Láudano de trinchera

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Me pon­go a dis­posi­ción de la comu­nidad para ofre­cer ter­apia. Depen­di­en­do de los prob­le­mas que se dejen entr­ev­er, apli­caría tar­i­fa o gra­tu­idad; no sería cor­rec­to igualar la expe­ri­en­cia opre­si­va de la situación de aque­l­la per­sona que sufre depre­sión suma­da al con­fi­namien­to invol­un­tario, que la de otro indi­vid­uo que se siente den­tro de una trinchera por no haber someti­do a escru­ti­nio sus pro­pios pen­samien­tos sin adornar­los al públi­co en toda su puñetera vida.


Ideas. Vol­quete de ideas para aliviar el sufrim­ien­to que irra­dia la cár­cel; esa cel­da sim­u­la­da, bien ade­cen­ta­da, con sus adornos mod­éli­cos y estéti­ca­mente estu­di­a­dos para orga­ni­zar el con­fort del con­sumo que se ha adop­ta­do como iden­ti­dad uniper­son­al. No una jaula de bar­rotes oxi­da­dos con el inodoro a esca­sos cen­tímet­ros de los muelles que suplan­tan al colchón. No un espa­cio ínfi­mo, aber­ra­do por sep­ticemia que oblig­ue a hac­er aco­pio del más pro­fun­do instin­to de super­viven­cia. No. Ni tan siquiera un bar­racón. Se nece­si­tan ideas para cal­mar el áni­mo, para ocu­par­lo y man­ten­er­lo aler­ta, en un espa­cio que, lejos de pare­cerse al cal­abo­zo de lo que te imag­in­abas en Bizan­cio, se ase­me­ja más al lujo supe­ri­or que se haya podi­do desear en cualquier época que requiri­era (de ver­dad) el máx­i­mo esfuer­zo para super­ar otro día. 
      Vacío. Es lo que se nece­si­ta llenar. Un vacío sor­do, anecoico, que no apor­ta más que con­scien­cia; con­scien­cia que, por dios, es imper­a­ti­vo silen­ciar. La vac­u­na con­tra el virus: un ente, una bac­te­ria, un parási­to que jamás se ha plantea­do en primera per­sona como tal, que nece­si­ta devo­rar, aco­modar sin asim­i­lar, para no vol­verse loco. Porque el silen­cio, el tiem­po frente al espe­jo, expon­dría la insond­able mier­da que se ha acu­mu­la­do sobre la autoim­a­gen en el tras­tero del cere­bro. El tiem­po a solas fagoci­ta; te rev­ela que quizás no estés hacien­do las cosas tan mar­avil­losa­mente como crees; te susurra que por aho­ra sólo con­sumes y, en el mejor de los casos, que sólo apor­tas mate­ria de con­sumo. Nada reseñable, ningún esfuer­zo que te supon­ga el ver­dadero sac­ri­fi­cio. Su vac­u­na es la infor­ma­ción: no orde­na­da, no int­elec­ti­va ni inten­cional; la infor­ma­ción en paque­tes sor­pre­sa, que cumplen la fun­ción de com­bustibles dis­trac­tores sobre el trán­si­to de la san­gre que se pue­da lle­gar a detec­tar inmer­so en las cámaras sin eco. Opio, láu­dano. Anti­his­tamíni­co existencial. 

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      De esta necesi­dad de espir­i­tu­al­i­dad mate­r­i­al emer­gen los Héroes del tiem­po inva­di­do. Los abne­ga­dos de inver­sión a largo pla­zo. La influ­en­cia reli­giosa de quien teme al peor de los demo­ni­os: el remordimien­to de la reflex­ión.
      El clero que te trans­ma­te­ri­al­iza en una mar­ca, en un per­son­aje, del que depende el con­tin­uo abastec­imien­to de mate­ria pri­ma mor­bosa, en embal­a­je de opinión, para que los pro­pios acól­i­tos, los que les lev­an­tan en marea sobre el escu­do a través de la plaza, sigan man­te­nien­do su ración de influ­en­cia frívola, evi­tan­do el ries­go de que pudier­an pen­sar en el aban­dono a uno mis­mo. Porque su aban­dono sig­nifi­caría el cese del nego­cio como figu­ra remar­ca­ble, que lejos de ofre­cer un crec­imien­to, se somete al ser­vi­cio del nicho a medio rel­lenar, con aforis­mos escritos de tazas empalagosas, y deci­siones suje­tas a la opinión lig­era­mente cam­biante de las esen­ciales bases adu­lado­ras. Su aportación (y la tuya) aca­ba lim­itán­dose a ates­tar de vibra­ciones un silen­cio que quizás, en situa­ciones como esta, sería de util­i­dad para aque­l­los que nun­ca se han enfrenta­do al abis­mo que supone analizarse a sí mismo. 

