Las agujas

Y entre las alme­nas del tiem­po, se des­cubren pasadi­zos que siem­pre estu­vieron a ple­na vista. Las rabi­as sen­ti­das a tenor de los tropiezos que se acoplaron a la vida. Le hacen pre­gun­tarse a uno cómo cuán­do y por qué. Que de dónde sale este fuego fatuo, cáli­do y sin­cróni­co, aho­ra que el gas está por las nubes; que ame­drentan las artic­u­la­ciones y mov­i­lizan los hue­sos llenos de vér­ti­go, por el recuer­do de otros palos colec­ciona­dos hacia el fémur.
Que de dónde sale este oxígeno puro, de bosque prísti­no, aho­ra que el mun­do comien­za a secarse; que los pro­pios años men­guan, o dila­tan, según quiera mirarse la are­na. Y me lle­ga al pecho, a pren­der el cere­zo, sin fuelle, solo con la brisa cán­di­da del susurro, al hue­co donde antes me invadía la ambi­ción. La ambi­ción ester­il por la escalera del ser recono­ci­do, que no que­ma madera, sino tiem­po, y que ane­ga de dióx­i­do de pér­di­da la habitación, y que des­ori­en­ta.
Con aquel espa­cio libre, se ve diá­fana la vida. Dura, pero pla­cen­tera. Impre­deci­ble, pero her­mosa. Ele­gante. Pavorosa. En ese habitácu­lo nue­vo uno rec­u­la sobre su pro­pio eco, y se sien­ta a con­tem­plar los árboles que mere­cen la pena obser­var. Que de lentos nutren. Sin la pre­ten­sión exter­na, las manos se des­ocu­pan y las fóveas se cen­tran. En el arte. En los fru­tos que sanan al ser cosecha­dos, hacia los que merece la pena alargar los dedos.
Con aquel espa­cio libre, uno puede apre­ciar con may­or soltura a quién le cede hue­co a su lado. 

El miedo huele dis­tin­to. Sue­na a ojalá, no a rec­ha­zo.
La ducha cal­ma. No enmas­cara.
Se reparte el agua y la vida es una. Como en las canales del deshielo. Se entre­lazan las mon­tañas.
Y las coin­ci­den­cias, que en esta vida no son ni expo­nen­ciales, ni copiosas.

En el may­or de los castil­los se tejen las ganas. Aunque piquen las agujas. 

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