El destino de la lectura — Parte I

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No hay tiem­po. Y en la fal­ta de tiem­po, a la veloci­dad cre­ciente a la que tran­si­tan nues­tras obliga­ciones, cualquier ofen­sa se despacha con un dar­do automáti­co e irreflex­i­vo. Parece que no quer­e­mos ten­er tiem­po, que el silen­cio o la cal­ma son sín­tomas de un hastío cróni­co y patológi­co, delim­i­ta­dores de una per­son­al­i­dad homeotér­mi­ca. Nos gus­ta la comi­da ráp­i­da, el vídeo bajo deman­da y ser los primeros en dar cuen­ta de lo bien que lo pasamos en el bau­ti­zo de nues­tra pri­ma segun­da. Instan­tá­neo. Aquí. Ahora.

      Pero no nos gus­ta que nos digan lo impor­tante que es algo que no hace­mos habit­ual­mente, o que nun­ca hemos hecho. Resta­mos impor­tan­cia a las dietas, al hábito fumador y a cualquier otra cosa que nos señale como ges­tion­adores neg­li­gentes de nues­tra propia exis­ten­cia. Por ello, no es extraño que las recomen­da­ciones de lec­tura —acto que requiere tiem­po, cal­ma y pacien­cia— que­den rel­e­gadas ad infini­tum, por no dar mil ejem­p­los de inten­tos de min­i­mizar su trascendencia:

   «En este “día del libro”, después de ver cómo se ado­ra con arrobamien­to al fetiche, quiero recor­dar que “Mein Kampf” es un libro. De nada».

dijo por twit­ter alguien a quien segu­ra­mente no le gus­ta que le digan que hay que leer.

      Pese a todo ello, sí que exis­ten varias razones por las que deberíamos replantear nues­tra posi­ción con respec­to al acto de leer; nun­ca de for­ma inquis­i­ti­va y oblig­a­to­ria, pero sí otor­gan­do el peso que con­ll­e­va el mecan­is­mo que más mod­i­fi­ca —medi­ante su omisión o su pres­en­cia— nues­tra for­ma de inter­pre­tar los límites del mundo.

      Nue­stro cere­bro, por estable­cer un símil, está estruc­tura­do como una arqui­tec­tura abier­ta. Esto viene a sig­nificar que, a pesar de las fun­ciones pre­definidas a apare­cer por nue­stro geno­ma —como cualquiera de nue­stros sen­ti­dos—, nues­tra cabeza alber­ga un poten­cial de crec­imien­to y cam­bio que se verá mod­i­fi­ca­do en fun­ción de fac­tores como nue­stro ambi­ente educa­ti­vo o nues­tras deci­siones. Esta plas­ti­ci­dad neu­ronal nos per­mite adquirir una elas­ti­ci­dad cog­ni­ti­va mucho más avan­za­da que la impues­ta “de serie” por la nat­u­raleza. Pues bien, la capaci­dad lec­to­ra no pertenece al con­jun­to de aque­l­las apti­tudes que apare­cerán espon­tánea­mente con nue­stro desar­rol­lo. La capaci­dad lec­to­ra nece­si­ta ser apren­di­da.

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      Esta capaci­dad de apren­diza­je es deriva­da de la «aper­tu­ra arqui­tec­tóni­ca» antes men­ciona­da. El pau­lati­no con­tac­to con las pal­abras irá con­fig­u­ran­do las rela­ciones entre diver­sas estruc­turas de nue­stro cere­bro, inter­conectan­do com­pe­ten­cias y abrien­do puer­tas a múlti­ples tal­en­tos que, como decía, no obten­dremos “de serie”.
Esta es la teoría, pero ¿qué difer­en­cia hay entre apren­der a leer y ejerci­tar esta capaci­dad de for­ma habit­u­al? Una abismal.

