Las segundas cartas

Estoy aban­deran­do una col­i­na que no es mía, que es ace­quia de otro mun­do. Averigua de ser sana.
Me pre­gun­to a qué veloci­dad debo ondear el paño, urdi­do en rojo por la san­gre que aún ates­ta mis venas.
¿Y si me ven demasi­a­do? ¿Y si el vien­to se me lle­va por la vagua­da?
La muerte ane­ga; la vida es quien iguala. Y abre frac­tura como un tor­rente que no conoce rigidez o mate­r­i­al sen­sato. Bulle has­ta que encuen­tra el llano. Y yo no sé en qué lla­nu­ra me hal­lo. No sé si mi valle aguan­ta la trom­ba, o si la cota supera mi cal­lo cardía­co.
¿Cómo de bien me ten­go que sen­tir? ¿Cómo de mal pro­fe­so el esper­arme?
Que cada cual tiene sus mis­mos cuader­nos de mir­ra y car­bón, sobre sus dolores espinales. Y yo ape­nas he deshe­cho el envolto­rio de car­damo­mo con el que venían los míos. ¿Estoy prepara­do para asumir más lec­turas? Me cues­ta saber si quiero ten­er una respues­ta. Me cues­ta negarme a una cari­cia. Mucho más a las que son buenas.

Aho­ra pien­so, aquí, en esta ace­quia de otro mun­do, que carez­co de las cos­tum­bres con las que ase­di­ar el reto, y que deben ser ren­o­vadas. Al menos sin miedo. Para la zona desmil­i­ta­riza­da de mi zona de con­fort ni siquiera son leg­i­bles estos fueros.
¿Cómo me divi­do ante mis impe­rios? ¿Cómo me reparten los que se agaza­pan a la som­bra de mis fóveas?
Yo no sé asig­n­arme a la vez: la furia energéti­ca que crepi­ta tras la alam­bra­da, o la mira­da ávi­da frente a la adu­a­na. Ambas no. Ambas no, por dios, que pesa, y yo no ten­go más que dos ojos, que con­tem­plan coor­di­na­dos al mis­mo cielo oscuro, por muy microas­ge­gun­da­do que se haga ese espa­cio de tiempo.

En muy extrañas oca­siones se dan las condi­ciones claras para saber que se está ante un pun­to de inflex­ión en la vida. El resto de tiem­po hay que prop­i­cia­r­los. El resto del tiem­po uno tiene que creer en algo. Afer­rarse a la cuer­da.
Util­i­tario es para mí el reloj, al que ati­bor­ro con deman­das de otros castil­los que ni siquiera he con­stru­i­do. No es que quiera for­ti­ficar; abo­go por der­ruirme fuera del pas­to que ya he cansa­do de bar­be­cho, y al que quiero subirme a cues­tas, a la espal­da: a veces lloro por la tier­ra (con minús­cu­la), y pre­tendo marear­la. Que vea mun­do, que se vea a sí mis­ma.
Yo quiero echar de menos. Quiero que el ter­ruño extrañe a la piedra. No asumir que me reniego a la mis­ma parcela. ¿Cuán­to tiem­po ten­go para con­stru­ir el acue­duc­to por si el agua lle­ga?
No nece­si­tar inflar el ego tam­bién con­ll­e­va algunos problemas. 