      Estas viven­cias, estos exper­i­men­tos de cam­po, apor­tan mucha chicha que des­menuzar: cómo el ansia viva pro­duci­da por el temor de abur­rirse un microse­gun­do trans­for­ma un con­jun­to de bienes cul­tur­ales en pro­duc­tos que devo­rar sin sabore­ar­los; cómo se ase­gu­ra el trán­si­to de camiones cis­ter­na con toneladas de ocio telemáti­co, como si pudiera pro­ducirse un acto de aplau­so silen­cioso en masa, tras 30 min­u­tos de reflex­ión sin ver nues­tra aten­ción inter­rump­i­da por muchas cosas que bril­lan y que sue­nan en la pan­talla. Obis­pos de Malasaña, que recomien­dan no escuchar silen­cio. El rui­do, el rui­do es la autén­ti­ca fuente de infor­ma­ción, la que apor­ta pau­tas para la acción; la que evi­ta que te cuelgues de la lám­para por haber siquiera inten­ta­do dis­fru­tar de tu propia com­pañía. Son los miem­bros del clero social que te inci­tan a sen­tirte en trinchera, desqui­ci­a­do, casi al mis­mo niv­el que los excom­bat­ientes en el Somme. «Pero es que las épocas son dis­tin­tas; nues­tras expe­ri­en­cias no se pueden com­parar». Y razón tienes: tú ape­nas has vivi­do lo que has elegi­do vivir, lo más cómoda­mente posi­ble.
      Y ahí, en la como­di­dad del temor, uno olvi­da su clase. Recomien­da encar­e­ci­da­mente y apela al civis­mo más des­oxir­ri­bonu­cle­ico para que a la gente no se le olvide apor­tar su gran­i­to de are­na, no por un bien may­or, sino por la may­oría infini­tos bienes menores. Porque si este suje­to, que mod­esta­mente mantiene su coro­na de lau­rel en la cabeza, real­mente pen­sara en el bien may­or, se aten­dría, como acer­tada­mente recomien­da, al man­ten­imien­to de las necesi­dades pri­marias, que le sobran, y no le van a fal­tar. Si todos los Césares del pueblo, si todos estos agi­ta­dores éti­cos de cabecera pen­saran en el bien común, recor­darían que la clase afec­ta a la per­cep­ción de cuán pri­maria es una necesi­dad. Si tan abne­ga­dos son en su pey­ora­ti­va críti­ca hacia la acti­tud de los descon­sen­sua­dos, no olvi­darían que, por ejem­p­lo, una per­sona que tran­si­ta las calles repar­tien­do bienes no nece­sar­ios para no perder su tra­ba­jo, tam­bién se expone (y favorece) a la propa­gación del virus que tan bue­na­mente ese César en su sac­ri­fi­ca­da cel­da se empeña en evi­tar. Porque aunque ese indi­vid­uo que socorre tu abur­rim­ien­to mod­er­no se coloque a dos met­ros de tu puer­ta para evi­tar con­ta­gios innece­sar­ios, sigue sien­do una per­sona, no un sier­vo, con unas necesi­dades pri­marias prob­a­ble­mente más bási­cas en este momen­to. El “les estoy dan­do tra­ba­jo” es el nue­vo “sin las cor­ri­das se extin­guirían”.
      Su métri­ca moral públi­ca, ardorosa­mente pre­ocu­pa­da, se opone al ries­go o a la afrenta de los dere­chos sis­temáti­ca­mente muti­la­dos. Pero, ay la esfera pri­va­da: qué útil resul­ta poder apa­gar la cámara y desconec­tar el tecla­do cuan­do no con­viene que aque­l­los a quienes con tan­ta vehe­men­cia acon­se­jas se enteren que has­ta tú, faro de luz cívi­ca, no puedes vivir sin tu dosis de rui­do men­tal, de entreten­imien­to dopamíni­co que acalle tu per­cep­ción de ser un fraude en lo que respec­ta a exi­s­tir con y no a cos­ta de. El dominio de la propia vol­un­tad aca­ba sien­do una cuestión de semán­ti­ca sobre la paja en el ojo ajeno. 

