Los otros desposeídos

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No era esto para lo que tenía pen­sa­do uti­lizar el cuader­no. No pre­tendo dar orden ni cohe­sión a los pen­samien­tos. No voy a escribir una obra. Ni siquiera es un diario. Es sen­cil­la­mente un recuer­do; var­ios, de hecho. Son algo así como mojones de piedra con los que ori­en­tarse, o de los que liberarse.

      Recuer­do el momen­to en el que comen­zamos a salu­darnos a dis­tan­cia, des­de nue­stros respec­tivos palacetes delim­i­ta­dos por infini­tos ven­tanales. Todas estas man­siones de cristal care­cen de pun­tos cie­gos, ni de madera ni hormigón, para per­mi­tir sen­tirnos bien cer­ca; para estable­cer un vín­cu­lo irrompi­ble des­de nues­tra seguri­dad. Eso nos empeñamos en pensar.
      En real­i­dad, que ningu­na de nues­tras casas posea un solo rincón en el que ocul­tarse se debió a un apremi­ante ímpetu de con­trame­di­da. Si estábamos sep­a­ra­dos, sin res­pi­rar los vapores de la calle, fue por cul­pa de los cuer­pos col­gantes: silue­tas negras que no deja­ban escapar un detalle de su fisionomía, sus­pendi­das a dis­tan­cias de entre 5 y 20 met­ros del sue­lo, y repar­tidas por la exten­sión de las avenidas más espa­ciosas. Que supiéramos, nun­ca habían ata­ca­do a nadie. Ni siquiera he sabido de ningún indi­vid­uo que resul­tara heri­do por cualquier cuestión rela­ciona­da con esas som­bras. Pero joder, aco­jon­a­ban. Tú paseas un día cualquiera por la calle, y de repente te topas con una trein­te­na de col­ga­jos colo­ca­dos en una especie de dio­ra­ma tiráni­co, y como mín­i­mo te fro­tas los ojos. No se les dis­tin­guía un mísero ras­go. Alguno de nosotros tenía pris­máti­cos, o cámaras con obje­tivos potentes, pero daba igual en qué momen­to inten­taras sor­pren­der a los col­ga­jos, que parecía como si chu­pasen toda luz a su alrede­dor, hacien­do imposi­ble dis­tin­guir al guiñapo.

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      Esa era la excusa. Aunque la gente parecía empeña­da en son­reír y seguir como si nada. Había algo real­mente per­tur­bador detrás de todos los men­sajes de áni­mo. No son­a­ban tan­to como un deseo, más bien como un flu­jo rit­u­al­ista, mon­ta­do por con­ven­ción en ape­nas unas horas des­de que empezara la reclusión. Nadie parecía ten­er miedo. Y digo parecían, porque cuan­to más sub­ían el vol­u­men de sus equipos de músi­ca o de sus tele­vi­siones, más se podía oler el acojonamiento. 
      Reconoz­co que al prin­ci­pio tam­bién me asusté, pero no por las mis­mas razones. Me asusté porque no tenía miedo. Es decir, evi­den­te­mente todo ese tema de los cuer­pos flotantes era raro de cojones, pero al poco de saberse que ni siquiera hacían atis­bo de movimien­to, me dejó de pre­ocu­par tan­to. Era muchísi­mo más per­tur­bador el cam­bio de con­duc­ta de toda la masa, y aunque extraña­ba hor­rores cualquier tipo de intim­i­dad, obser­var­les actu­ar de for­ma tan estrafalar­ia me sumía en un trance absur­do, como cuan­do cam­i­nas por cam­po abier­to y te detienes ahí, en medio de la nada, durante un tiem­po ines­timable, porque las ban­dadas de estorni­nos han empeza­do a asus­tarse de sí mis­mos, for­man­do colec­ciones infini­tas de dibu­jos a lo Rorschach. Eso me pasa­ba a mí. Acud­ía cada hora a un nue­vo espec­tácu­lo de apari­en­cia filantrópi­ca para con los demás reclu­i­dos. Unas veces ini­cia­ban una core­ografía des­de cada bal­cón, alcan­zan­do una sin­cronización tan per­fec­ta, que cualquiera diría que habían esta­do hip­no­tizán­dose unos a otros durante horas. Otras veces juga­ban a las car­tas, dibu­jan­do bara­jas enteras en folios, para que pudier­an dis­tin­guirse al otro lado de la calle. Creo recor­dar que más de una vez acor­daron aplaudir a la mis­ma hora en defen­sa de un esclav­ista mod­er­no (algún mag­nate de cuya empre­sa no quiero acor­darme). Yo, de ver­dad, que me qued­a­ba anon­ada­do. Ni siquiera tenía sen­ti­do. Siem­pre que salía a tomar el aire les salud­a­ba, pero por supuestísi­mo que no pens­a­ba entrom­e­terme en sus cer­e­mo­nias. Me lim­ita­ba a sor­ber de mi café, arque­an­do las cejas y esti­ran­do la comisura de los labios hacia aba­jo. No soy antropól­o­go, pero comencé a tomar notas.

