Introduzco así la expectativa del remedio, pues la savia de la tierra viene sin manual de instrucciones, y aunque todo manual provea, en principio, de una imagen que instaure un icono resumiendo el conocimiento que encabeza, aquí, por la propia naturaleza de la Teoría del Fluir, no hay Dios que sea capaz de escoger una reproducción adecuada para semejante concepto. Así comienza la prueba por ausencia.
A veces considero necesario no tirar una foto. No soy fotógrafo —ni remotamente aspiro a serlo—, pero he perfeccionado la habilidad de resguardar una imagen para mí mismo. Tomo como referencia el sentimiento de necedad al disparar. Si esa imagen no hace justicia a la emoción provocada, aunque consiga asemejarse mínimamente, sólo fundará una expresión bastarda de la misma realidad. Fría, envasada.
En ocasiones es mejor guardarse el pulgar y observar. Un buen rato. Exponerse a uno mismo hasta empapar la linfa cerebral; hasta que la sangre circule meliflua con la reducción de la vivencia incorporada, y, con el peso de los días, mantenerla ahí, enfrascada, revisando que macere en el ojo interno el tiempo suficiente para que la imagen adquiera la consistencia de las verdades inmateriales, que son a la vez tan individuales como ecuménicas. Este tipo de estampas ganan con el desgaste de la memoria y con el esfuerzo de compensar su óxido con palabras.
Así nacen las losetas emotivas, y así quedan plasmadas: maduras y cargadas de nutrientes para el alma. Así evocan la gracia del tiempo dilatado y las ventajas de regresar a la calma. Estas losas no son sino un forro insobornable contra los adornos rotos del ser que tanto nos lastran. Son una túnica que recuerda la ligereza con la que hay que transitar para disfrutar del camino. Son el fuego que piroliza la señal inservible; ese letrero que aborta la aventura para guarecerse cobardemente en casa.
Ha habido momentos en los que lo he conseguido: desatarme de cualquier concepción obligatoria de mi papel en el mundo. He alcanzado un ser fenomenológico, y no guionizado, y la liberación que en ese momento otorga el saber que no te debes a ningún rol concreto, no se paga con oro ni reconocimiento.
Ahí, he dudado sobre si el privilegio de la auténtica libertad puede educarse, o si sólo con la afortunada ayuda de un mapa y unas enigmáticas directrices se puede aspirar a experimentarla. He pasado como un fantasma sobre todos los procesos examinatorios; aquellos que encarrilarían mi productividad.
Y de aquí parte el nudo gordiano de la teoría errante: nos mató la comodidad. O su falsa ilusión. Porque cuando el experimento de vivir se asimila y acomoda como un perfecto aparato burocrático, la propia experiencia deja de ser tal cosa.
A este efecto me gusta llamarlo “La aporía del aburguesado”. No quiero que remuneren mi ansia de vivir y de saber. No nace para ello, ni estoy dispuesto a sacrificar un ápice de su esencia intrínseca para adquirir otro aparato que me ahorre mover el culo para apagar un puto interruptor. No me ahorra tiempo si el vacío se ha de llenar de responsabilidad exonerada. Sólo consigue que me olvide de vivir como protagonista, y me fuerza a hacerlo como exegeta del recreo ajeno.
Si pueden adiestrarse las vértebras elásticas, ¿cómo ha de pronunciarse el herrero de la disciplina? ¿Hasta qué jalón deben cimbrear las nubes que cuajan sobre los pisos del esfuerzo?
El niño se ha pulverizado. El humano camina erguido, ahogando el calor de unas emociones que ya no preñan su tierra propia. Se nota el sendero bajo la planta, y lo que reconforta ya no es el rayo omnímodo, sino la versión mental, condescendiente y parental, de una acacia bañada por el sueño.
Es entrenamiento paciente. Es trabajoso. Y es genuino. Lo que no es, es confort, pero apacigua la rabia de la entropía espiritual. Los alimentos son los básicos, y nutren lo suficiente y necesario. Cada camino sigue llevando al mismo sitio —mi muerte—, y aun así conjuro todas mis desdichas para que, al fin, se reordenen en partículas que mis retinas se mueren por observar. Porque igual que uno nunca se baña en el mismo río, tampoco las lágrimas que derrama contienen la misma sal.
