Fahrenheit 451, por Ray Bradbury

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Fahren­heit 451: la tem­per­atu­ra a la que el papel de los libros se infla­ma y arde.


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No es la primera vez que abor­do este libro. A los quince años cayó en mis manos por casu­al­i­dad, y cier­ta­mente lo devoré ensegui­da (tam­poco es muy largo). Por supuesto, a esa edad, no pude o no supe extraer todo el conocimien­to nece­sario de unos mat­ices que nece­sita­ban de más expe­ri­en­cia vital y lec­to­ra para ser enten­di­dos. Como dice la cita: «pri­mum vivere deinde philosophari».  Aun sin per­catarme de todos los posos de su tras­fon­do, la nov­ela influyó notable­mente en el camino que tomaría a par­tir de ese momen­to, y en la for­ma de inter­pre­tar el mun­do que he hereda­do has­ta aho­ra. No en vano es una de mis his­to­rias predilec­tas. Y debería ser un impre­scindible en cualquier bib­liote­ca.

      Guy Mon­tag es un servil bombero, común a todas luces, en un mun­do de época inde­ter­mi­na­da donde los bomberos ya no apa­gan fue­gos; los provo­can. Una premisa sen­cil­la, que pudiera pare­cer has­ta incon­gru­ente, pero que provo­ca una incon­sciente y ter­rorí­fi­ca serendip­ia según se avan­za en la lec­tura.
      Fahren­heit 451 se pub­licó en 1953, época en la que seguía reciente todo lo acon­te­ci­do en la Segun­da Guer­ra Mundi­al. Con un esta­tus equipara­ble al de las tropas de asalto nazis, estos encien­de­fue­gos se ocu­pan de cal­ci­nar has­ta los cimien­tos aque­l­las casas que puedan con­tener libros. No es exager­a­do el sim­il, puesto que los pro­pios veci­nos son los encar­ga­dos de pro­por­cionar chi­vata­zos sobre cualquier librepen­sador sospechoso.

      En este con­tex­to, algo en el inte­ri­or de Guy Mon­tag se lib­era. Y es pre­cisa­mente esta lib­eración inte­ri­or, y no cualquier otro acto estéti­co o físi­co, de lo que habla el libro. En un primero momen­to nos puede asom­brar el hecho de que una sociedad haya lle­ga­do al pun­to en el que los libros sean que­ma­dos por ofi­cio. Pero el sub­terfu­gio tras el cual se para­pe­ta esa idea es mucho más pro­fun­do. Tan pro­fun­do que, tras cien­tos de avances téc­ni­cos que imi­tan una tec­nología actu­al difí­cil­mente imag­in­able entonces, y poco más de medio siglo después, nos encon­tramos a un paso de cumplir la distopía.
      No han sido pocas las oca­siones en la his­to­ria en las que la que­ma de libros ha sido una con­stante. Y cier­ta­mente esta­mos lejos de cumplir esa parte de la «pro­fecía» (aun habi­en­do casos recientes), pero por la sim­ple razón de que no es nece­sario. En el mun­do Fahren­heit se que­man libros, sí, pero no fue algo pre­med­i­ta­do o pre­vis­i­ble. En cier­to momen­to de la his­to­ria, el capitán de Mon­tag, Beat­ty, nos lo aclara: 

   No era una imposi­ción del Gob­ier­no. No hubo ningún dic­ta­do, ni declaración, ni cen­sura, no. La tec­nología, la explotación de masas y la pre­sión de las minorías pro­du­jo el fenómeno.

      Nos sue­na un poco, ¿ver­dad?
      Mon­tag abre los ojos. Mira a su alrede­dor y ve cosas que no entiende, que no lle­ga a asim­i­lar. Tiene curiosi­dad, y esa curiosi­dad le car­come por den­tro, le obliga a quer­er saber más. Y su capitán se per­ca­ta de ello.
      Beat­ty es un per­son­aje con­fu­so, inclu­so ambiguo en un primer momen­to. Fer­vien­te­mente con­ven­ci­do de su labor, dis­fru­ta con cada que­ma de libros, pero a pesar de su esta­tus de fanáti­co, siem­pre que puede despl­ie­ga su conocimien­to de fras­es lap­i­darias y conocimien­tos antigu­os para con­vencer a los demás de la impor­tan­cia de su tra­ba­jo. Es con­tra­dic­to­rio. ¿Cómo es posi­ble que posea tan­tos conocimien­tos sobre autores antigu­os e inclu­so alardee de toda su eru­di­ción, mien­tras con­de­na a cualquiera que ose abrir un libro?
      Beat­ty es la per­son­ifi­cación del odio. El capitán nos apor­ta la pista final sobre lo que real­mente se pre­tende que­mar. Más allá de la pom­pa de espec­tácu­lo que hay detrás de cada per­se­cu­ción de un amante de los libros, o de una que­ma en direc­to de una bib­liote­ca escon­di­da, el capitán Beat­ty rep­re­sen­ta el desconocimien­to. Las per­sonas como él no tenían ningún prob­le­ma con los libros, sino con sus inter­preta­ciones. En una sociedad donde la inmedi­atez y el entreten­imien­to se elev­a­ban por enci­ma de cualquier reflex­ión, los conocimien­tos pau­sa­dos y la intro­spec­ción de las ideas rep­re­senta­ban algo con­fu­so; algo con lo que enfadarse, algo que no tenía ningún valor.

   El cierre de la cre­mallera desplaza al botón, y el hom­bre ya no dispone de todo ese tiem­po para pen­sar mien­tras se viste, una hora filosó­fi­ca y, por lo tan­to, una hora de melancolía.

      No se que­man libros por ser libros, se que­man por el miedo que provo­ca su ambigüedad y con­fusión en un primer con­tac­to. Todas las consignas que preg­o­na Beat­ty a lo largo de la nov­ela, son fras­es reli­giosas y dog­máti­cas, fras­es de tex­tos que no quieren ser anal­iza­dos, exen­tos de inter­preta­ciones que puedan provo­car dile­mas filosó­fi­cos en uno mismo.

      Las per­sonas pre­firieron leer encabeza­dos y tit­u­lares que acolcha­ran sus prob­le­mas en un con­fort fic­ti­cio; un entreten­imien­to super­fi­cial y con­stante, ya anal­iza­do. El miedo hizo el resto: el ostracis­mo para aque­l­los que prefer­ían pro­te­ger el conocimien­to. En Fahren­heit 451 sucedió exac­ta­mente lo mismo.

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      Brad­bury predi­jo un mun­do no muy lejano al nue­stro, y fir­ma una his­to­ria tan sen­cil­la como ter­ri­ble, pero indud­able­mente nece­saria en la bib­liote­ca de cualquiera per­sona que pre­ten­da ahon­dar en los entre­si­jos que se ocul­tan detrás de la por­ta­da lus­trosa de nues­tra realidad.

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Fahren­heit 451
Ray Brad­bury
Debol­sil­lo Con­tem­poránea, 2016
192 pag.
ISBN: 8490321477

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