      Ya no sé si hablar en pre­sente, o en pasa­do. Supon­go que siguen existien­do ahí, como yo, mien­tras aguan­ten los nervios. Muchos eran ami­gos míos, o cono­ci­dos, o gente con la que había inter­cam­bi­a­do algún par de pal­abras, o algu­na que otra mira­da con inten­ciones. Tú imag­i­na que el mun­do fun­ciona de tal for­ma que, sin com­er­lo ni beber­lo, tú y todos tus quin­tos acabáis en un caso­plón ―cada uno en el suyo― de aque­l­los de corte urbano lujoso. Una res­i­den­cia donde pre­sientes que sue­na un canal de músi­ca «Lofi HipHop» mien­tras llueve todo el puto día. Ese tipo de casas en el que parece que vive gente muy inten­sa y dinámi­ca, pero que en real­i­dad se está tocan­do los cojones la may­or parte del tiem­po. Ese tipo de casas. Una para cada uno. Nada de pare­jas por vivien­da. Un loft de cua­tro pare­des ―que son cristaleras― donde apo­yarse con el codo mien­tras oteas la lon­tanan­za. Y llovien­do. Mucho. Pues así es el mun­do. O era. No sé cómo, ni por qué la his­to­ria con­du­jo a cada indi­vid­uo a ese tipo de des­ti­no, pero flotábamos boy­antes. Y por supuesto cada piso era coher­ente con seme­jante real­i­dad. Ni una sola mácu­la en cada esce­nario. De ver­dad, una goza­da. Has­ta el más gan­dul e inútil, aquel que no se cam­bi­a­ba ni de gal­lum­bos, parecía saca­do de la más bohemia de las pelícu­las. Has­ta los que aparenta­ban más pesad­um­bra­dos, cuan­do son­reían, por la razón que fuera (el típi­co rayo de sol que se cuela esper­an­zador entre un indomable mar de nubes gris­es y que gol­pea de for­ma repenti­na el ros­tro aja­do de un fulano que suje­ta una humeante taza de té con las man­gas de la sudadera porque que­ma demasi­a­do, por pon­er un ejem­p­lo), diría que cualquier sufrim­ien­to que hubiera sopor­ta­do ese mucha­cho, había mere­ci­do la pena sola­mente por con­tem­plar esa son­risa de per­fec­ción mar­mórea. Super resilientes todos.
      Ningún tiem­po pasa­do fue mejor, pero el futuro tam­poco sig­nificó una ver­dadera mejora.

