Notificaciones inmediatas, información al instante en prácticamente cualquier medio, y contacto ininterrumpido con nuestros seres queridos (y con los no tan queridos). En nuestro contexto diario recibimos un constante asedio de datos demandados y no buscados, y aunque nosotros, en esa rapidez intrínseca al modo de vida contemporáneo, no nos demos cuenta, todo ello afecta a nuestra capacidad de interpretar y resolver los conflictos que se nos presentan. Y nuestro cerebro se resiente con ello.
En mi reseña de Fahrenheit 451, apenas abordaba la implicación de su moraleja en nuestra realidad actual. Guy Montag, ese cualquiera que se sintió incómodo y quiso saber más, se encontró frente a un entorno mediatizado y perpetuamente conectado, donde sus allegados solamente se interesaban por fruslerías superficiales que les mantenían alienados. Ray Bradbury, alardeando de oráculo, se adelantaba varias decenas de años al desarrollo de la tecnología de la información que hoy es para nosotros algo normal.
Pero, ¿son tan nefastos estos avances como parecen? ¿Se pueden defender sus ventajas a pesar de sus notables efectos negativos sobre nuestra cognición?
No es nada infrecuente encontrarse con individuos que comparten noticias o declaraciones de este medio o aquel que, dejándose llevar por el clickbait, afirman de forma presuntuosa en el titular cualquier necedad, para luego declarar lo contrario en el cuerpo de la noticia. Este tipo de fake news son cada vez más frecuentes, y suponen una suculenta fuente de beneficios a costa de todos los necios que pican el anzuelo (me incluyo).
Hay muchos ejemplos que confirman la tendencia a colaborar con la difusión de información que solamente busca reafirmarnos en una posición política o social, sea verdad o no. Y no nos importa que se contradiga con algo que hemos dicho o respaldado con anterioridad, mientras defienda nuestros intereses.
A priori, no se trata de algún tipo de defecto de fábrica en nuestra capacidad analítica. Se trata de un deterioro progresivo en el hábito de analizar lo que leemos, lo que vemos, o lo que pensamos. En el acto de recibir y proporcionar un suministro perpetuo de información, dedicamos una cantidad de tiempo mucho menor a analizar y contextualizar sus implicaciones. En este proceso de acortar el período de transmisión, el lenguaje debe sufrir imperativamente una degradación que nos permita difundirlo más rápido. Los emojis, los límites de palabras o los propios eslóganes, erosionan el lenguaje y con él, nuestro propio pensamiento complejo. ¿Para qué vamos a mantener algo que no necesitamos?

La utilización del lenguaje sin inteligencia era una de las cuestiones que más preocupaban a Sócrates. «Sí, otra vez un viejo en bata que lleva muerto mucho tiempo», podría ser perfectamente un tweet de algún sabelotodo que descontextualiza cualquier afirmación que se oponga a su modo de ver la vida.
Sin asimilar y acomodar esa información, nos reducimos a meros sujetos pasivos, consumidores incapaces de mejorar. Se podría alegar que esto no es así siempre, que las redes sociales nos permiten poner en contacto con nuevas formas de pensamiento, acercándonos a un aprendizaje que de otra forma no hubiera sido posible. Pero la realidad es bastante más decepcionante. La mayoría de la evolución social se produce en entornos cerrados, en aquellos ámbitos que nos afectan de forma particular como individuos, diferentes para cada uno. Ya no sólo por el propio funcionamiento de las redes, que nos muestran aquello que queremos ver, sino por nuestra voluntad de reafirmar el pensamiento a expensas del contrario, nos polarizamos en sectores cada vez más disgregados y exaltados, todos ellos bien alimentados por la maquinaria del mercado.
Esas son las “minorías” que se mencionan en Fahrenheit 451. Son todos los grupos en los que está dividida la sociedad, parcialmente desinformados y obcecados en una información que ratifica sus opiniones, y que no tienen tiempo (o no quieren tenerlo) para desgañitarse en un análisis mucho más exhaustivo y embrollado de problemas que lo necesitan para su solución.
La posverdad es un término relativamente nuevo, pero está presente en las relaciones sociales y políticas desde que el mundo es mundo. No nos interesa desmentir algo que nos beneficia indirectamente, y es un instrumento muy jugoso para llevar las mentiras a las cabezas de la mayoría de la población. Al fin y al cabo, los totalitarismos y fascismos no surgen por generación espontánea. El pensamiento fanático, esa quema de libros interna e inconsciente, es consecuencia de la aceptación parcial de la realidad que nos beneficia —o creemos que nos beneficia— directamente.
Las pantallas, aparte de ser un medio que afecta a nuestra visión con una exposición prolongada, no nos proporcionan el tiempo y la motivación suficientes. El exceso de opciones afecta a la profundidad de la concentración, como se ha demostrado en los estudios sobre los perjuicios de la multitarea. Las redes sociales son una herramienta poderosísima, y que llevadas con responsabilidad y conocimiento de causa suponen un beneficio incalculable a la difusión del conocimiento. Lamentablemente, no se han instaurado en la mejor época, y a pesar de lo que nos convenga creer, contribuyen de forma contundente a una alienación gradual.
Diré que #NotInAllCases, no vaya a ser que alguien se ofenda.
Quizás este alegato esté incompleto, o enfatice demasiado la visión pesimista de nuestras circunstancias. La red de redes ha supuesto un avance considerable en el alcance de nuestra visión global, normalizando posturas que antes se condenaban injustamente. Pero no nos podemos quedar en la superficie. El proceso de lectura (y también escritura) alejado de ventanas emergentes y otras distracciones, recrea la dialéctica y facilita el diálogo interior de la reflexión que de otro modo se obstaculiza. En esa bidireccionalidad del pensar por nosotros mismos radica el verdadero avance.
Contrariamente a lo que se promulga en el mundo de Fahrenheit, usemos más botones y menos cremalleras para disponer de más tiempo para filosofar.