioso, mis neurocosas, las que soportan la idea de mí mismo y los recuerdos, que son como imanes en la nevera. El mínimo equipaje, que pese poco, y gracias al cual pueda flotar; que cuanto menos oxígeno, cuanta menos turba y sonido, yo creo, menos lastre tendría que soportar el alma, porque hasta en mis fantasías de libertad y de lo efímero, el monismo va primero.
No necesitaría tampoco botas. No sé si en el éter uno pasa frío. Huella no hace, eso podría asegurarlo, aunque tampoco la necesita.
Me sentiría así más cómodo como ceniza a la tierra, o como depósito que nutre el lecho, que como polizón de ideas químicas e insustanciales, que ensucian con lo banal del consumo el cauce del río.
Si pudiera vivir del líquen, o del frío, todo estaría dicho. El ser que surca, que se columpia, para el que cualquier dirección es un destino.
“No harás daño”, y dañarás, pero al menos aprenderás por el camino. Eso me digo.
Si fuera perro, o bicho que vuela, al menos no pensaría tanto en ello. Viviría menos, quizás mejor, más prístino, deambulando con sorpresa de cualquier rama en el suelo, porque nada tendría malicia, aunque fuera dañino.
Ni el caos es una escalera, ni quien corre huye del vacío. O sí. Pero tampoco importa demasiado. Que la luz sea una báscula justa: que así importen los despertares cándidos, las risas espontáneas sobre el desorden de todo, y el anochecer humeante y estrellado. Todo pasante, todo limitado. Es la luz y su velocidad lo que los hace preciados.
Es en esa ligereza del ser, yo creo, donde uno sopesa con mayor precisión la falta de artificio.
Porque cuando vuelves a casa, y los rostros de felicidad y victoria dejan de empañar los espejos, cuando caen las llaves en el recibidor con el eco de un cuerpo molido, todo cambia.
Ya no sirve estar entretenido.
Uno ha volado. Otros le han seguido el ritmo. El suelo llano inunda de gravedad el destino.
El tiempo y el espacio, ahora sí, se vuelven relativos. Y cuando la conciencia del paso se activa, cuando el peso, o la ligereza, o ambos, alarman de la arena cayendo, diría yo que no hay vuelta atrás. No hay retorno: un nuevo ser se ha desbloqueado. Que uno acepta que vivir es acercarse al abismo, sobre la nieve y las plantas y, que en el fondo, es algo trascendentalmente legítimo.
No sé estar quieto, ni quiero. Así que si en algún momento cae el cuerpo, yo afirmo, monista convencido, no deben tener miedo; ni se preocupen, porque ya sea como viento o pájaro, de alguna manera me seguiré moviendo.