A esta teoría le faltan ganas de ser entendida. Casi podría decirse que se asemeja a la confidencia que se muere por dejar de serlo. Y por ello, dado que en otras ocasiones he repetido hasta la saciedad la aséptica mecánica de sus pasos, y como nadie —a priori— quiere ser exorcizado, ahora prefiero que nazca como jeroglífico grabado en mi propio santuario.
He pensado en perfilarlo en madera. Abrir las puertas y dejarlas a su propia vigilancia; que entre quien sea capaz. Deseo abrazar a los exonerados por el arte de pasar página, y ofrecerles un cuenco de la vid maternal que relaja a las bestias que pacen. Hay todavía personas que merecen esa calma. Hay todavía fuego en mis entrañas, y las anteriores derrotas son el firme documento que desplaza mis anhelos hasta cajones candados con reservas infinitas de confianza.
Me he vuelto sordo a anteriores esencias. Se amontonan nuevas razones por existir, sintetizadas a partir de retales de miedos que ya no me sirven. Quiero vivir. Y en ese querer brota el desapego por quienes no lo desean con tal fuerza. Quiero el aire que acelera mi desgaste, y no la convención de un pronóstico longevo e intacto. Me niego a ser embalsamado en vida. Quiero descansar sobre brasas encendidas que ya no queman, y que sólo iluminan.
Fluyo.
Veo.
Abro la caja del nuevo soleniode: un potente campo magnético interno. La automoción del tiempo consciente de sí mismo. El propósito inherente a una dirección. Estoy seguro. Más. Estoy seguro de mí mismo y de cómo quiero quemar mis miedos. Me siento cómodo con ellos.
¿Y hacia dónde apunta el vértice geodésico? ¿Qué alimenta? ¿La calma? ¿O la tempestad? Con la función y la forma a su servicio, ¿qué resta? ¿Más tiempo para entender? ¿Más preguntas?
Considero pues —punto importante— que las hipótesis que me guian siguen el desarrollo de la más compleja enredadera, provista de giros inesperados y meandros morales, que me mantienen en vilo al sentir como a cada curva crepita la quilla.
Siempre hay que solucionar enredos.
Es enfado, leve y no aversivo, hacia el desinterés ajeno. Me siento más cómodo con los seres que se mueven en silencio, en oposición a los agitados pero conformes y distraídos. Me llama la celebración de los muertos por hazañas, y así aspiro a rodearme de la misma gente: La comunidad de los Nuevos Mapas. El equipo cambiante de lenguaje áspero, como las montañas. Aquellos que se sienten holgados y sobreviven a las cimas sin nombre. Los que respiran aceleradamente, y no debido a un inminente peligro. Los que pueden decir que, cuanto más avanza el tiempo, más despejado tienen el cielo de sus ideas, y mayor es su campo de visión para deshacerse de vanidosos objetivos.
No obstante, en la práctica, cierro los ojos tenso. Hay cosas, teoremas pendientes. Aguanto bien abrir vías, y apocopar pasos no dados, pero la postura estática y dependiente aguza mi vértigo.
Tendría sentido que la extrema urbe cayera como una losa de gravedad sobre una criatura que no necesita nada de ella. Sus millares de estímulos, tan insignificantes como sin significado, son vainas resecas de insectos colonizadores que abandonan su piel en el mismo momento. ¿Cómo iba a afectarme una crisálida si sólo soy capaz de nutrirme con las vísceras del tiempo? ¿Cómo no va a inquietarme este bosque de cadáveres funambulistas, cuyo equilibrio depende siempre del más mínimo reflejo externo?
Exudo, luego pienso. Que, quizá, mi andamio resulte demasiado osado para el viandante ajeno.
Me he desacostumbrado a calificar minuciosamente las historias; ya no veo la necesidad del registro riguroso de lo atendido. Es complicado obtener la fórmula del sincero beneficio. Si no lo recuerdo será porque no aportó nada sustancial, así que bien hago en dejarlo olvidado. Si no laten mis fibras de emoción y no puede ser conversado con alguien, solamente es información ocupando espacio.
