¿Y la Idea? La Idea va a la par. Cualquiera pondría tierra de por medio con aquel que deliberadamente quiere arriesgarlo todo por una vista; por una infusión de nieve solitaria.
Es que, al respecto, nada justifica la vida. Ni la muerte. Pero nos tenemos en muy alta estima. Somos altaneros, y confundimos la comprensión con la deferencia. No vemos las líneas, las cuentas, pero ahí están. Prefaciando. Insoslayables.
Asumo el protocolo de lo justo y necesario, con su objetivo primordial: que no se deje llevar por las necesidades impuestas.
Los personajes, en sus diferentes latitudes, no se eximen de admirarse entre ellos, pese a que no haya apenas contacto; aunque sólo medien unas pocas palabras, y que, lejos de lo sexual ―o por encima de ello―, disfruten de la calidez de un glauco resplandor: de saber que otros seres existen fuera de su órbita, mereciendo, sin buscarlo, la feliz lasitud de una existencia astral.
No se me olvida que la principal moneda de este juego es el tiempo, y que cualquier estrategia tomada ha de arreglarse con vistas a emplear su dispendio futuro de la manera más eficiente posible.
Por tanto, me pregunto: ¿Soy digno de ello o quizá lo he convertido en una excusa más para reforzar mi argumento de no pertenecer al Gremio de los Comunes? El tiempo, tal moneda relativa, fluctúa su valor según la carta de una infinitud de variables morales. Porque, ¿podría compararse la apuesta final de un neurótico, mitómano de sus movimientos, con los breves minutos de ociosidad que recupera aquel que se ha sentido libre regalando su artesanía? ¿Son mi rebeldía y progreso causa de las elecciones conductuales ―un triunfo―, o simplemente han caído en el hueco adecuado de la indiferencia por la inevitabilidad de la era que habito?
Y es que percibo que ya sólo me interesa la atemporalidad, la dureza objetiva.
Curioso objeto de atención para un psicólogo.
En este momento, las fotografías saben a daguerrotipos alcalinos, a placas cetrinas con grupúsculos de manchas de material ácido. Es el río que diverge, y que cada vez suena menos a eterno retorno.
Muchos van perdiendo la energía que necesita la madera para navegar. Encuentran riscos y bahías desnudas, pero bien seguras, conectadas con el tráfico de ultramar que sólo provee de intelectualidad procesada. Huele a que tales fraternidades sólo volverán para conciliábulos de mesa precocinada, de protocolario ocio una tarde como otra cualquiera, y que terminarán con el silencio de los cubiertos cruzados y miradas incómodas.
Así no se desentraña el mundo. Así se muere en vida.
El concepto de instruir me es condicionado. Se paga el servicio y, a estas alturas de mi vida, sé que no quiero servir. No concibo un servilismo bueno. No me trago las bondades tras el eslogan de la causa mayor. ¿Lucha? Quizá demasiado beligerante, demasiado panfletario. Yo quiero plantar, y regar, y tejer, y labrar. Las mentes dispuestas siguen siendo tierra fértil. Ansío regarlas y nutrirlas. Aprovechar sus injertos. Tutelarme en mi crecimiento, y moverme junto a ellas bajo el sol que clorofila. Quiero desvelar los elementos. Alquimia del movimiento. Porque las verdades acrílicas no me sirven. Las verdades al óleo son maleables, germinan. Y para germinar se necesita arcilla, y no hormigón o cemento.
Sostengo que la ambición ha de tener un sentido. Una historia de orígenes. La respiración en silencio tras un prólogo extenso y detallado. Lo que yo quiero es esa perspectiva. Vistas. Mapas tridimensionales de mi ser. La avidez de logros por sí misma me parece la conclusión más impulsiva y vana. Un relato sin motivaciones.
No. Mi ad Astra per aspera es de los de subir escaleras, de los de trepadas verticales hasta el siguiente hito. El del sudor que orea los mares de nubes.