cuarentena

      Es posi­ble que en otro tiem­po se nos hubiera con­sid­er­a­do unos depau­per­a­dos del espíritu. Quiero decir, no había mucho por lo que viviése­mos, más allá de decirnos los unos a los otros lo mucho que nos gusta­ba cier­to com­ple­men­to de mier­da, o un nue­vo peina­do imposi­ble que sub­ía a un nue­vo niv­el el listón de lo ridícu­lo. Era la com­pla­cen­cia víri­ca. Nos copiábamos, cal­cos inmedi­atos, has­ta que uno muta­ba en según qué car­ac­terís­ti­ca, y una nue­va cepa de estu­pid­ez regur­gita­ba otra reme­sa de ganas de vivir. No es que nos posey­era una ten­den­cia irre­sistible hacia la depre­sión o cualquier otra anom­alía aními­ca (de hecho, hace tiem­po que la tec­nología había elim­i­na­do esa posi­bil­i­dad, insu­flan­do un cóc­tel de neu­ro­trans­misores y reestruc­turación cog­ni­ti­va par­tic­u­lar para cada uno), pero sí es cier­to que más allá de lo visual­mente evi­dente, no había razón para levantarse.
      Alguno que otro se apoy­a­ba en las redes sociales de nue­stro tiem­po para lle­var a cabo «pequeños actos de vis­i­bi­lización» que supues­ta­mente reequi­li­brarían la ya bas­tante cal­i­bra­da diver­si­dad pom­posa de esta era que descri­bo. Puede que ese con­cep­to sea una de las heren­cias más ter­ri­bles que nos han abo­ca­do a seme­jante inmovil­is­mo. El «mal de ojo» en el sen­ti­do más literal. 
Aquí, en la imposi­bil­i­dad de fuga, tras horas emboba­do obser­van­do la cade­na antropomór­fi­ca que col­ga­ba de la nada a ple­na vista, llegué a una con­clusión sobre las difer­entes dimen­siones de la apari­en­cia: no hay que vis­i­bi­lizar; es una insu­fi­cien­cia injus­ti­fi­ca­ble. Hay que pro­mover. Vis­i­bi­lizar sig­nifi­ca hac­er vis­i­ble, pon­er a la vista. Deno­ta una activi­dad pasi­va; dar rel­e­van­cia a un ámbito estable­cién­do­lo como una opción legí­ti­ma, pero pre­scindible, entre toda la cartera de pasatiem­pos disponible. La cul­tura no tenía que ser eso. No tuvo que ser una elec­ción entre infini­tas opciones de entreten­imien­to. La cul­tura, el arte, son la man­era más ele­va­da de expre­sión, y den­tro de su esfera se reco­gen las crea­ciones más impor­tantes del lega­do y evolu­ción de nues­tra his­to­ria, emo­ciones y pen­samien­to. Son el recuer­do que aho­ra sólo se posee y que no se inte­gra, desar­raiga­do de su sig­nifi­ca­do orig­i­nal, de la morali­na que con­ta­ba, y ha pasa­do a ser un com­ple­men­to omi­noso para según qué per­son­al­i­dad vacía. 
      No. Hay que dejar de lavarse las manos una vez puesto a la vista. El arte hay que pro­mover­lo. Hay que recal­car y sub­ra­yar su necesi­dad acti­va para el género humano. Así es como se inte­gra en la cul­tura. Su inter­pretación ele­va al indi­vid­uo como iden­ti­dad y al con­jun­to de la humanidad como grupo, no sólo los entre­tiene. Per­mite su pro­gre­so y per­manece como memo­ria pal­pi­tante. «Memen­to mori», Ozy­man­dias y todas esas movi­das sobre la sober­bia aniquila­da. Estim­u­la el int­elec­to y te hace más libre, más empáti­co y com­pro­meti­do con tu exis­ten­cia. Hubo que haber hui­do del arte que se hizo con­tenido, que rel­len­a­ba hue­cos o nichos de mer­ca­do, de aquel que dis­em­ina­ba pequeños frag­men­tos de su obra total para saciar al espec­ta­dor expec­tante en sus momen­tos de hastío pre­cario. No hay cabi­da al impacto espir­i­tu­al en un desen­lace que se anun­cia por fascícu­los, y que te da el via­je con­clu­i­do, digeri­do, antes de recorrerlo. 
      Míra­nos: aho­ra ten­emos la capaci­dad de tol­er­ar la frus­tración al mis­mo niv­el que un crío de 7 años. Todos histéri­cos per­di­dos porque ven, pero no entienden.


