Si callas, piensas. Eso deben pensar los que no quieren que calles. Aunque para ser sincera, no creo que quede alguien que sepa de qué habla. A estas alturas del siglo XXI, y con la mirada puesta en el siguiente, es absurdo hablar de libertad. Quiero decir, no es que llevemos cadenas ni se nos fuerce a realizar algo que no queremos; es que somos incapaces de querer otra cosa. A mediados de los años 50, un genetista aisló la cadena de genes que hoy se conoce como «el lazo díscolo». Esta pequeña parte de nuestro ADN se supone que afecta al desarrollo de ciertas partes del cerebro involucradas en las decisiones disruptivas. Tampoco sé mucho más; fue un hito de la neurogenética debido a la dificultad extrema de determinar las interacciones entre varios genes. Sé que la ONU metió mano. Y al igual que ocurre con toda sentencia que enarbola la libertad de decisión en aras de un intocable libre mercado, la cosa se fue de madre.

A la mayoría de potenciales padres de clase más baja que media, les pareció una iniciativa cojonuda aquello de engendrar hijos más obedientes. La publicidad se había encargado de recordar por activa y por pasiva las beneficiosas implicaciones que aportaba la técnica: reducción del índice potencial de delincuencia, mayor control sobre la seguridad de los hijos, etc. Pero claro, quien hace la ley, hace la trampa. A pesar de tratarse de un procedimiento completamente opcional, era heredable. En un instante, toda una generación tenía en sus manos el destino de las futuras.
Pero no penséis que aquello zombificaba a la gente; en términos individuales su efecto era más nimio de lo que puede parecer. En realidad, era algo muy sutil; algo así como una pequeña predisposición a no llevar la contraria a la jerarquía superior. Y en ese prometido oasis de paz, comenzó el terror.
Dos décadas después de la explosión del lazo, cientos de millones de adultos recién nombrados eran incapaces de rechazar cualquier convencionalismo que se atuviera a la norma imperante. Antes del descubrimiento, el mundo había alcanzado un nivel de diversidad ideológica y conductual bastante notable, confluyendo en el mismo espacio una infinitud de ideas, tan antagónicas como un planteamiento clásico religioso y la libertad sexual más desatada. En este panorama, la comunidad de redes había estimulado una increíble intolerancia a la comprensión de perspectivas que difirieran de la propia, promulgando una sociedad «preindignada». Progenitores de cada ideario vieron en el lazo un salvoconducto para asegurar la continuidad de su cosmovisión. El resultado fue una colectividad más fragmentada, y con cada parcela aislada e incapaz de desarrollarse incorporando nuevas perspectivas, el mercado asimiló cada fragmento, potenciando su imperturbabilidad. La estructura segregada del antiguo mundo se había amurallado, y ahora sí que era complicado pasar por encima. Simplemente no había quien se lo planteara.
El siguiente paso era el ruido. Aquella era una técnica de sobra conocida. Ya antes de la explosión del lazo la gente era fácilmente atontable. Mucha información constante te dejaba poco tiempo para pensar qué estabas viendo o escuchando. Pero el ruido se intensificó. Una vez que el mercado supo exactamente qué estaba acostumbrado a aceptar cada nicho, no tuvo más que girar el interruptor al máximo. Fue como embalsamar la historia.
En ese mundo me crié yo. Y te preguntarás, ¿qué me pasó a mí? Tuve la suerte o la desgracia de pertenecer a ese colectivo conocido como «bastardos genéticos». Verás, uno de los requisitos de la técnica del lazo en caso de aceptar la intervención, era la obligatoriedad de intervenir ambos gametos. No aceptar esta cláusula correspondía a tirar el dinero. En la recombinación génica, el nuevo individuo surge como una mezcla de los genes paternos. La meticulosidad de la técnica del lazo podía sustituir todas las variantes ascendientes relacionadas, por lo que, si no se actuaba sobre uno de los gametos, se dejaba una puerta abierta a cualquier otra aleación génica que no fuera la perseguida. Desconozco los detalles, pero mi padre se rajó, y mi madre no sospechó nada hasta que ya fue demasiado tarde.
Ahora soy yo la que tiene una mutación. No tolero el ruido. Lo odio. Lo aborrezco. Tengo alergia a todo lo estridente que quiera llamar mi atención. Desde pequeña di señales de que las cosas no iban por buen camino. Me diagnosticaron hipersensibilidad sensorial. Y una mierda. Yo estaba perfectamente, pero en un mundo con una necesidad crónica de estimulación, la diferente, y por lo tanto la que funcionaba mal, era yo.
En resumen, mi familia —sobre todo mi madre— y yo, éramos incompatibles. Recuerdo a mi padre como alguien torpe, pero siempre preocupado por mí. A pesar de no saber muy bien cómo podía darme lo que necesitaba, él procuraba proporcionarme un espacio tranquilo, una habitación aislada en la que poder dedicarme a mis pensamientos. Mi padre falleció cuando apenas cumplí siete años. Hasta hace un par de meses creí que fue en un accidente de coche.

La vida con mi madre ha sido nefasta. Eliminó cualquier atisbo de complacencia que mi padre pudo haber dejado para mí y mis necesidades. Ella era la viva imagen del consumismo y la credulidad. Hace dos meses, mientras se deshacía en otra maratón frente al streaming de la pared, apareció otro de esos anuncios ridiculizando al reducto de gente heredera de los opositores al lazo. A esas alturas, el desprecio sobrevolaba la convivencia continuamente, y no oculté mi afinidad con aquellos repudiados. Seguramente aquello supuso el límite de la discordia, y en una impávida explosión de asco y hartazgo, mi madre se giró, y mirándome a los ojos me dijo: «Tu padre me confesó lo mismo y le maté. Tú eres culpa suya». No puedo decir que me sorprendiera. Solo suspiré, cogí el cuchillo de su plato vacío de comida y se lo clavé en la tráquea. Tranquila, me senté a su lado y esperé a que la pared se apagara ella sola con el toque de descanso. En diecisiete años, por primera vez en mi casa, no hubo ruido.
Ahora voy buscando algún lugar propio en el que esconderme. No me importa mucho dónde quedarme, siempre que nadie me moleste. Pese a lo que he hecho, no me remuerde la conciencia. Sólo echo de menos a mi padre. Y ya no me siento enferma.