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      No, no te sien­tas en una trinchera. En una trinchera no te qued­a­ban más cojones que apalan­car­te o salir a la muerte. Aquí, si has sali­do de la madriguera y vuel­to a casa, no es por peli­gro mor­tal, sino por angus­tia fuera de con­cien­cia. Se apela a la respon­s­abil­i­dad aje­na, has­ta que la propia desconec­ta al inten­tar com­pren­der que el estrés psi­cológi­co fun­ciona tam­bién en uno mis­mo, y que, o se resiste por con­cien­cia cívi­ca, o se sale con el rabo entre las pier­nas, con los oídos tapa­dos, llo­ran­do y gri­tan­do un «No juego». Y qué te va a decir el resto, si aunque observe la patale­ta del ajeno cer­cano con el ceño frun­ci­do, él está igual de aco­jon­a­do ante la idea de afrontarse a sí mis­mo.
      La indi­vid­u­al­i­dad colec­ti­va. El activis­mo social reduci­do a la tocante necesi­dad idios­in­crási­ca. Fuera de ella se sucumbe. Se es inca­paz de sac­ri­fi­carse a uno mis­mo a través de la visión gen­er­al de un bien may­or, no solo a cor­to pla­zo. Porque no nos engañe­mos, esto no es sac­ri­fi­cio, sino deman­da a puer­ta cer­ra­da: un par­tido que se dis­pu­ta sabi­en­do que nos están obser­van­do; una cosi­fi­cación del ejem­p­lo hero­ico que dis­fraza la vergüen­za que sen­tirías si supier­an que no estás respetan­do la regla pacta­da: la influ­en­cia latente está desac­ti­va­da, y la con­cien­cia pro­te­gi­da. Resul­ta endi­a­blada­mente com­pli­ca­do enfrentarse al planteamien­to de la propia aportación fuera de la necesi­dad que iman­ta la pre­sión social. ¿Qué harías sin poder comu­nicar que tus necesi­dades secun­darias están cubiertas? 

      Que no se me mal­in­ter­prete. No se tra­ta de un man­i­fiesto en con­tra de predicar sobre la respon­s­abil­i­dad cívi­ca o a favor de rebe­larse porque haya quien se empeñe en no hac­er lo cor­rec­to. No. Es una críti­ca con­tra los que no ejem­pli­f­i­can la bon­dad que se empeñan en man­ten­er de cara a quienes puedan juz­gar­les no tan éti­cos o dig­nos como ellos pens­a­ban o hacían ver.
      Es una críti­ca con­tra las recomen­da­ciones que matan el tiem­po y no lo aprovechan en plantearse lo que jue­ga el pro­pio papel en un con­tex­to y una comu­nidad social, donde los prin­ci­p­ios son sus­cep­ti­bles de cam­biar en base a la evitación expe­ri­en­cial o a la mejor opinión. Las cri­sis no sólo se cre­an o sur­gen, tam­bién se mantienen. Y se mantienen cuan­do se evi­ta el análi­sis pro­fun­do y fun­cional de la propia con­duc­ta, en favor de una moli­cie que es cier­ta­mente cómo­da.
      Es una críti­ca a la inca­paci­dad de dom­i­narse a uno mis­mo en un con­tex­to que ape­nas exige que restrin­jamos nue­stros movimien­tos a una serie de habitácu­los cómo­d­os y abun­dan­te­mente pro­vis­tos. Una críti­ca a no saber ver qué sig­nifi­ca para con uno mis­mo seme­jante inqui­etud y angus­tia.
      ¿Hemos pen­sa­do que si nece­si­ta­mos que nos pro­por­cio­nen ideas para realizar en casa, es posi­ble que teng­amos mucho en común con un virus o un parási­to que no tiene nada con­struc­ti­vo que apor­tar? ¿Ten­emos algún obje­ti­vo que no se base en con­sumir o en hac­er que otros con­suman algo?
      ¿Y si alguien que deci­da no matar el tiem­po detec­ta que su com­por­tamien­to es tóx­i­co para su pro­pio crec­imien­to per­son­al?
      Apli­can­do el sig­nifi­ca­do lit­er­al de cuar­ente­na, 40 días con uno mis­mo desin­fec­tarían mejor las caren­cias de reflex­ión que los estra­gos de una pandemia.

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