Tras la página en blanco que resume la pausa de casi tres décadas de desconocer. ¿Qué viene luego? ¿Se trata sólo de volverse más fuerte? ¿Más sabio? ¿Así? ¿A granel? ¿No tendría que empezar ahora el verdadero monomito?
En realidad, la emancipación es tan losa como es liberación. Como órgano esterilizado es aberrante. No tendría sentido si el resultado fuera benévolo. No valdría un desarraigo en el mundo.
¿La pastilla roja o la azul? El proyecto en el medio natural, la existencia fuera de la gran conexión… Habría que resucitar la capacidad para interpretar un batiburrillo de árida y dulce verdad. El poder consistiría en el estudio de un híbrido inyectable en varios plazos.
Ahora va la investigación. Ahora va el aprovisionamiento. Huir nunca fue de cobardes. Y como vivir no es una experiencia de servicio, sino un estado, no posee ―en realidad― metas o valores cuantificables que obligatoriamente haya que cumplir. Esta será la única cuaderna que vertebre la narrativa. Por ello, es preciso recordar que, según Todorov, lo maravilloso se ha de entender como “la oscilación entre lo real y lo sobrenatural, capaz de provocar incertidumbre perceptiva en el lector, y vacilación con respecto a lo conocido, lo explicable, inmediato y real”.
Ahora va lo maravilloso. Los pueblos perdidos, las lenguas extrañas, salivas dulces y carreras entre los tejidos de la naturaleza. Lugares huérfanos de patrias, que llaman con sus ecos a través del musgo o la lluvia.

Se me escapa la importancia de mí mismo; me veo más como dilema matemático que como ente escaladamente físico. Soy como el barco de Teseo: cada ancla de la identidad ha sido restaurada mediante jirones de otros aceros nuevos, recolocados en coordenadas más propicias. Sigo siendo el mismo, porque mi crónica está jalonada por balizas, por hitos del dolor y fronteras de confianza. Es mi conciencia histórica de la geología y de la química; y yo, carcasa vigilante de los altos hornos en los cuales se fraguaron las actuales placas tectónicas de mi permanecer, sólo conservo el nombre a través de los tiempos, como prueba fehaciente de que, alguien, en algún momento, descubrió al mundo este cúmulo de carne. Fui Pangea y presido las Naciones de mi cuerpo, y quién sabe cuál será el cataclismo que imprima mi ocaso celular, o qué capas fosilizadas quedarán para el recuerdo. Nunca, por tanto, he sido ―ni seré― alguien, y como mucho, puedo aspirar a ser algo.
Pero lo mejor de todo es: en el prólogo de mi vida conseguí estar en paz con ello.
Así, las historias jamás querrán ser insertos del tiempo. No se puede liberar a alguien de su propio final. Se sigue de ello que no es arrebatable el alivio. Sólo me contentaría de violentar las cadenas de quien pueda beber el agua que transforma el horror cósmico de existir en otro reto más afable, más franco.
No es una obligación, ni tampoco un derecho. ¿Se debe ser beneficioso para la sociedad, o simplemente no resultar nocivo para ella? Me pregunto si mantener los vínculos por autobiográficos sólo ayuda a dispensar un calor ácimo y parduzco.
Una cueva, un hueco tras la roca, promete más descanso, más florecimiento, y menos trivialidad. Porque el lecho, al final del día, es una critatura salvaje y primaria; un centro de gravedad. Todo lo que rodea al lecho es leyenda. Todo lo que acontece fuera de él necesita de un planisferio que comprenda.
El prólogo, para libar una buena historia al volver el lomo, no debe procurar un sudor al servicio de la nada. El prefacio de uno mismo debe ser consciente, un distintivo del sobrevivir. Debe explicar, sin condescendencia, los vacíos y las pausas de la trama. Debe restaurar las tribulaciones venideras. Y sobre todo, tallar en los huesos ―los cimientos de la memoria― que el miedo es un pantano sobre el que hacer interesante el navegar.