No hay tiempo. Y en la falta de tiempo, a la velocidad creciente a la que transitan nuestras obligaciones, cualquier ofensa se despacha con un dardo automático e irreflexivo. Parece que no queremos tener tiempo, que el silencio o la calma son síntomas de un hastío crónico y patológico, delimitadores de una personalidad homeotérmica. Nos gusta la comida rápida, el vídeo bajo demanda y ser los primeros en dar cuenta de lo bien que lo pasamos en el bautizo de nuestra prima segunda. Instantáneo. Aquí. Ahora.
Pero no nos gusta que nos digan lo importante que es algo que no hacemos habitualmente, o que nunca hemos hecho. Restamos importancia a las dietas, al hábito fumador y a cualquier otra cosa que nos señale como gestionadores negligentes de nuestra propia existencia. Por ello, no es extraño que las recomendaciones de lectura —acto que requiere tiempo, calma y paciencia— queden relegadas ad infinitum, por no dar mil ejemplos de intentos de minimizar su trascendencia:
«En este “día del libro”, después de ver cómo se adora con arrobamiento al fetiche, quiero recordar que “Mein Kampf” es un libro. De nada».
dijo por twitter alguien a quien seguramente no le gusta que le digan que hay que leer.
Pese a todo ello, sí que existen varias razones por las que deberíamos replantear nuestra posición con respecto al acto de leer; nunca de forma inquisitiva y obligatoria, pero sí otorgando el peso que conlleva el mecanismo que más modifica —mediante su omisión o su presencia— nuestra forma de interpretar los límites del mundo.
Nuestro cerebro, por establecer un símil, está estructurado como una arquitectura abierta. Esto viene a significar que, a pesar de las funciones predefinidas a aparecer por nuestro genoma —como cualquiera de nuestros sentidos—, nuestra cabeza alberga un potencial de crecimiento y cambio que se verá modificado en función de factores como nuestro ambiente educativo o nuestras decisiones. Esta plasticidad neuronal nos permite adquirir una elasticidad cognitiva mucho más avanzada que la impuesta “de serie” por la naturaleza. Pues bien, la capacidad lectora no pertenece al conjunto de aquellas aptitudes que aparecerán espontáneamente con nuestro desarrollo. La capacidad lectora necesita ser aprendida.

Esta capacidad de aprendizaje es derivada de la «apertura arquitectónica» antes mencionada. El paulatino contacto con las palabras irá configurando las relaciones entre diversas estructuras de nuestro cerebro, interconectando competencias y abriendo puertas a múltiples talentos que, como decía, no obtendremos “de serie”.
Esta es la teoría, pero ¿qué diferencia hay entre aprender a leer y ejercitar esta capacidad de forma habitual? Una abismal.
«Somos lo que leemos», tal cual. Si leyendo cambian las conexiones de nuestra “sesera”, ¿por qué no iba a cambiar la forma de relacionarnos con lo que hay fuera? Con el ejercicio continuado, nuestra habilidad se irá depurando, aumentando de forma exponencial la capacidad de asimilar nuevos conocimientos y nuevas experiencias. Cada historia leída, cada personaje comprendido, cada perspectiva absorbida, se une a nuestro acervo personal y nutre nuestra óptica de ángulos que seríamos incapaces de apreciar si sólo dependiera de nuestra historia individual.
Cada palabra desgranada y sus matices especializarán el ansia de aprender ese “algo” que nos falta. No se trata sólo de un incremento ponderable sobre la eficiencia, eficacia y velocidad de nuestros procesos mentales (que también). El hábito de lectura conformará un hábito de desafío a cualquier límite que venga impuesto, que esté estipulado por norma. La riqueza de vocabulario y la colección consecuente de apariencias nos aportan una motivación encadenada sobre la necesidad de comprender las vivencias ajenas, con todas las emociones asertivas que nos incitan a alejarnos de la conformidad y nos acercan a los demás.
Por supuesto, no vale leer cualquier cosa. Cuando se habla de un hábito lector, se presupone cierta “calidad” en la literatura leída. El contacto con los libros guiado, pero no coartado, en edades tempranas, desarrollará por su propio peso un interés que desembocará en lecturas de complejidades mayores. Inherente a la riqueza de ese avance y a su experiencia de sustracción, la capacidad de análisis se especializará como herramienta que nos ayude a distinguir los textos enriquecedores de aquellos de los que mejor conviene alejarse. Y esta destreza sólo se obtiene con el continuo contacto con las palabras adecuadas, fuera de toda imposición dogmática por parte de aquellos que las proporcionan.

Aquí encajamos otro problema: el acceso a los libros. Esa interacción bidireccional entre el texto y las experiencias vitales se verá cuantiosamente limitada en función de las posibilidades y el ambiente educativo del catcúmeno. Las responsabilidades que atribuimos de forma aséptica a las malas decisiones o actitudes de las personas ajenas a nosotros, probablemente estén influenciadas por la desventaja educativa que supone el no haber tenido contacto con la diversidad que ofrecen los libros. La desventaja de clase que constituye la falta de perspectivas afecta notablemente la capacidad de deducir y predecir el entorno, prolongando los obstáculos de aquellos con menos oportunidades. Este hándicap supone un claro ejemplo de la importancia de fomentar el hábito lector, que debe ser fijado rápidamente en la educación temprana.
Quien considera la apología de la lectura como un «mero arrobamiento al fetiche» es posible que no vea en ese acto más que un intercambio mercantil de consumo de aquello en lo que está deseando reafirmarse. Como dijo sir Francis Bacon:
«La verdad que con mayor gusto escucha el hombre es aquella que está deseando oír».
La lectura que más nos incomoda es seguramente la que más nos enseñe.
Otro día hablaremos de la importancia, causas y consecuencias de según qué medio proporcione la lectura.