      «Somos lo que leemos», tal cual. Si leyen­do cam­bian las conex­iones de nues­tra “sesera”, ¿por qué no iba a cam­biar la for­ma de rela­cionarnos con lo que hay fuera? Con el ejer­ci­cio con­tin­u­a­do, nues­tra habil­i­dad se irá depu­ran­do, aumen­tan­do de for­ma expo­nen­cial la capaci­dad de asim­i­lar nuevos conocimien­tos y nuevas expe­ri­en­cias. Cada his­to­ria leí­da, cada per­son­aje com­pren­di­do, cada per­spec­ti­va absorbi­da, se une a nue­stro acer­vo per­son­al y nutre nues­tra ópti­ca de ángu­los que seríamos inca­paces de apre­ciar si sólo dependiera de nues­tra his­to­ria indi­vid­ual.
      Cada pal­abra des­grana­da y sus mat­ices espe­cializarán el ansia de apren­der ese “algo” que nos fal­ta. No se tra­ta sólo de un incre­men­to pon­der­able sobre la efi­cien­cia, efi­ca­cia y veloci­dad de nue­stros pro­ce­sos men­tales (que tam­bién). El hábito de lec­tura con­for­mará un hábito de desafío a cualquier límite que ven­ga impuesto, que esté estip­u­la­do por nor­ma. La riqueza de vocab­u­lario y la colec­ción con­se­cuente de apari­en­cias nos apor­tan una moti­vación enca­de­na­da sobre la necesi­dad de com­pren­der las viven­cias aje­nas, con todas las emo­ciones aserti­vas que nos inci­tan a ale­jarnos de la con­formi­dad y nos acer­can a los demás.

      Por supuesto, no vale leer cualquier cosa. Cuan­do se habla de un hábito lec­tor, se pre­supone cier­ta “cal­i­dad” en la lit­er­atu­ra leí­da. El con­tac­to con los libros guia­do, pero no coar­ta­do, en edades tem­pranas, desar­rol­lará por su pro­pio peso un interés que desem­bo­cará en lec­turas de com­ple­ji­dades may­ores. Inher­ente a la riqueza de ese avance y a su expe­ri­en­cia de sus­trac­ción, la capaci­dad de análi­sis se espe­cializará como her­ramien­ta que nos ayude a dis­tin­guir los tex­tos enrique­ce­dores de aque­l­los de los que mejor con­viene ale­jarse. Y esta destreza sólo se obtiene con el con­tin­uo con­tac­to con las pal­abras ade­cuadas, fuera de toda imposi­ción dog­máti­ca por parte de aque­l­los que las proporcionan.

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      Aquí enca­jamos otro prob­le­ma: el acce­so a los libros. Esa inter­ac­ción bidi­rec­cional entre el tex­to y las expe­ri­en­cias vitales se verá cuan­tiosa­mente lim­i­ta­da en fun­ción de las posi­bil­i­dades y el ambi­ente educa­ti­vo del catcú­meno. Las respon­s­abil­i­dades que atribuimos de for­ma asép­ti­ca a las malas deci­siones o acti­tudes de las per­sonas aje­nas a nosotros, prob­a­ble­mente estén influ­en­ci­adas por la desven­ta­ja educa­ti­va que supone el no haber tenido con­tac­to con la diver­si­dad que ofre­cen los libros. La desven­ta­ja de clase que con­sti­tuye la fal­ta de per­spec­ti­vas afec­ta notable­mente la capaci­dad de deducir y pre­de­cir el entorno, pro­lon­gan­do los obstácu­los de aque­l­los con menos opor­tu­nidades. Este hánd­i­cap supone un claro ejem­p­lo de la impor­tan­cia de fomen­tar el hábito lec­tor, que debe ser fija­do ráp­i­da­mente en la edu­cación temprana.

      Quien con­sid­era la apología de la lec­tura como un «mero arrobamien­to al fetiche» es posi­ble que no vea en ese acto más que un inter­cam­bio mer­can­til de con­sumo de aque­l­lo en lo que está dese­an­do reafir­marse. Como dijo sir Fran­cis Bacon: 

   «La ver­dad que con may­or gus­to escucha el hom­bre es aque­l­la que está dese­an­do oír».

      La lec­tura que más nos inco­mo­da es segu­ra­mente la que más nos enseñe.

      Otro día hablare­mos de la impor­tan­cia, causas y con­se­cuen­cias de según qué medio pro­por­cione la lectura.

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