No resulta sencillo amarrar en el musgo; carece de vigor y arraigo como para soportar la tensión ejercida por la voluntad. No es útil enraizar en suelo mustio, donde los nutrientes escasean.
Quisiera escupir la tierra circundante, y observar si el líquido del desprecio espabila al sustrato. Raquítica, escuálida y acomplejada. Demasiado blanda, demasiado seca.
Me jode. Me jode haber sido asignado a una parcela tan desastrosa. Me jode entender la física de su inutilidad. Y aun me jode más no ser lo suficientemente bueno como para cosechar el alimento más insípido y desagradecido sin que me importe una mierda.
Quisiera inmolar la tierra que escupo; al menos tendría así un plan para con ella. No me trago los oficios que la santifican. No hay diezmo cerebral que pueda distraerme de su insuficiencia. Es una tierra sosa, que se gusta en sus matorrales ácimos y parduzcos; que opina que sus cardos son tan válidos como la pradera más espesa.
No, hay légamos que ni para ensuciar sirven. Yo quiero otra tierra.
Sigo bregando con la noción de sentido. Su particular significado se escurre, desorienta. Fuerza a una elección que no explica. Atañe a las ansias de certidumbre, pero nada cambia de puertas hacia afuera.
Se acumulan los ratones; no adivino a lección de qué. Son medida de una catequesis que todavía he de desentrañar. Quizá se reagrupen por la misma razón que yo: aquí dentro el fuego sugestiona; ahí fuera el frío no.
Encuentro en lo trémulo la candidez más estimulante para planear cualquier jugada. Si uno posee cierta pericia provocando el movimiento interno, la motilidad de las inconsistencias ajenas, el juego de luces sobre las aristas de los rasgos y gestos corporales se vuelve absolutamente revelador. Las sombras chinescas revelan temores y esperanzas con mayor precisión que la escrupulosa exposición diurna del contorno general. Esta iluminación tenue hace que hasta las palabras adquieran mayor contraste. Las personas no necesitan exagerar los requiebros prototípicos de su identidad, y afloran con candor las sutilezas, los puntos blandos de su ser. Se incuba su verdadera existencia; el silencio que abruma bajo el manto de despotismo inocente y ruidoso. Son los posos de té y su sugestión acientífica, pues estos individuos cesan en su intento de demostrar lo que creen, y evidencian aquello en lo que están dispuestos a creer por extensión.

Ahora no me distrae el incesante ruido de las voces, sino la desconfianza muda de las dudas sobre mi propia identidad. ¿Llegué al cénit de algún rasgo fructífero? Soy un lisiado que debe volver a creer en la capacidad innata de caminar. Debe sobrevivir algún emplazamiento fuera de la influencia logarítimica de los orificios ansiolíticos, de aquellos nichos de avestruz diseminados por el mundo social.
No puedo permitirme creer que la Resistencia de las Mentes Despiertas haya claudicado en su lucha. Algún reducto debe aguantar, gente diseminada, ermitaños en su filiación, desmembrados de la red epistemológica del confiar. En el estado de bienestar no habría de permitirse soportar el frío de la soledad filosófica. Si estos individuos, reunidos al fuego junto a los roedores, se retraen al mundo perdido de las ideas, todo habrá terminado. Habrán cesado de tener utilidad las minúsculas, las dudas, las acotaciones. Será el mundo de la Mayúscula Universal.
Debe haber un método, una forma correcta de emanciparnos, y de volvernos a reunir. Alguien debe seguir queriendo hablar con palabras que tiznen matices resecos.
Acepto la inversión temporal: no me disgusta. El silencio es un aliado, e inmerso en él se pueden descibrir ciertas señales que de otro modo pasarían desapercibidas. Sutiles conexiones, ideas hilvanadas, que tejen y desenredan la madeja de todos los temores: los cromosomas de las convenciones inútiles.
Tal estado provee una especulación mas limpia, un tajo más orgánico, y una mentalidad más disoluta. Hacer, y no esperar. Observar el fuego ajeno, y apropiarse del calor escupido, a la distancia pertinente. Evitar el contagio por exceso, o la somnolencia por defecto.
Carezco de la diligencia con la que un abogado de oficio acepta serenamente su discreto papel en la vida ajena. Me sorprende toparme con esos individuos de edad suficientemente avanzada como para haberse planteado la inutilidad de su devenir, pero que sin embargo deambulan su pesadumbre de forma excelsamente disimulada, y sin mostrar un ápice de acritud hacia su fútil vida. Yo no podría. No me veo capaz de limitarme a consumir tiempo. Mírame si no: exiliado en un lugar donde ni la arena discurre; pensando sobre si vale la pena pensar.