El bien de altura

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Vuelve a atarde­cer tarde, como bien dic­ta la tau­tología. Y la mier­da pesa cuan­do tiene que pesar, que es sin fuerzas, roto el albor, al últi­mo ester­tor de las golon­dri­nas.
Aho­ra uno se acues­ta cuan­do se tiene que acostar, con las célu­las dis­pues­tas al sueño, y las fan­tasías de glo­ria o deseo preparadas.
Que el dis­paro suene cuan­do la luz pide la hora.

Que el pro­pio tor­men­to acu­da al ale­ga­to como el cor­to­cir­cuito de las ver­dades que me digo, y de los susurros que me inven­to. Todos y cada uno de los hitos han desem­bo­ca­do en la sinéc­doque de mis restos; yo me expli­co a tro­zos, a partes con­sti­tu­ti­vas que fueron grandes leyes, y aho­ra se extien­den ante mí como meras lagu­nas en el ter­reno.
Ter­ri­bles son las noti­cias, pero más ter­ri­ble es estar solo, sin la com­pañía de uno mis­mo, o sin los otros seme­jantes que acu­nan el duelo. 

Hoy son los cal­en­dar­ios en los que uno sumerge el cal­lo, y que se der­rite en la lava. El con­tac­to con la penuria silen­ciosa, la que se mueve y titi­la, que inclu­so acom­paña a un sol radi­ante. Es la des­dicha que está en todos lados, y en todos los tiem­pos: los pul­mones que a duras penas res­pi­ran, las venas que exu­dan reclamo por el calor de un vien­tre cóm­plice, los amores que te aban­do­nan, la caí­da imper­cep­ti­ble de todos tus her­manos, y en gen­er­al, la der­ro­ta del mun­do.
Así, si una gui­tar­ra sue­na, más tiene que ver con la posi­bil­i­dad o la furia, que porque ale­gre­mente se lo per­mi­tan. Quien hace vibrar el vien­to, lo rompe, lo des­or­de­na; lo aturde para pro­ducir otra músi­ca de las cosas, para engen­drar una ilusión que deja de ser aje­na. Igual que el lien­zo sobre el cabal­lete, que supli­ca más pin­tu­ra, para com­ple­tar un espa­cio en la mente que solo a través de él existe, como lo que se renue­va con tin­ta reseca. 

El peor día de todos es aquel en el que la luz no se entur­bia por las nubes, y bien bril­la jun­to al piar de los nidos, como si toda esa sin­fonía pro­tec­to­ra, que ocu­pa cada resquicio del hue­so y del ser, no pudiera ape­nas ocul­tar los lazos rotos, las miradas lejanas o la apatía condi­ciona­da. El peor día es el mejor de ellos que, sin embar­go, no lo fue. O no pudo ser­lo.
Un arte como el de amar es doloroso por puro ver­bo y necesi­dad. Es un vol­cán hela­do, aten­to y dis­puesto, de esos que vig­i­lan Islandia. Porque para poder sal­var al resto, a los ama­dos, ha de sal­varse primero uno mis­mo; al arte de amar lo gob­ier­na una tram­pa lóg­i­ca.
El resto de direc­tri­ces no se pueden grabar en piedra. Sólo viv­en a expen­sas de los últi­mos despier­tos. Si encon­traran un pasaje con un con­se­jo, o una sug­eren­cia, sería este:


Agar­ra todas esas mentes que no duer­men, que no cier­ran los ojos ante el destel­lo o la niebla hela­da; los labios que pien­san, porque mueren si no se besan. Agar­ra todas esas mentes que reco­gen las piezas del silen­cio y las acu­nan has­ta que vue­lan. Porque cuan­do ten­gas que arran­car­te las astil­las del Vivo, cuan­do a duras penas lave el río las heri­das abier­tas, vas a quer­er ten­er a tu lado a alguien que no cer­ró los ojos, y que entiende el peso que se esconde en el destier­ro de quien amputó toda la fuerza grav­i­ta­to­ria de sus penas. 

Al final uno tiene que ele­gir entre con­vivir con el mal de altura o some­terse ante el sopor de la bajeza.
Muchos se fueron sin irse, otros lla­man a la puer­ta. La pri­mav­era siem­pre vuelve, y con ella, el vig­or de las ramas, la lla­ma de las zan­cadas, y la flor de la fuerza.

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