El destino de la lectura — Parte II

pantalla-libro

Noti­fi­ca­ciones inmedi­atas, infor­ma­ción al instante en prác­ti­ca­mente cualquier medio, y con­tac­to inin­ter­rumpi­do con nue­stros seres queri­dos (y con los no tan queri­dos). En nue­stro con­tex­to diario recibi­mos un con­stante ase­dio de datos deman­da­dos y no bus­ca­dos, y aunque nosotros, en esa rapi­dez intrínse­ca al modo de vida con­tem­porá­neo, no nos demos cuen­ta, todo ello afec­ta a nues­tra capaci­dad de inter­pre­tar y resolver los con­flic­tos que se nos pre­sen­tan. Y nue­stro cere­bro se resiente con ello.

      En mi reseña de Fahren­heit 451, ape­nas abor­d­a­ba la impli­cación de su morale­ja en nues­tra real­i­dad actu­al. Guy Mon­tag, ese cualquiera que se sin­tió incó­mo­do y quiso saber más, se encon­tró frente a un entorno medi­a­ti­za­do y per­pet­u­a­mente conec­ta­do, donde sus alle­ga­dos sola­mente se interesa­ban por fruslerías super­fi­ciales que les man­tenían alien­ados. Ray Brad­bury, alarde­an­do de orácu­lo, se ade­lanta­ba varias dece­nas de años al desar­rol­lo de la tec­nología de la infor­ma­ción que hoy es para nosotros algo nor­mal.
      Pero, ¿son tan nefas­tos estos avances como pare­cen? ¿Se pueden defend­er sus ven­ta­jas a pesar de sus nota­bles efec­tos neg­a­tivos sobre nues­tra cognición?

      No es nada infre­cuente encon­trarse con indi­vid­u­os que com­parten noti­cias o declara­ciones de este medio o aquel que, deján­dose lle­var por el click­bait, afir­man de for­ma pre­sun­tu­osa en el tit­u­lar cualquier necedad, para luego declarar lo con­trario en el cuer­po de la noti­cia. Este tipo de fake news son cada vez más fre­cuentes, y supo­nen una sucu­len­ta fuente de ben­efi­cios a cos­ta de todos los necios que pican el anzue­lo (me incluyo).
      Hay muchos ejem­p­los que con­fir­man la ten­den­cia a colab­o­rar con la difusión de infor­ma­ción que sola­mente bus­ca reafir­marnos en una posi­ción políti­ca o social, sea ver­dad o no. Y no nos impor­ta que se con­tr­a­di­ga con algo que hemos dicho o respal­da­do con ante­ri­or­i­dad, mien­tras defien­da nue­stros intereses.

      A pri­ori, no se tra­ta de algún tipo de defec­to de fábri­ca en nues­tra capaci­dad analíti­ca. Se tra­ta de un dete­ri­oro pro­gre­si­vo en el hábito de analizar lo que leemos, lo que vemos, o lo que pen­samos.  En el acto de recibir y pro­por­cionar un sum­in­istro per­petuo de infor­ma­ción, dedicamos una can­ti­dad de tiem­po mucho menor a analizar y con­tex­tu­alizar sus impli­ca­ciones. En este pro­ce­so de acor­tar el perío­do de trans­misión, el lengua­je debe sufrir imper­a­ti­va­mente una degradación que nos per­mi­ta difundir­lo más rápi­do. Los emo­jis, los límites de pal­abras o los pro­pios esló­ganes, ero­sio­n­an el lengua­je y con él, nue­stro pro­pio pen­samien­to com­ple­jo. ¿Para qué vamos a man­ten­er algo que no necesitamos?

