Salió de la escopetera, con un uniforme zurcido por los látigos. De la voluntad hablo.
No volvería atrás, ni aunque pudiera salvar los mástiles que ahora paseo grapados, y que de malas maneras soportan la presencia de los trajes nuevos. La conciencia de los besos no me hizo andar menos encorvado, y ahora, para respirar en la dirección del viento, hago de mí mismo un sastre. Siento orgullo, porque aprendí a reírme de lo que devuelve el espejo.
Sin embargo, todavía hay días que tiemblan, cuando pienso en el “¿Y luego?”. No por la incertidumbre del tiempo de-generado; más bien debido a la hiperconciencia en el advertir que necesitaré más, y de que, a pesar de ello, llegaré a mi asíntota de lo capaz. Porque, por más cojones que le eche, volar no puedo.
Da pavor despegar en los días de niebla.
¿Hasta dónde se prolonga la ambición por revelar el mapa? Hay días en que me da miedo saberlo. Días de vértigo al observar. Al saber que ya se tomó la decisión en el fuero interno.
Tendrá que llegar el alba en que les diga a mis padres que no pasa nada, que hicieron lo que mejor supieron. Algo me dice que por algún cromosoma raro, nací medio decepcionado, como si adviniese los fondos rotos de todo el que quiere ser algo. No sé si cambiará algo para mí. Ya zurcí la piel en su momento. Y los amarres tienen suficiente pertrecho, yo creo. No creo que se caiga el cielo; los caminos de barro seguirán ahí.
Quise ser el mejor, y agarrar la excelencia, igual que absorbía bidones de letras, las mismas que se quedaban fosilizadas sin esfuerzo. Quise ser el más fuerte. Y ahora sólo quiero vivir lo que siento.
Acepto que la conclusión a la que se llega, antes de frenar tarde sobre el abismo, es la de deambular con gracia, queriendo y curando, si acaso. No sobran los que sacan una carcajada, así como si nada, agarrándola del viento. Curiosamente, no hay ninguna protección mejor que el traje nuevo del emperador; que yendo desnudo no hay vueltas, ni torceduras.
Sólo acepto una cronología: Antes de la montaña y Después de la montaña. El resto de marcas vitales las puedo colocar de manera difusa, entre el sufrimiento inherente a encajar bajo unos conceptos que me eran totalmente insustanciales, y la ambición por resolver los interrogantes del placer.
Me pregunto qué argamasa se debe utilizar para que el propio gusto no sea una serie de ladrillos clasificables. No quiero ser un expositor de mi propia orfebrería. Tampoco soy el tipo de persona que espera su pensión. Yo ya crecí. Y ahora media lo que queda antes de la desintegración. Se me da mal ocultar las emociones demasiado tiempo.
Sería un esclavo pésimo.
No me gustaría cerrar la puerta con rabia. Que el piano no ceje en su quejido.
Por la noche uno nunca sabe qué pensar. Por la noche, la luz es más propensa a revelar las cosas que están soldadas a los huesos; de algún lado nacen las sombras telúricas, y los hilos que se engarzan en las articulaciones, que de vez en cuando siento que yo no muevo.
Es exasperante no caer en la tentación de responder ante ese eco. Ignorarlo hasta dejar morir la voz que acarrea alternativas por dentro. Un ejercicio de pura gimnasia, y de pivotar sobre los propios intestinos, para retorcerlos sin que ellos perciban el miedo, para que se adormezcan, sumiendo el dolor en una nueva fosa cárstica, bajo otro Baikal de hielo.
Con tantos niveles de dolores congelados, se acaba cogiendo cierta altura. El aire se enrarece. No es la mejor manera de ganarse el cielo.
¿Qué importa? ¿Qué debería importar al final del día? ¿Qué haces con el trabajo ya hecho? ¿Y si sólo me tomo en serio en los días pares? (Cierro el puño y cuento con el truco de los nudillos, para saber en qué meses me toca ir con la vida a degüello).
¿Hacia dónde diriges la energía cuando ya te quieres a ti mismo? ¿A quién retas cuando ya te has superado en singular duelo?
El verde renace, pero incluso en invierno es difícil no sentirse observado por los girasoles. Estoy dispuesto (y preparado) para dejarme llevar. Pero no sé mover el viento. Eso no sé cómo hacerlo. Creo que me siento más cómodo siendo un ente que está ahí, pululando diseminado por el aire. Una fuerza de la naturaleza. Una fuerza muy menor. Casi forzado a ser fuerza por razones de fuerza mayor. Es difícil convocar la astucia bajo un sol de agosto.
No me apetece deformar la matriz. Porque si escruto demasiado en días así, sin un objetivo definido, la armadura me adormece. Y pega fuerte el sol. Con todo ese bochorno, brota el respeto a sentir que, si mañana tuviera que enfrentarme al abismo, no lo abordaría nervioso. Ni aunque tuviera que salvar dos prendas del fuego y huir lento, sobre la ceniza que abrasa.
