
A todos nos suena la historia de cómo una jovencísima Mary Shelley elucubró la pavorosa historia que nos ocupa a raíz de un reto propuesto por parte de Lord Byron, una noche del año sin verano de 1816. Pero el imaginario popular que se ha diseminado a partir del carismático apellido Frankenstein, dista enormemente de la concepción original de la obra.
Este año —concretamente el 1 de Enero de 2018— se han cumplido 200 años de la publicación de una novela crucial en la historia de la literatura. Crucial no solo por las implicaciones intrínsecas al propio texto, sino también por el escenario en el que vino a la vida. En 1820, una muchacha de apenas 20 años, hija del revolucionario William Godwin y de la notable filósofa Mary Wollstonecraft —figura fundacional del feminismo—, engendró una historia desgarradora y casi profética.
Todos tenemos esa imagen del monstruo verde con cráneo cilíndrico y un par de tuercas acomodadas en las sienes, tumbado en una camilla de laboratorio extra-size, debajo de una antena que acumula la potencia eléctrica necesaria para infundirle vida. Bien, pues esa caricatura, en la novela, ni está, ni se la espera. Las adaptaciones fílmicas realizadas posteriormente, aunque interesantes y recomendables, nada tienen que ver con el material original. O muy poco.
La historia original se aleja de cualquier detalle escatológico acerca del proceso de creación del monstruo o de sus crímenes; a Mary Shelley no le interesaba plasmar eso. La intencionalidad de su horror se escapa a lo truculento y desagradable de la manipulación física. El contexto histórico de su concepción, los avances técnicos y científicos impulsados por la primera revolución industrial, junto con la todavía estricta religiosidad de la época, abría un debate interno en la confrontación entre Dios y la ciencia. ¿Hasta qué punto debía el ser humano ampliar su «poder» respecto al del creador? ¿Podrían sus aspiraciones sobrepasar la moral permitida en su concepción? La creciente disciplina médica, en medio de ambientes revolucionarios, amplificaba esta disputa. Con posterioridad, el bueno de Darwin no contribuiría a tranquilizar a las masas sobre este tema.
El pavor filosófico que nos muestra la autora, en ningún momento es dogmático o pretende ser un «asusta-viejas». Shelley se provee del romanticismo imperante para desgranar las divagaciones internas de un humano —el nuevo Prometeo— que, en su intento de robar el poder de Dios, ve como su creación no resulta más que un monstruo imperfecto; una suma de partes que a su parecer no consiguen combinar en un «todo» mayor.
Shelley no solo pretende sacar a la superficie los peligros de la soberbia y el orgullo descontrolados —sustitutos del castigo que Zeus impone a Prometeo en el mito que lleva su nombre—, también consigue plasmar la realidad de nuestra inmadurez moral como potenciales creadores. Victor Frankenstein, al ver su horripilante creación, se desentiende y huye, incapaz de gestionar la vida que acaba de otorgar. Ni siquiera en el transcurso de la historia hace acopio de valor para proveer de la felicidad que demanda un ser abandonado y repudiado, a pesar de la amenaza que este representa para todos sus seres queridos.

Los pensamientos del científico son dibujados con una maestría impresionante para una joven de la edad de Mary Shelley en el momento de su publicación. Somos perfectamente capaces de aborrecer y compadecernos a la vez de un personaje que no es capaz de afrontar las consecuencias de sus actos. Comprendemos su desdicha y su arrepentimiento, pero lejos de mostrarnos un monstruo —en ningún momento le da nombre a la creación— maniqueo y caricaturesco, también podemos conmovernos de un ser abandonado a su suerte y condenado al ostracismo únicamente por su aspecto.
En ningún momento se presenta al monstruo como un villano. No lo es. Al menos no el único. Tampoco hay un héroe. No, la creación de Victor es un ser sensible y profundo, que se ha visto obligado a dar un sentido a una vida que es despreciada. Aquí, la autora, dentro de esta dualidad Dios vs Hombre, también aprovecha para retratar la naturaleza prejuiciosa de los seres humanos, y de cómo el aislamiento social retroalimenta y divide una sociedad basada en clases.
El monstruo de Frankenstein no debe ser visto como un monstruo. Quizás Mary Shelley no otorgó nombre a la creación para facilitar la identificación de él en cada uno, a modo de espejo. Por primera vez se representó a Dios como una figura negligente, irresponsable, temerosa. Su experimento resultó ser un rebelde que exigía explicaciones y un sentido a su desdicha. No es que no fuera un acto natural, es que su devenir no dependía únicamente de su naturalidad; no hay nada innato. Y eso da miedo. Porque significa que debemos controlar algo que carece parcialmente de control, y que aquello que sí lo tiene, reside en la voluntad de seres como nosotros, totalmente desligados de la protección y amparo de un ser superior.
¿Debería darte miedo Frankenstein o el eterno Prometeo? Por supuesto, y si es de vez en cuando, mejor.
[amazon_link asins=‘8491050892’ template=‘ProductAd’ store=‘elsilenciosoe-21′ marketplace=‘ES’ link_id=‘3e119b7d-db09-11e8-b187-7595e958f794’]
Frankenstein o el moderno Prometeo
Mary Shelley
Penguin clásicos, 2015
336 pag.
ISBN: 8491050892