Distrito de los pájaros

Sobre las can­ciones que sue­nan, porque due­len, como las vie­jas cica­tri­ces de tor­men­ta, en for­ma de espe­jo. Sobre eso can­tan los pájaros.
Son sus reglas, y no me creo con la com­pe­ten­cia nece­saria como para siquiera ajus­tar­las. Se sabe de la mañana y de la ausen­cia de nubes porque traspasan mis muros de piedra. Les escu­cho, infiero algún tipo de excitación por cómo recla­man, pero no voy más allá.
Lo mis­mo me pasa al repro­ducir un tema aleato­rio, como quien saca una car­ta bocaba­jo, inten­tan­do escu­d­riñar las inten­ciones del azar. Cae el estri­bil­lo por el lado de la mer­me­la­da.
Yo, que tan­ta esti­ma me ten­go, me pre­gun­to si quiero can­tar o si todavía no es la can­ción ade­cua­da: esa que sin­te­ti­zaría un nue­vo ele­men­to quími­co; que sacaría a relu­cir todas las tram­pas de un pre­sente que, de fac­to, ya pasó. 

Anoche se ponía el sol por el retro­vi­sor, como quien se escab­ulle cuan­do el obser­vador no mira. Redu­je la veloci­dad; que supiera que me esta­ba olien­do la tosta­da. “Qué quieres. Qué bus­cas”, me sug­ería. Y yo, que de adi­vi­no ten­go las úni­cas men­ti­ras que tienen la for­tu­na de acer­tar en el agu­jero, acel­eré y dejé de mirar.
En ple­na autopista, y por la noche, los pájaros comen­zaron a cantar.

Com­parte:

Deja una respuesta