Las raíces de la cima

amanecer-montaña

Nada se me ha per­di­do en una cum­bre, ni he vaci­a­do los bol­sil­los donde pas­tan los seres inocentes. No he moja­do los libros, ni he aban­don­a­do risas o llan­tos. No ten­go razones mate­ri­ales para ele­gir la vida agreste que exige pelear tan­to por la dilat­ación del tiem­po, como por saber sabore­ar­lo.
Es la inmedi­atez quien me ha atra­ca­do, el rel­leno de los segun­dos inertes que se mantienen en un almíbar para un corazón de hielo. Es el ham­bre que arredra por la croni­ci­dad del ofi­cio y su pri­sionero. El dolor de quien se suscribe a la mente col­me­na y se evap­o­ra con la inyec­ción de que des­ori­en­ta al hastío.
La tier­ra des­gas­ta las manos, las ensu­cia y las pica, has­ta que mana la san­gre de aquel que ose aprovechar tal ali­men­to. Nada que ver con el tecla­do asép­ti­co; el códice per­fec­ta­mente pau­ta­do que no guar­da más tesauro que veneno.
Me entu­mece has­ta en el desvelo. Me acari­cia mien­tras son­da cada poro, hacia la lin­fa de mis sueños. No recuer­do ya un desve­lar seco; se me hace extraño per­manecer unos min­u­tos incor­po­ra­do, miran­do al estante, has­ta que vuelve a acom­pasarse el pecho. No enca­ja en la atmós­fera. La nue­va tela de araña ya no infunde miedo, ni curiosi­dad. No cua­ja como ante­na en este tiem­po. Aho­ra vive la cober­tu­ra, que va y viene, y con ella, la bue­naven­tu­ra vita­míni­ca del jugo un humano que ya no puede aspi­rar a ser solitario.

Me gus­taría saber qué char­cos agotan su exi­s­tir; qué reduc­tos del mun­do prísti­no aguan­tan el embite del calor actu­al. No quiero irme desnat­u­ral­iza­do. No quiero vivir apan­talla­do.
Creo que cada vez sospe­cho menos del estu­ario del trayec­to, que lo que real­mente me asus­ta es no haber absorbido al final todo cuan­do pue­da nutrir mis fibras. Nada me va a quedar en la desem­bo­cadu­ra. Quiero que fro­tarme los ojos sea la tóni­ca, que ten­gan que recon­stru­irse con cada ima­gen abru­mado­ra. Y que estas con­clu­siones pesen tan­to en el frío como lo hacen al calor de su ger­men.
Cier­ro los ojos, y veo mon­tañas soli­tarias frente a mí, res­guardadas por senderos zigzagueantes, pero no por ello más cán­di­dos. Cada alba, nada más des­per­tar. Me recuer­da lo nimio de mis grandezas con­don­adas. Es la úni­ca auto­com­plac­i­en­cia que me per­mi­to: la vocación idios­in­crási­ca de la nat­u­raleza, la der­ro­ta absur­da­mente evi­dente, y su resul­ta­do inequívo­ca­mente adver­tido. Y me agra­da. No quiero ser más grande que una mon­taña; no lo soy, no puedo ser­lo. Esta frag­ili­dad me da per­miso para dis­fru­tar el resto del día a día sin may­ores pre­ten­siones. Sola­mente acep­to la humil­dad del vivir que esté sin­croniza­da con la aleación de mi plac­er y mi sufrim­ien­to. ¿Pudiera estar aso­ci­a­da la apre­hen­sión al calor inter­no con el temor a la con­stat­ación del indi­vid­uo como ser frágil y asép­ti­co por naturaleza?

El vaivén de mi con­vic­ción reac­ciona como la fru­gal­i­dad de una plan­ta que es movi­da con­stan­te­mente en bus­ca de un mejor lugar en el que recibir la can­ti­dad ade­cua­da de luz solar. No es vital por nat­u­raleza, sino cuan­do no que­da otro reme­dio. Esa moti­vación dis­para el ester­tor cuan­do el nihilis­mo cor­roe la médu­la has­ta un niv­el críti­co, destapan­do un ence­falo­gra­ma heli­coidal.
Dudo del merec­imien­to pre­sente según el huso horario. Sé qué clases de verdes aflo­ran las res­pira­ciones pro­fun­das de mi ser, pero el eter­no retra­so de las ambi­ciones comien­za a secar las raíces. Este pie en llano cansa de no poder aspi­rar a nada, ni tan siquiera a la nada que está dis­puesto a acep­tar. Cuan­do me quiero dar cuen­ta, mi cere­bro ya se ha deshe­cho del cal­lo lit­er­ario. El negro traspasa la celu­losa, más por el óxi­do que por la inde­cisión. No me gus­ta. Lo detesto. Me asquea el con­tra­to que ha bor­ra­do de los sen­ti­dos el teji­do de la lluvia.

