El silencio corroía todo el espacio. Lloraba, pero no ocurría el sonido. El charco de lágrimas a sus pies no era más que un testimonio fugaz de su crimen. Tiritando, con carámbanos por huesos, zozobraba en aquel suelo de piedra impregnado por el hedor de la muerte. El frío se alejaba de nuevo, tras horas de martirio en pos de la intemperie. Sus uñas se resquebrajaban con cada segundo que el tiempo movía. Sólo él quedaba ahora y cada vez era más consciente de ello.
Una sombra rojiza se reflejaba en sus ojos, abiertos de par en par, inertes y a la vez más vivos que nunca. Y la consecuencia bañaba su rostro en alaridos silentes y ahogados, pues nunca más volvería a ver llena de vida aquella sala. Infinitos bailes, infinitos romances e infinitos secretos se hundían en la memoria; nadie vivía ya para escucharlos.

Con el arma asida aún en su mano, tan prieta que ni dolor sentía, continuaba tartamudeando de forma aspaventosa. Mil violines entumecían su ya deteriorada mente, tan coordinados y estremecedores, como irreales e inexistentes. Divagaba con su mirada a lo largo de las columnas de piedra que sujetaban el techo abovedado, intentando todavía buscar algún testigo de su asesinato, pero solamente le respondía la sonrisa macabra de una densa oscuridad. Las estanterías vacías, víctimas de un pillaje a contrarreloj, alentaban con aún más fuerza la desesperación del viejo.
«¡Asesino! ¡Asesino!», podía escuchar desde el interior de sus entrañas. Mordía su propia carne rabioso, el hombre que un día fue respetado. Se encorvaba dolorido levantando su propia piel por el roce producido contra el suelo de piedra. Se sentó al fin, y con las mejillas aún humedecidas por el rocío de su propia purga, clamó.
Clamó odio y fuego.
Clamó oscuridad y dolor.
Clamó impotencia y pesadumbre.
Él no había buscado ese final; simplemente no encontró otra solución.
Si no perecía él primero, lo hubieran hecho los que antaño amaba. ¿Qué otro remedio quedaba? Ya tranquilo y consciente de su magnicidio, afrontaba sus últimas horas contemplando los restos de sus amigos. El vaho huía violentado de su agrietada boca y desaparecía en el aire, fusionándose con las motas de polvo que se dejaban mecer en el espacio.
Nadie podría juzgarle. Ansiaba ser condenado, pero nadie podría llevarlo a cabo. El tiempo trajo lo que el espacio buscó. Toda la humanidad era consciente de las reglas y continuó con el juego. El viejo y sus amigos lo advirtieron, pero nadie les hizo caso. Fueron tratados como antiguallas sin sentido; profetas avocados a la perdición y al desuso de sus palabras. ¿Entonces por qué lloraba? Ellos se lo habían buscado. Nadie les echó de menos antes, y nadie quedaría ahora.
Y por pura indignación, sin ninguna flaqueza ni meditación, quebró su propio cuello. Entonces su mente se perdió. Un limbo de amargura se tragó el resto de su consciencia, elevándolo del suelo y reuniéndolo con la oscuridad. Y con su cuerpo aún caliente y congelado, sin nadie que pudiera dar testimonio del último atentado de la humanidad, continuó crepitando.
Continuó crepitando la hoguera. La hoguera encendida con la última esperanza del ser humano: la vida. La esperanza que quemaba y proveía de combustible las llamas de la nada y del todo. Las llamas de la nada y el todo que fulguraban por última vez, iluminando de forma intermitente las columnas de piedra. Esas columnas de piedra que sujetaban con una firmeza ya innecesaria las estanterías vacías. Unas estanterías vacías desprovistas de todo amigo.
La sangre borbotaba negra recorriendo los surcos de las losas de piedra. Los cuerpos restallaban dentro del fuego, sin la vida que antes albergaron. Y en el momento en el que la hoguera se apagó, las retinas vacías del viejo aún continuaban fijas. Fijas e impasibles ante una montaña de lo que fueron los últimos libros de la última biblioteca.