El café es al otoño, lo que el otoño es a mis con­vic­ciones; lugar donde asien­to las creen­cias perennes y suel­to las cobardías que me cad­u­can.
¿Cuál es el sabor del mun­do? …
… Quiero café en las mon­tañas. Nada nue­vo. Que los cuer­pos se desli­cen bajo el man­to, y se apel­ma­cen entre sí como un alud; ser el prófu­go del año de las nieves. El mis­mo al que cal­man las añagazas de esa risa, y su erup­ción al aire como una ban­da­da de estorni­nos cel­e­bran­do el azul solea­do. Una silue­ta al sol, la primera mañana en la que ha hela­do. “Una cabaña con vis­tas”.
El otoño comien­za cuan­do se apacigua el hor­i­zonte, y cuan­do se pone a prue­ba la elas­ti­ci­dad del vien­to. Me creería si me dijer­an que en octubre solo salen las lunas llenas, casi a reven­tar.
No es nece­sario com­pli­carse, y llenar todo de arqui­v­oltas. Los árboles fieles pueden aguan­tar una car­ga sufi­ciente; ser cúpu­las del des­can­so, entre la emo­ción de una sen­da y un hog­ar a medio camino. Y no. No veo nece­sario cegar en el destel­lo. Solo hac­er equipo con quien se es mejor; con quien se nutre el uno mis­mo, el espon­tá­neo, tan­to como el deseo y la cal­ma.
Así del césped comien­zo a cul­ti­var la ausen­cia de fric­ción. Es en los col­la­dos donde encuen­tro sig­nifi­ca­do, pausa en el vino, que ale­ja de sí la adju­di­cación de una tré­mu­la der­ro­ta, donde nos una el ven­daval. Que nos lleve con vis­tas al pra­do, a una moque­ta infini­ta donde la ani­mal­a­da des­file llana como una com­parsa nat­ur­al de cencer­ros. La ausen­cia de com­ple­jo. Cabeza al hom­bro que acom­paña, y no se nece­si­ta la año­ran­za. No sirve ya la nos­tal­gia, porque algo bueno anun­cia su aparecer. 

Y aquí estoy, en esta ermi­ta del tiem­po.
Con­sidero que quien sabe escuchar la llu­via debe ten­er algún títu­lo de polí­glota. Que quien se siente a la mesa soste­nien­do la mira­da tier­na, ha gana­do en parte la par­ti­da. Ese feu­do del que sabe deam­bu­lar solo, pero que tam­bién acep­ta la sat­is­fac­ción del sudor y la fru­ta com­par­ti­da.
En esta ermi­ta del tiem­po estoy. Soy. Porque puedo ser efímero, y puedo ser perenne. Y de mien­tras, en el día a día, sigo vivo.
Me gus­taría fiarme más de la vida. Ojalá que nun­ca me llegue a ser indiferente. 


Lle­gar a ser quien deseas pasa por comen­zar a fin­gir que eres lo que quieres ser; un pro­pio intér­prete de las pla­gas que todavía no han fer­men­ta­do en la patria inter­na; una bar­ca ven­di­da antes de haber cura­do el calafate con la brea.
Antaño me vendí demasi­a­do rápi­do. Aho­ra he com­pra­do con unos bil­letes sin ros­tro, sin puente mile­nario. Pero pre­fiero seguir rega­lan­do. Ni que sean lega­jos bor­da­dos a par­tir de las hebras de lana verde del cam­po. Ni que sean ladril­los para los sueños de las cabezas, aque­l­las por las que me regazaría por saber­les a sal­vo. Es mejor no pro­cras­ti­nar el due­lo. Es más ade­cua­do no negar la mano.
Es mejor hablarse de las cuitas, que dejan mar­ca en los escalones, y que le dan prestancia a los cuer­pos demasi­a­do aco­moda­dos. Cubrirse de errores, y que sean el barniz de lo cón­ca­vo del pecho. Acos­tum­brarse a no esper­ar; que el dere­cho pro­pio sea pro­duc­to de la min­u­ciosa orfebr­ería, y no un socavón falsea­do con bar­ro y légamo.

Ojalá quer­er tan limpio como lo que creo que puedo lle­gar a quer­erme a mí mis­mo. Ojalá lleguen a con­fluir tan­to nue­stros tiem­pos como nue­stros espa­cios. Que naz­can estrel­las como del uni­ver­so surgieron, al azar de las posi­bil­i­dades. Porque cuadró. Pusieron pis­tas. Porque las leyes uni­ver­sales, de repente, enca­jaron. Ojalá haber cura­do. Y que el pas­to, y las mis­mas leyes de las que habla­ba, nos per­mi­tan regar­nos. Aunque sal­ga cal­lo.
Las car­tas se escriben mejor al segun­do tra­zo. Como los caminos. 

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