La intención del autor — Parte I

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Mostrar dis­tin­tas visiones de diver­sos mun­dos puede pare­cer, a pri­ori, un asun­to triv­ial. Inclu­so vién­do­lo de for­ma analíti­ca, es fácil per­catarse de que la base atómi­ca de los temas de todas las obras artís­ti­cas se puede retro­traer a tres tópi­cos bási­cos: vida, muerte y amor. La parte cam­biante de cada per­spec­ti­va es la que asume un nue­vo obser­vador, casi siem­pre situ­a­do en una época dis­tin­ta, que dota a la visión de nuevos parámet­ros de par­ala­je. Como emisor, el autor del men­saje siem­pre cono­cerá las coor­de­nadas pre­cisas des­de las que es acer­ta­do leer su prop­ues­ta. Pero es posi­ble que, debido a la nat­u­raleza de su pre­ten­sión, esas coor­de­nadas sean escon­di­das a propósi­to. Es nues­tra labor como recep­tores, decod­i­ficar el panora­ma de pis­tas para lograr acced­er al mirador des­de el cual podamos cono­cer esa inten­ción velada.

      Pero, ¿es líc­i­to ocul­tar ese men­saje? ¿Has­ta qué pun­to una mala inter­pretación puede desem­bo­car en un per­juicio social? Con­tex­tu­al­ice­mos. Dice el saber popular:

  «Entre lo que pien­so, lo que quiero decir, lo que creo decir, lo que oigo, lo que quieres oír, lo que oyes, lo que crees enten­der, lo que quieres enten­der y lo que entien­des, exis­ten nueve posi­bil­i­dades de no entenderse».

      Lo que viene a sig­nificar este dicho, al analizar la com­ple­ja inter­pretabil­i­dad de los men­sajes, es que no impor­ta tan­to como se eje­cu­ta la comu­ni­cación, sino quién la descifra. Este embrol­lo psi­cológi­co alude a la his­to­ria del recep­tor y sus car­ac­terís­ti­cas históri­co-cul­tur­ales como ver­daderos artí­fices del resul­ta­do rep­re­sen­ta­ti­vo. Viene a ser algo así como un mecan­is­mo de digestión, en el que el suje­to adap­ta el conocimien­to expre­sa­do para sus propias necesi­dades. Un par de ejem­p­los: un hom­bre machista deg­lu­tirá Loli­ta ale­gan­do la cul­pa­bil­i­dad de la joven a causa de sus primeras «insin­ua­ciones»; en cam­bio, una mujer que ha sufri­do expe­ri­en­cias de abu­so, podrá regur­gi­tar la obra inter­pretán­dola como apología de un despo­tismo soslaya­do. En ninguno de los dos casos se expone las ver­daderas inten­ciones del artista, pero sendas lec­turas con­tribuyen a la reafir­ma­ción de sus respec­ti­vas his­to­rias vitales. Por supuesto, no todos los casos se dan con esta benev­o­lente com­bi­nación de propiedades, pero por aho­ra tomem­os el propósi­to ocul­to como idea pedagogizante.

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      Esta descrim­i­nal­ización de las —bue­nas— inten­ciones orig­i­nales supone un par de cosas: que las inter­preta­ciones erróneas serían con­se­cuen­cia de una pre­dis­posi­ción ante­ri­or y que, por lo tan­to, sólo reafir­marían un tipo de ideas pre­con­ce­bidas. Hay que señalar que, nor­mal­mente, esas creen­cias neg­a­ti­vas arraigadas (por ejem­p­lo, el machis­mo), rec­haz­an de for­ma man­i­fi­es­ta el ideario que inten­ta socavar­las (en este caso, el fem­i­nis­mo), acusán­do­lo de opuesto y sin ser capaces de com­pren­der­lo como solu­ción. Si estas con­vic­ciones igno­rantes rehúsan del alec­cionamien­to con­sciente, señalar las obras sub­ver­si­vas como cul­pa­bles de su cor­rup­ción, con­ll­e­varía caer en el absur­do, ya que las ver­siones no mal­in­ter­preta­bles seguirían sien­do rehuídas.

      ¿Quién es el cul­pa­ble? El indi­vid­uo como agente dis­per­sor. Elim­i­nar y cul­pa­bi­lizar toda obra somera­mente con­fusa sería caer en un com­ple­to error; los cre­dos trasnocha­dos seguirían existien­do y extendién­dose a causa de la igno­ran­cia sis­temáti­ca y su heren­cia famil­iar, se suprim­irían los ben­efi­cios del análi­sis críti­co y la sin­te­ti­zación del conocimien­to metafóri­co, y la capaci­dad de con­tex­tu­al­ización se vería mer­ma­da en favorec­imien­to de la exposi­ción dog­máti­ca de lo correcto.

      No sirve de nada cues­tionar el ben­efi­cio de estas sobras sola­mente porque exis­tan otras con vol­un­tades más oscuras. Las crea­ciones pedagóg­i­cas dis­frazadas por la per­spec­ti­va de la con­fusión o la mal­dad, acom­pañadas de análi­sis críti­co, nos apor­tan una de las her­ramien­tas más útiles de nues­tra cog­ni­ción: la capaci­dad de abstrac­ción. Este mecan­is­mo nos provee de mul­ti­tud de ejem­p­los en nue­stros esque­mas men­tales para la pos­te­ri­or inter­pretación del mun­do que nos rodea. A más can­ti­dad de ejem­p­los asim­i­la­dos, más fina es nues­tra com­pe­ten­cia en la dis­crim­i­nación de car­ac­terís­ti­cas que com­po­nen un sis­tema, mejor pro­fun­dización en las causas y con­se­cuen­cias de este y, por supuesto, más pre­cisión a la hora de arreglarlo.

      Está demostra­do cien­tí­fi­ca­mente el ben­efi­cio que supone el con­flic­to cog­ni­ti­vo en nue­stro desar­rol­lo para posi­bil­i­tar un cam­bio con­cep­tu­al en sen­ti­do pro­fun­do. Diver­sos estu­dios en el apren­diza­je infan­til han puesto de rele­vo la rentabil­i­dad que con­ll­e­va la reflex­ión de los engrana­jes sub­y­a­centes a un dis­cur­so. Por ejem­p­lo, la psicólo­ga cog­ni­ti­va Eleanor Duck­worth ha for­mu­la­do teorías tales como la denom­i­na­da «Las vir­tudes del no saber», en la que expone la impor­tan­cia de no dar la respues­ta cor­rec­ta, pues al tratarse de un apren­diza­je automáti­co y direc­to, no acos­tum­bra a implicar pro­ce­sos reflex­ivos. Es a través del des­granamien­to de con­cep­tos donde se desar­rol­lan ideas propias pro­fun­das e inter­conec­tadas. Tra­ba­jar a par­tir de ideas erróneas posi­bili­ta el pro­gre­so rep­re­senta­cional y nos lle­va a razonar por qué las respues­tas cor­rec­tas lo son.

      Dejar de lado este tipo de libros aparente­mente sedi­ciosos porque exis­tan otros tan­tos que son nocivos en su total­i­dad, nos lle­va a caer una fala­cia. No podemos dejar de com­er porque haya ali­men­tos mal­os para la salud. Aque­l­las obras políti­ca­mente incor­rec­tas, pero inten­cional­mente pedagóg­i­cas con­sti­tuyen un con­jun­to cul­tur­al ecuméni­co. Quizás son las que más nos alien­tan a desar­rol­lar nue­stro pen­samien­to. Pre­tender que se nos dé todo bien mas­ca­do nos aliena y aflo­ja, como un mús­cu­lo que no se ejerci­ta. La como­di­dad del men­saje categóri­co debili­ta la capaci­dad de abstrac­ción, desconectan­do las parce­las de la real­i­dad e impidién­donos ser con­scientes de las inter­ac­ciones entre sus componentes.

      Sin esas morale­jas ocul­tas por jeroglí­fi­cos ame­nazantes que urden autores como Nabokov, somos meros lec­tores y redac­tores de instruc­ciones. No ten­emos que elim­i­nar ni demo­nizar las his­to­rias con­fusas; hemos de difundir el razon­amien­to como medio de inter­pretación, y ale­jar lo más asép­ti­ca­mente posi­ble los pre­juicios que nues­tra his­to­ria pue­da aportar.

      Sin estí­mu­lo no hay desar­rol­lo. Libros como estos nos alien­tan a obten­er la com­ple­ji­dad cog­ni­ti­va que nece­si­ta­mos para elim­i­nar las con­cep­ciones erróneas y obcecadas sobre el mun­do. Sin ellos, sola­mente abriríamos las puer­tas a aque­l­lo que pre­tendemos erradicar, como las enfer­medades sin vacunas.

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