Estoy esperando aquí a alguien, debajo de la lluvia. Soy el guerrero que un día consiguió conquistarse a sí mismo. Pero mi ignorancia no contó con proteger la conquista de los que quisieran arrebatármela. Quizás no temía perder. O no sabía que los demás monstruos y aberraciones eran el menor de los problemas, comparados conmigo mismo.
El escudo y la espada son simbólicos, por supuesto. Símbolos que ahora yacen representados por un socavón en la tierra, y la presión en el pecho que me ancla con furia a la superficie. La deshonra es doble, pues antes presumía de la fortaleza de mi propia existencia. Ni siquiera mis soldados se molestan en pisarme; pasan cerca, observando, sin entrar en el espacio de mi caída.
Es una posición inaguantable. Hubiera preferido caer boca abajo; primero de rodillas, con ese leve balanceo que emite cierta teatralidad, y concede al derrotado la posibilidad de forzar un esfuerzo que nunca va a consumar, pero que los observadores admiran en tan terrible fracaso. No, caí de espaldas. Caí de espaldas, permitiéndome observar el cielo en todos sus estados, como un cruel castigo. Con el objetivo frente a mi rostro.

Incluso las nubes parecen confabularse contra mí, adquiriendo formas apacibles y reconfortantes, conjugándose encima de mi cuerpo, esperando cualquier vestigio de sonrisa para romper a llorar.
Me pesa el cuerpo. Me pesa la armadura. Pero moriré de hipotermia si me despojo de ella. Por desgracia, no me arrepiento de las decisiones que me llevaron a tan horizontal estado. Cualquiera llegaría a la conclusión de que, debido a ello, este es mi destino. Aunque tampoco creo en el destino, ni en el azar.
Admito que el problema es no creer en una opción que pueda regir mi camino. Es posible el socavón se deba a la falta de pavimento por el que caminar. No sabía que existiera atmósfera en el limbo. Sí, creo que es eso, un limbo. Mi limbo. El otro día soñé que mi ser se colapsaba en un pensamiento, sincopado en la nada, por un exceso de paradojas a medio pensar, y sumido en una batalla contra mí mismo.
Quizás me he vencido.
¿Pero dónde está la parte victoriosa?
Veo carne y fuego, pero nadie lo celebra.
¿Por qué solo yo estoy tumbado aquí?
¿Dónde está mi puño levantado?
¿Dónde demonios resuena el grito del campeón, del invicto?

El nivel del agua ya alcanza mis sienes. La tormenta no cesa, y el espacio se anega. Ahora parece que los soldados murmullan, pero no entiendo nada con los oídos taponados. Intentan levantarme, pero mis brazos son irrisoriamente cortos. Donde antes había músculo, ahora cuelgan guiñapos de carne os que apenas pueden soportar el peso del armazón. No sirve de nada una buena defensa si tú eres tu peor enemigo.
Como un viaje astral del que no quedan billetes, me alargo en forma de sombra incompleta, me miro y retuerzo la espada. Que forma más aburrida de morir, yo que podía conseguir todo. No entiendo por qué no floto, si abro los ojos y entre las burbujas veo mis herramientas sondear el océano. Incluso de incomprensión, río. Toda la fragua sumergida, ondulando, y yo aquí, denso.
Densamente imbécil.
Estúpidamente denso.
Me contaron una historia sobre esto. Sobre un hombre al que nadie pudo vencer. Pero que pereció contra sí mismo. Me contaron la historia al lado de una hoguera, en medio de la nada, que es donde verdaderamente se cuentan las buenas historias.

Odeim se llamaba el protagonista.
En un mundo en el que todos temen a todos, Odeim era el más seguro y sólo recelaba de su reflejo. Conocía su ventaja frente a todos, pero era incapaz de imaginar cómo plantar cara a su inverso.
No me sé el final de la historia; más bien no lo quise escuchar.
Creo que ha dejado de llover. Eso o las nubes se han secado.
Me duele la cabeza. El cuerpo pesa de la humedad, pero el agua se ha evaporado.
Quizás debería pensar en cómo dejar de pensar. A lo mejor así despierto.
Puede que de esa forma no vuelva a ver el miedo reflejado en un espejo.