Una vez asumes que cualquier red es una ficción con infinitos puntos de fuga, puedes relajarte. Dejarte llevar y hacerte infinitamente pequeño para colarte por alguna de sus oquedades.
Esta verdad es dura. Que lo que supuestamente ampare la cabeza del colapso, de su entropía y de tal indeterminación, al final se sienta como una camisa de fuerza: el saber que la definición de tu ser no puede recalibrar la búsqueda, es un golpe seco en el esternón.
¿En qué punto la razón y la objetividad envenenan el espíritu? Porque incluso con el aval del dinero, en lo más duro del invierno, sigo pensando “¿Y luego?”.
Tiene que haber algo más.
Quizás es el vacío, el remanente de algo arrebatado; una vacante que no solo no se recupera, sino que se ensancha, dragada por el expolio de la naturaleza, de la espontaneidad humana en el arte, o de la falta de conciencia colectiva. Todo fluye en el valium, como un oxígeno viscoso que desinflama la sobrecarga de lo inane, del límite del trabajo forzado, y de los tendones del “estar siendo”, que dejarán de resistir tanto peso en algún momento.
Considero que es eso: ausencia de lo propio, y un exceso de osadía. Pateo un vitalismo de butrón, más que esencialmente espontáneo. Es salir a vivir, porque si no me matan. Me mato. Si cedo al cartel, a la pancarta y a la oferta, he perdido. Mi monocromo. Mi mono-tono.
¿Reconocerán las moscas a sus difuntos o son tan estúpidas como para creerse inmortales?
A cuenta de qué iba yo a encadenarme frente a la jauría de pretensiones. Me retorcería el cuello cada vez que se me olvida que deambulo por puro gusto. Como si el émbolo del reptil pasado se fuera de frenada, deslizando con extrema sutileza el neuronéctar del prestigio. Y me retorcería el cuello, porque así recuerdo que sobre mi muerte puedo seguir decidiendo yo mismo.
Qué hartazgo el de buscar oxígeno en la nada. Que de tanta mierda que suscita el mundo, la propia orina huele dulce. Que me mate un alce, o la gravedad, pero no el resultado de la productividad. Que me mate el tiempo, y no su ausencia. Porque me niego a no disponer de veinte minutos con las retinas perdidas por la ventana, humano siendo, asustado viendo, de cómo las nubes ennegrecen sobre mi gente.
Reventaría el Congreso si llega el punto en el que ande narcotizado como para no llorar por cualquier ser que no supo, o no pudo, salir adelante. Quiero la vida en mí en mi cuerpo, y no proyectada sobre los objetos. Quiero sudor, o también quedarme tumbado si así lo necesitan mis fueros. Que el “no todo puede ser esto” nazca del aburrimiento, e invite a un desenredo. A crear. Al arte o al ingenio. Y no a reptar de vuelta bajo el techado, tan cansado, tan ofrecido a la deuda propia, que lo único que sea capaz de perpetrar sea deslizar el dedo.
Normalizar el cuerpo es desterrar el juicio. Es reírse porque una manzana invade el paladar de dulce. Es amar porque se tiene tiempo, y no expectativas de un socorrido cumplimiento. Es el aire a condición del viento. A la vez, lo cínico y lo naif. Un niño sabio.
No contemplo morir durmiendo, con el último hálito de la mente sangrando sobre lo que me debo. Veo la resignación como una fiebre; una estrechez para poder colocar un adecuado golpe de efecto.
El aire se llena de matices de las especias, escondidas tras las grietas, que son sus vainas en la roca. Tiendo a construir, en mi mente, un reactor nuclear de posibilidades. Quiero fusionar las ganas con el espacio, aunque la dirección del tiempo los haya descoordinado.
Me destroza el alma no poder fijar la arena en un momento concreto, pero soy incapaz de sustentarme eternamente en los mismos réditos, por mucho que amanezcan de otra forma, o se acompañen de una nueva banda sonora. Que yo acepto las implicaciones de lo nuevo.
Me gustaría que mi muerte consistiera en ser absorbido por la niebla de la avalancha, entrando rabioso en la luz que cubre todo, a una edad en la que las cumbres ya solo pudieran ofrecerme un merecido reposo. Más que tal, sería mi agradecimiento: formando parte de su absurda escala, y contribuyendo al ciclo, que alivie a otros el pervertir la pesada mole de sus egos a través de la enormidad de la tierra.
Y ojalá no me encuentren. Que quien quiera visitar un resto, se deba al deambular; a la peregrinación sobre sus faldas, y que provoquen, no un reencuentro con lo que fue un ser amado, sino una revelación nueva para sus propios destinos. Quiero mis huesos ahí fermentados, como rocas níveas que vuelven al cuidado de la lluvia, y que reniegan de la perpetuidad del individuo dentro de la argamasa infame del hormigón y el acero.
Dormiré arropado y desnudo, sobre océanos de sábanas frescas.
Y luego… la nada. Y el todo.