“El arte es largo y la vida breve. Hagamos algo, al menos, antes de morir”. Algo, una nueva vivencia, un taladro que perfore la existencia para dotar de una nueva mirilla por la que asomarse ante las propias veleidades. Una sinfonía inédita, una métrica sin desembalar; la partitura sobre lo que debo aprender al vivir fechas redundantes con el fervor del aprendiz voluntario, y no con la rabiosa resignación impuesta al prisionero. Que pueda así comprobar que tal objetivo, leal a la física de la relatividad, sigue siendo el mismo, a pesar de la legión de voces que sincopan al final del viejo año, y al principio del radiante y nuevo día.
Quiero vivir la coronación. Pretendo laurear y oficializar el nuevo solenoide en funciones. Necesito saber si quema ese duelo; asir lo que por derecho vivencial me corresponde: mi papel, mi fuero legítimo, arrancado de los lamentos que hasta hoy le han condicionado. Es, no, será, mi ruptura con lo añejo: acontecimiento que consolidará la huida de los satélites que ni orbitan, ni dejan orbitar.
Yo proclamo —proclamaré—, en esta danza celeste, la independencia de mi planeta imperfecto.
Soy, pues, mi propio auriga, y asumo así que, alguna vez que otra, he olvidado la carta marítima de los oleajes venideros. He ignorado tanto la dependencia del viento, como la ingobernabilidad de la psique de quien espera pasivamente ser salvado. He firmado ahora los pactos de las últimas campanas: el acuerdo para no sentirme culpable por soltar el lastre del miedo forastero. El tiempo parasitado no es razón suficiente para adoptar de por vida al acomodado; aquel que no ha estado a la altura, y que tampoco parece que tenga previsto intentarlo.
Ellos contrastan con el jugo que rezuman las esquinas de toda historia; la nueva gente que adora vivir, y sabe cuándo lucharlo y cuándo proponerlo. Sería un necio si declinara las manos frescas sólo por respeto a quien no ha valorado mi denuedo. Prefiero aprender de quien tiene el coraje de ahogarse intentando salvar el barco; de quien sabe que el cojín acomodadizo se aplana con el tiempo, y que siempre provee de un confort limitado. Pero sobre todo, me he cerciorado de que no me importa en absoluto ser corifeo, si como alumno respeto y admiro a aquel trotamundos del que puedo seguir aprendiendo.
Asumo así, sin rencor ni reproche, y a sazón de la verdad, las decisiones vitales que cada uno adopta, y dejo mi sangre como santo y seña sobre estos mapas nuevos.
Procedo a quemar los viejos.

Séptima hipótesis del tiempo: No creo en el crecimiento estacionario.
Es una verdad que flota en el éter. No todos los equipos son la camarilla que afirman sostener. En muy pocos conjuntos cuentan los unos con los otros con simétrica y justa equidistancia. No puede haber un único sereno preocupado por calzar la mesa. Es inviable.
Una perogrullada así no pretende cambiar nada, pero verbaliza lo necesario para ajustar la realidad interpersonal que cada uno tejemos: que una planta marchita no acepta todos los injertos. No puede vivir sin el nutriente del interés o del compromiso. Y al igual que ellas, yo no soy capaz de permanecer demasiado tiempo al lado de los faros que no admiro.
De ese dolor germina el Silogismo. No hay sol constante. No existe cumbre perpetua. No aguanta ninguna pasarela el peso permanente sobre las nubes, consintiendo las vistas eternas sobre la niebla.
Así: la felicidad. Por mucho que continúe subiendo en el recorrido, por mucho que se acampe en el pico de otra cumbre veraz, no podrá mantener esa fluidez catártica durante mucho más tiempo; si uno sabe más, desconoce mejor, y en cuanto la vista se acostumbre, y la respiración se acompase, comprenderá que tal paisaje cimero es la nueva antesala hacia una montaña mayor. El finis mundi; la negación de la asíntota vital.
Es precisamente en este punto en el que empiezo, ya no a creer, sino a cerciorar, que la literatura perfecta existe sin ser buscada, que ya murió su convivencia con la salida al estuario de las admiraciones, y que casi sólo puede ser vivida por los inviduos que, al agotar este día, comprendan el Corolario:
Hoguera, cazuela, reflexión y descanso. Y en algún amanecer, de nuevo: espíritu, curiosidad, valor y callo.