Ojalá aspi­rar al don de la xenoglosia, y poder curar las afec­ciones del alma con toda pal­abra escri­ta y habla­da, deam­bu­lan­do por cada comar­ca nom­bra­da, como un psicól­o­go bar­bero. Ojalá capear las bor­ras­cas den­tro de un car­ro ates­ta­do de libros y de los ojos verdes que empañan has­ta mis con­tra­ven­tanas.
Ahí, en mi sueño, pre­tendo encon­trarme con mis com­pañeros en cada taber­na. Y que todos ellos asien­tan con cerveza ante la inma­te­r­i­al prop­ues­ta de deshac­er su carne, sus ten­dones y sus hue­sos, por el puro plac­er de encum­brar una mon­taña. Una más. Otra. Sin ten­er que anun­ciárse­lo a nadie.
Ojalá pudiera afrontar una jor­na­da entre tajantes col­la­dos con cada per­sona que reniegue de las con­vic­ciones del cemen­to. Sólo el frío de la mon­taña puede pro­bar la calidez que irra­di­an los prin­ci­p­ios vitales cuida­dosa­mente arte­sana­dos; la bal­sa de aceite que acu­na la soledad, y que no hierve al con­tem­plar la clausura en uno mis­mo.
Quiero que mi pro­fe­sión sea beber de los pozos, y des­gañi­tar mi voz para rejon­ear el eco a través de las cav­er­nas. Quiero morir vivien­do, y no cam­biar de cartero para alargar mi suscrip­ción a la vida de prue­ba.
No jus­ti­f­i­can las leyes de mi esen­cia una con­duc­ta inciv­i­liza­da, pero tam­poco exten­sa­mente comu­ni­taria. No sé con­vivir en sue­lo clasi­fi­ca­do, con quien se siente a gus­to con en una tier­ra plana. Así es, que pre­tendo evi­tar forzar las aven­turas, y salir de noche a remediarlas.

No creo estar hecho para demostrar una maestría bor­da­da en ban­dera. No quiero blandirla para mere­cer el oxígeno. Quiero com­er para perseguir­la. Quiero volver a dejar letras que abo­nen la hiedra por la que trepar lo que res­ta de la are­na. Una hiedra que ejerza de vela, y que al desve­larme, aco­mode mi miedo, que no lo ahogue. Quiero tejer un beju­co ligero y grá­cil, para flotar sobre el invier­no de la indifer­en­cia. Porque aunque no haya per­di­do nada en la mon­taña, o en el cam­po, o en los bosques olvi­da­dos, el miedo de su vez primera me ofrece más ver­dad que todo inven­to que puedan ven­derme en piso llano. 

Mi aportación es seguir unos prin­ci­p­ios ade­cua­dos sabi­en­do que al uni­ver­so se la pela por com­ple­to. Ese es mi absur­do cal­vario: la moral­i­dad teji­da a par­tir de remien­dos del exis­ten­cial­is­mo. Soy un cro­nista de mi propia sub­je­tivi­dad, en con­tac­to con la del resto y con las migas de ver­dad que puedan inun­dar el mun­do.
No alber­go más mer­i­to que el pin­tar boni­to las mier­das que ger­mi­nan de mi pen­sar. Pueden lle­gar a sufra­garme por ello, pero no por ello pien­so dejar de lev­an­tar de la tier­ra mis propias patatas.
Las piezas escarpadas jue­gan a favor de la tier­ra. Las pági­nas mar­cadas, las piedras pul­i­das, la fru­ta madu­ra y las sue­las gas­tadas. Es el due­lo que nace de una época rota, que lle­ga a su fin, y bien podría con­sid­er­arse otra enti­dad en sí mis­ma: una nue­va voz extradiegéti­ca, febril, como la que inun­da la razón ósea de pro­gre­so celu­lar, esperan­do que el tué­tano les siga el rit­mo, para al final, dar­les sentido.

Al final, resul­ta que la úni­ca val­i­dación empíri­ca que juz­go opor­tu­na es la de sobre­vivir sin arti­fi­cios. Quiero ganar por la mano, y no hac­er creer a la nieve vig­i­lante que cuen­to las car­tas.
Cualquier nicho del sen­tir ha sido lo sufi­cien­te­mente hol­la­do como para resul­tar por sí mis­mo una fuente de tópi­cos. No obstante, pre­tendo asen­tar cualquier vida que no sea capaz de expre­sar, o al menos no ten­er más reme­dio que hac­er­lo como lo han ver­tido en papel aque­l­los que sí tuvieron pal­abras para revivirlo. 

Da vér­ti­go des­cubrir que ya no se le tiene miedo a la propia mor­tal­i­dad. La razón para con­tin­uar trepan­do es así una tau­tología: vivo porque lo estoy. Es una infre­cuente opor­tu­nidad para sat­is­fac­er la curiosi­dad, y no se puede des­perdi­ciar. El miedo se trans­for­ma entonces en un deshe­cho com­bustible, y la negru­ra de la madru­ga­da en el mejor momen­to para encen­der la llama.

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