pantalla-libro

      La uti­lización del lengua­je sin inteligen­cia era una de las cues­tiones que más pre­ocu­pa­ban a Sócrates. «Sí, otra vez un viejo en bata que lle­va muer­to mucho tiem­po», podría ser per­fec­ta­mente un tweet de algún sabe­loto­do que descon­tex­tu­al­iza cualquier afir­ma­ción que se opon­ga a su modo de ver la vida.
      Sin asim­i­lar y aco­modar esa infor­ma­ción, nos reduci­mos a meros suje­tos pasivos, con­sum­i­dores inca­paces de mejo­rar. Se podría ale­gar que esto no es así siem­pre, que las redes sociales nos per­miten pon­er en con­tac­to con nuevas for­mas de pen­samien­to, acer­cán­donos a un apren­diza­je que de otra for­ma no hubiera sido posi­ble. Pero la real­i­dad es bas­tante más decep­cio­nante. La may­oría de la evolu­ción social se pro­duce en entornos cer­ra­dos, en aque­l­los ámbitos que nos afectan de for­ma par­tic­u­lar como indi­vid­u­os, difer­entes para cada uno. Ya no sólo por el pro­pio fun­cionamien­to de las redes, que nos mues­tran aque­l­lo que quer­e­mos ver, sino por nues­tra vol­un­tad de reafir­mar el pen­samien­to a expen­sas del con­trario, nos polar­izamos en sec­tores cada vez más dis­gre­ga­dos y exal­ta­dos, todos ellos bien ali­men­ta­dos por la maquinar­ia del mer­ca­do.
      Esas son las “minorías” que se men­cio­nan en Fahren­heit 451. Son todos los gru­pos en los que está divi­di­da la sociedad, par­cial­mente desin­for­ma­dos y obceca­dos en una infor­ma­ción que rat­i­fi­ca sus opin­iones, y que no tienen tiem­po (o no quieren ten­er­lo) para des­gañi­tarse en un análi­sis mucho más exhaus­ti­vo y embrol­la­do de prob­le­mas que lo nece­si­tan para su solución.

      La posver­dad es un tér­mi­no rel­a­ti­va­mente nue­vo, pero está pre­sente en las rela­ciones sociales y políti­cas des­de que el mun­do es mun­do. No nos intere­sa des­men­tir algo que nos ben­e­fi­cia indi­rec­ta­mente, y es un instru­men­to muy jugoso para lle­var las men­ti­ras a las cabezas de la may­oría de la población. Al fin y al cabo, los total­i­taris­mos y fas­cis­mos no sur­gen por gen­eración espon­tánea. El pen­samien­to fanáti­co, esa que­ma de libros inter­na e incon­sciente, es con­se­cuen­cia de la aceptación par­cial de la real­i­dad que nos ben­e­fi­cia —o creemos que nos ben­e­fi­cia— directamente.

      Las pan­tallas, aparte de ser un medio que afec­ta a nues­tra visión con una exposi­ción pro­lon­ga­da, no nos pro­por­cio­nan el tiem­po y la moti­vación sufi­cientes. El exce­so de opciones afec­ta a la pro­fun­di­dad de la con­cen­tración, como se ha demostra­do en los estu­dios sobre los per­juicios de la mul­titarea. Las redes sociales son una her­ramien­ta poderosísi­ma, y que lle­vadas con respon­s­abil­i­dad y conocimien­to de causa supo­nen un ben­efi­cio incal­cu­la­ble a la difusión del conocimien­to. Lam­en­ta­ble­mente, no se han instau­ra­do en la mejor época, y a pesar de lo que nos con­ven­ga creer, con­tribuyen de for­ma con­tun­dente a una alien­ación grad­ual.
      Diré que #NotI­nAll­Cas­es, no vaya a ser que alguien se ofenda.

      Quizás este ale­ga­to esté incom­ple­to, o enfat­ice demasi­a­do la visión pes­imista de nues­tras cir­cun­stan­cias. La red de redes ha supuesto un avance con­sid­er­able en el alcance de nues­tra visión glob­al, nor­mal­izan­do pos­turas que antes se con­den­a­ban injus­ta­mente. Pero no nos podemos quedar en la super­fi­cie. El pro­ce­so de lec­tura (y tam­bién escrit­u­ra) ale­ja­do de ven­tanas emer­gentes y otras dis­trac­ciones, recrea la dialéc­ti­ca y facili­ta el diál­o­go inte­ri­or de la reflex­ión que de otro modo se obsta­c­uliza. En esa bidi­rec­cional­i­dad del pen­sar por nosotros mis­mos rad­i­ca el ver­dadero avance.
      Con­trari­a­mente a lo que se pro­mul­ga en el mun­do de Fahren­heit, use­mos más botones y menos cre­malleras para dispon­er de más tiem­po para filosofar.

Com­parte:

Deja una respuesta