Vivimos una época de cambios extremadamente rápidos. La velocidad a la que se suceden las modas aumenta al ritmo de la Ley de Moore. Hoy en día es extravagante aquel que no tiene un perfil en las redes sociales, y aun aquellos que están fuera de este ámbito, reciben por otros medios los contenidos divulgados a través de los servicios de internet. Esa «cultura» llega a los rincones menos conectados, cambiando y transformando nuestra percepción temporal. En última instancia, esos cambios rápidos conviven con una cultura de fondo, anterior al dinamismo impuesto en el medio digital.
El problema lo encontramos en la forma de conjugar esas dos velocidades culturales; mientras una avanza vertiginosamente, la otra se mantiene constante, pero afectada por la primera. Nosotros, los seres humanos, incorporamos heurísticos y esquemas durante nuestro desarrollo, los cuales nos permitirán interpretar el mundo de una forma estable, parcelando la realidad según unas reglas asimiladas. A lo largo de la historia, este es el mecanismo que nos ha protegido de amenazas e invasores, difiriendo potenciales peligros de entornos conocidos. Esta manera de construir la realidad inherente a nuestra capacidad de desarrollo, ha sido también la culpable de establecer roles que, aunque durante un tiempo pasado nos han servido para distribuir el trabajo y subsistir en un medio inseguro, ahora no son más que una rémora.
Durante la historia de la humanidad, la construcción de nuestros esquemas se ha desplegado en torno a un sometimiento del hombre sobre la mujer. Sin tener un origen confabulatorio, este dominio se ha extendido hasta llegar a una época en la que carece de todo sentido. Nuestra mayor cultura, conocimientos científicos y comprensión en general, han desembocado en un punto en el que, en aquellos países en la cima del desarrollo, los tres niveles básicos de la Pirámide de Maslow (necesidades fisiológicas, seguridad y afiliación) están perfectamente cubiertos para la mayoría. Gracias a este entorno, tenemos la posibilidad de acceder a los otros dos peldaños: reconocimiento y autorrealización. O al menos debiera ser así.
A estas alturas de la vida, seguimos sin desprendernos de esa cultura de fondo que arrastramos como un cadáver descompuesto, al que nos negamos a abandonar solamente porque nos es conocido. Aquí se muestra que, aunque la cultura superficial aporta cierto movimiento gracias a su energía cinética, es insuficiente hasta que no nos desenganchemos del lastre del pasado. Todavía vemos, como espectadores acostumbrados, la manifestación «tradicional» de aquellos que defienden una separación de roles. Y no sólo porque lo dice la Biblia.
La cultura veloz de Internet, si bien es cierto que no ha ayudado en muchas perspectivas, sí ha sabido proporcionar voz a quienes no la tenían por culpa de esa impermeabilidad de roles. Desde hace más de un siglo, mujeres como Virginia Woolf venían señalando las dificultades intrínsecas de la ausencia de medios para cambiar o revertir una situación injusta. La posición reservada a las mujeres a lo largo de la historia se reducía a entes pasivos. Un individuo sin libertad de movimiento o voluntad, nunca podrá obtener los beneficios generados por su trabajo, y en mitad de un entorno que le difama por imperativo categórico, se encontrará indefenso y resignado a su estado impuesto. Esto puede sonar primitivo, pero es el pan nuestro de cada día. Aun habiendo logrado avances gracias a la red de redes, la palabra «feminismo» sigue incomodando a la mayoría de ciudadanos, y poco o de nada sirve tener toda la información a nuestro alcance, que no hay dios que nos mueva a revisar los esquemas.
La realidad es que no queremos cambiar. Digerimos la cultura rápida porque se nos sirve diluida y en pequeñas dosis, y hay un menú para cada gusto. En la medida de lo posible, aquellos que alcancemos a seguir incorporando información, debemos proporcionar espacio para las personas que nunca han tenido la palabra. Sin voz no hay versión, sin versión no hay crédito, sin crédito no hay oportunidad, y sin oportunidad no hay voz que valga. Esto no significa que tengamos que aceptar todo lo que se nos dice, pero por supuesto la realidad está compuesta de más ingredientes que la obcecación propia y una herencia cultural que huele. A más voces, más puntos de vista, menos personas confinadas y estigmatizadas, y sin duda, más riqueza cultural.
Nunca se nos debe olvidar que la interpretación única se retroalimenta con la falta de oportunidad para los colectivos ajenos a esa visión, manteniendo el estatus quo. Habrá quienes facilitarán este circuito de forma intencional, y habrá quienes lo hagan sumidos en la ignorancia. Lidiar con ese sambenito no es fácil, pero tampoco imposible. Como reza el Principio de Hanlon: «No atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez».