En un primer momento, se anula la veneración por el proceso, o por infamia del sacrificio. Dejan de existir las sorpresas. Por correo me comentan que “lo hemos visto todo”.
No manufacturan más de aquel elixir: Ímpetu de Descubrimiento.
Creo que sí, que lo hemos visto todo.
Es esta época rara, en la que la orfebrería de la dedicación muere. Se compra a toneladas. Apenas tarda unos segundos. Adquiero la apariencia de.
Si va en madera, se descarta. Caro.
Un ladrón, un juglar, apenas renquea sin tecnologías. Es un apóstata de los medios. Mira por la ventana y huele el movimiento de las fichas. ¿Le hace sentir superior? ¿Siente desprecio o calma? No. Le gusta ese esfuerzo. Ese descarte de las células que sobran; el nacimiento de fibras rojas más fuertes, más mortales, más adecuadas para sí mismas. El hábito es su herramienta, quien modera la función. El zorro no nace. El hábito le hace. ¿Acaso son menos reales los recuerdos convertidos en ficción? Porque hasta el aliento tiene raíces. ¿Y qué tipo de raigambre prospera en el cemento?
En el camino tropecé sobre la arquitectura veloz. Me asediaron a información perversa, que realmente no informaba de nada. In-forme: sin forma. ¹
¹ (en realidad no sé si tiene algo que ver, pero me cuadra).
Dicen que una ínfima dosis de veneno diario te protege del shock nervioso de las grandes cantidades. Yo creo que sólo te mata a otro compás, en diferido, como un tren con muchas estaciones, que te acerca al vacío mientras te ensimisma con su vapor.
Los mismos que dicen, se olvidan de cambiar la tierra. SIN EMBARGO, una de las ventajas de ser juglar es la mala capacidad para el olvido. El volver a conciliar el saber que no tengo un equipo que vire según mis propios acuerdos.
¿Todo esto les suena dadaísta? ¿Incoherente? Esperen, por favor. Porque si se fijan bien, el sol se acerca, temeroso, pero los capítulos son más largos. La fragua debe funcionar igualmente en la noche, con el bochorno. Y queda mucho acero acumulado en las bodegas.
No sé si el acero fermenta. A veces lloro por cosas. Otras me lamento, sin más.
He llegado a ciertas conclusiones, que procedo a comentar:
Respiran mis ventrículos cerebrales ‑sí, así es- y el don de viajar se hace menester. La ambivalencia del dormir, aun cuando la calima me cubre, se relativiza según el día. Necesito fluidez para diseñar mi Niðavellir. Lo veo alcanzable. Me veo bien ufano. Serán Tácito, Morris, y Marino. Será Sontag. Serán el bosque y la montaña quienes me protejan, si nadie me arriesga en justo sacrificio.
Porque la carrera no deja de ser sino un síndome de abstinencia. El resuello hacia la nada; hacia la competitividad que desembarca en un basurero común, donde a nadie le importa. ¿Y por qué iba a importarme a mí? ¿Por qué iba a dejarme yo las manos rojas y peladas por sacrificar mi tiempo en la minería de una sal que no sala?
No seré el máximo terrateniente. Si acaso, el terraviviente. Qué tonto. Que necio. Qué sano.
Acudiré donde haya que acudir, a cualquier mercado donde no tenga que vender mi ser. Porque si renuncio, rezumando el umbral de la paciencia, será por consciencia de juicio.
Huye el cobarde, el que todavía quería algo del gentío. Se marcha ‑valor reflexivo- quien ha agotado el cupo del veneno. Si mantengo un mínimo contacto, de algún modo eléctricamente obligado, será por el bien de mi hijo, que soy yo mismo, en una nueva individuación; en el pronto parterre de otro otoño primaveral, que es de donde germinan las ascuas que forjan mis miembros.

Se han (he) descubierto todos los principios. Es como en el arte, como en la literatura; todo estaba inventado. Hasta las nuevas normas y los valores que las orientan son copia y refrito:
- Está la filosofía de mi psicología. Andando a la par que riega de dinero los títulos necesarios, por donde puede empezar a hilvanarse mi Yo como labor. El orden que dilate la entropía.
- La filosofía de mi cuerpo. Con habilidades y pretensiones sobre el tiempo y el espacio, que necesitan de una fragua perpetua, donde desechar las crisálidas inservibles que le sobran a mi denuedo. El hábito del dolor.
- La filosofía de mi tiempo, y cómo Yo soy en el mundo fuera de mi rutina. Aquel que aprende de las tierras, como fabricante de antimateria para los no-lugares. Por dónde se escribe mi odisea.
- Y como cuarto átomo monista, la filosofía de mi hogar. Que las relaciona a todas en una sola entidad: la del aprecio por ser. Que articula a través de estantes en la memoria todas las vidas que merecen experimentarse, tanto por las venas de los libros, como por el tránsito de mi sangre.
Cesarem vehis eiusque fortunam.
Así, evoluciono de mí, y al rato le encuentro sentido. Mientras tanto, pesa la esperanza. Ahí, ando. Y luego ya veo, si tal. Así es el proceso de mudar: mirando desmado entre los barrotes de una cancela propia, que requiere de su tiempo para descifrar; para desquitarse de ella. Entre la dilatación de tales segundos, que son horas y meses, uno recuerda demasiado las roturas. Las cicatrices están tiernas, y huelen a lluvia, grabadas sobre un sistema que quiere y no puede dejar de existir. Mientras reviento la crisálida, la odio, la detesto. Me encolera seguir adherido.
¿Cómo levantar una nueva casa para que en el mismo instante se quede obsoleta? ¿Cómo deshacerse de las paredes inmaculadas y los rodapiés pintados a base de tropiezos y llagas?
Por eso soy tanto un ladrón como un puente: justo termino de erigirme, de ganarme el pan, y debo comenzar a restaurarme. Así por siempre.
Pero no resulta tan agonizante como parece. Disfruto en ello de cerrar los ojos, de apreciar la música metálica de mis defectos -dospuntos-: del choque de los apéndices olvidados dentro de mi maquinaria; del crujir de la madera tallada adornada en alabastro; de los huecos de una vieja sartén abollada, que chisporrotea y engrasa el alféizar que resguarda las tartas. Soy mi casa, o debo serlo, mientras otra idea me nazca.
Intrusión I: Habitaciones donde puedo levantar los párpados, y acercarme al lento hervir de un café aguado, donde, por motu propio, la mañana duela. Deberían estar prohibidos los despertares serenos; que por ley haya que adelantar el pie derecho, por cautela. Sólo al dormir deben despreciarse los evangelios, y renunciar a la vida externa. Mi aceptación con la falta de albedrío diurno, y mi compromiso con la conciencia resuelta sobre la almohada. Un cuerpo fuerte, monista, inmarcesible. Así hasta que pierda.
Comienza el camino hacia Niðavellir. La vuelta al deshaucio de las convicciones. La nada y el todo. Donde el alimento extraordinario sólo existe cuando se celebra. Porque me decepciona la bondad de los nuevos cuerpos reunidos que promete, en su embriaguez, enseñanzas que nunca se cumplen. Lo anticipo, pero me decepciona. Es un reactivo de la imagen rápida; la palabra desenfundada. Y yo no quiero ser ese tipo de pistolero. Si acaso soy un ladrón de arma blanca. Yo quiero reunir a las gentes alrededor de los placeres con los que puedan volver a una fraternidad que les lleve en todo momento a su hogar, a su casa.
He decidido que debo aprender el arte de los bosquejos, y de la redacción emocional de los nuevos mapas. Seguro que esconden alguna salida secreta.
Intrusión II: He despertado sin hambre. Esta sensación que me asedia no se basa en ninguna realidad física. Es pura traición; un motín autodirigido. Pero he salido entero de otro sueño terapéutico. Cansado, pero mentalmente dispuesto. A pesar del bochorno, y de la calima húmeda, lo prefiero. El buen tiempo es el maquillaje de los espacios. Si la belleza de un entorno resiste al azote de un cielo encapotado, es que realmente merece la pena acamparlo. Quiero aprender y sentir. No quiero adquirir. “Aprender con la espina dorsal, y no con el cerebro”, dijo Nabokov. Que me dé calambre, sin reflexionar en la inexistencia que aguarda en el medio. Yo no buscaba una profesión, sino un sentido al caer y al erguir. Y lo encontré. Encontré parterres del espíritu sin aprovechar, y anidé en esos intersticios con vida y con flores, tanto feas como admirables. Supe, para desbloquear, no para alcanzar la perfección, o el éxtasis de una imagen embriagadora. Pulí para revelar más oquedades que las conocidas, por oposición a la filosofía de enlucir y recubrir de adornos esos agujeros de la existencia, pues pretendo celebrarlos y sumergirlos en linfa sensacional. La humildad cósmica es un seguro contra todos los problemas.
Los pilares de Niðavellir han de construirse entorno a la inmensa biblioteca. Alguien que pueda escurrirse de la cama para refugiarse en las ficciones podría interpretar semejante cantidad de papel como una perpetua acumulación del dolor. Falso. Estos contrafuertes de hojarasca son el sudor solidificado de mis neuronas en su empeño de aprender a valorar la crudeza del mundo; son, sobre el papel, el jugo sintetizado y última esencia de mi capacidad por, no sólo tolerar, sino apreciar, las frágiles soldaduras de nuestra experiencia. Son los miles, las decenas de miles de palabras que hay que ensartar al aire con tal de ver prosperar las células musculares que recompensan con plenitud, sabiduría y disciplina. Toda esa biblioteca es mi constante terapia de exposición a mí mismo, a mis grisáceas sombras, y bajo ningún concepto sirven para distraer del dolor que la vida me ha ofrecido. No. Estas letras lo aceptan.
No quiero renunciar al tiempo que tardo en forrar los libros. Siempre tras leerlos. Los objetos no deben permanecer inmaculados. Es el desgaste y respeto mutuo lo que barre la despersonalización del entorno, y lo que nos da conciencia sobre la fragilidad de la tierra. De que todo es limitado, hasta la tinta, y que se ha de responder con algo. Un pago por la lección.
Los lugares olvidados huelen a pan caliente. Suenan a tierra viva, de galerías móviles, sin alcantarillas.
Tampoco veo justo hablar únicamente de las esperanzas. El largo camino duele. Sirve a un propósito, pero duele. Abrasa las plantas de los pies, porque rodea las lindes que todas las personas han hecho de sí mismas su nación. El largo camino es ahora absurdamente largo, rodeado de pesquisas y trámites fronterizos, cada uno redactado en su lengua, sin intención de adaptarse al humilde invasor.
Este año está roto. Como todos. O brilla en sus lecciones. Como los demás. Cualquier cosa que me diga será una media verdad. Medio arrastrada. En el presente todo está reciente.
¿Qué mano inocente cortará la cuerda amiga? ¿Qué lengua justa alertará sobre este horror?
…
Llegamos pidiendo la hora. Aún restan semanas y ya mordemos los bocatas, regulando el ansia con los dedos. En todas las manos se echa de menos alguno. Falange que falta: nueva estampita de santo. Ojalá volver a las hagiografías, que ya cansa tanto aforismo diario. Yo creo que no se puede recuperar la ilusión en ciertos humanos sin perderla en la humanidad general. Hasta la fe ha de ser economizada.
Mi esperanza pasa por un sueño atávico. Pasa por erigir una abadía con mis hermanos; una cartuja para mis camaradas. Ahí desemboca el Largo Camino: hacia una tierra verde y empedrada, que hunda la antigua civilización y sus mojones dados de sí; sobre la esperanza en el dolor placentero, y en la pátina orgullosa que deja sobre la piel cuando acaricia, no la primera, sino la última piedra, la más fría, la más cálida, la más septentrional.
Niðavellir son los campos oscuros de forja, para los enanos, que no lo son por tamaño, sino por descreerse de su derecho de gigantes. El Largo Camino son todas las conversaciones que nunca tendré sobre las cosas que nunca sabré, pero que desarrollo para los espíritus de mi cabeza, sobre el tiempo que vendrá, y sobre las auroras que colorean vidas legítimamente interminables.
Esa tierra esmerilada, bruñida por la lluvia, será tan regalo como responsabilidad. En ella, reuniré al concilio de mis compañeros; a todos los que veo jodidos. A todos. A todos por los que lloro, por asistir en directo a la radiación que emite la vileza de este mundo fallido.
Como ya he dicho, la cabaña se erige a mano. El alimento reconstituyente no pasa por sembrados virtuales, ni por trampas. Yo, otra cosa no sé.
Mentiría si dijera que detesto el mundo. También engaño si afirmo que me parece prístinamente maravilloso. El clima cambia, y todas las puestas de sol son reales. Por ello, reniego a olvidar las fotos. También abjuro de vivir por ellas. Me quiero. Y quiero a mucha gente más.
Sueño con salvarnos a todos. Sueño con volver a ser individuos en una comunidad, y sueño con enterrar por siempre la individualización. Matices.
Sueño con renunciar.
Sueño con seguir caminando.
Por soñar…
…por soñar, sueño con brindar, todos a una, copadas las copas y barnizado el castaño ‑el que reune nuestra comida‑, por haber sido tan grandes como penosos, y por la paciencia de haber recorrido y sanado lo suficiente antes de volver a las estrellas.
Feliz Yule, por desear algo.