      Reconoz­co que mi miedo no emana de la con­scien­cia de su propia ausen­cia. El miedo me nace del enfa­do. Enfa­do por lo que veo, por lo que pien­so y por lo que no puedo hac­er nada. Enfa­do porque acabo de caer en que el cóc­tel de dro­gas que se supone ha de tem­plar mi espíritu, ni siquiera con­cibe esta emo­ción. Hace tiem­po que debió de dejar de irra­di­ar a cualquier humano para que tal ser­vi­cio no esté disponible. ¿Cómo lle­gasteis a sen­tiros vosotros en esa época para que has­ta la vol­un­tad de la ira quedara anu­la­da? ¿Qué clase de aire tuvis­teis que res­pi­rar para ser doble­ga­dos has­ta el pun­to de no sen­tir más que impo­ten­cia, de ni siquiera alber­gar rabia con­tra algo o con­tra alguien? Sé que mi mun­do, mi época, no conoce la indi­gen­cia, ni la mis­e­ria. Pero tam­bién sé que somos muy pocos, poquísi­mos, com­para­do con el hito de sat­u­ración que vosotros alcan­za­steis. Aho­ra ten­emos de todo, para todos. Ten­emos tan­to que no ten­emos nada.

      Estoy enfada­do, pero no con­tra alguien en par­tic­u­lar. Me enfa­da una neg­li­gen­cia que ape­nas he des­cu­bier­to en mí. La tris­teza que sien­to breve­mente se dirige a mis con­ve­ci­nos; en el fon­do me dan pena, los observ­a­ba con cier­ta ter­nu­ra, como si fuer­an mar­i­one­tas felices que no se saben con una mano meti­da por el culo.
      Las cigüeñas vue­lan bajo, y ellos aguan­tan otro día. Las sábanas que traen los pre­sentes cuel­gan de picos metáli­cos, de gan­chos que proveen todo lo que está mecan­iza­do y car­ente de cari­cia humana. No inter­ven­i­mos, sal­imos al bal­cón y recibi­mos con los bra­zos abier­tos: «Bien­venido, Mr. Mar­shall». Nadie acude, pero poco impor­ta. Lo que se val­o­ra es evi­tar men­cionar al ele­fante en la habitación.

      Obvio los paque­tes. A mí me fascin­a­ban los col­ga­jos negros. Cuan­to más miedo veía refle­ja­do en la son­risa nerviosa de mis veci­nos, más me iden­ti­fi­ca­ba con esos pele­les flotantes. Un día creí saber por qué: ellos tam­bién parecían enfada­dos. No hay mue­cas o sem­blantes que inter­pre­tar, pero sus cuer­pos… refle­jan la ten­sión de quien se lev­an­ta para encar­ar la muerte. Por eso sé que están enfada­dos: porque lo están has­ta el tué­tano, y ni nece­si­tan un mal gesto para demostrar­lo. Y por esa mis­ma razón, el resto anda aco­jon­a­do; no saben inter­pre­tar la cólera ni la furia. Han vivi­do en un rela­to cómo­do has­ta el pun­to de no nece­si­tar clavos ardi­en­do. No saben qué les inten­tan decir esas fig­uras en el aire. Están a la deri­va, sí, pero una per­for­mance así no debería ser extraña en nue­stro mun­do.
      Esos espan­tapá­jaros pare­cen haberse cansa­do. No han apare­ci­do súbita­mente; dan la impre­sión de haberse lev­an­ta­do. Quizá más tarde de lo que en real­i­dad hubier­an queri­do en cualquier otra condi­ción. Por eso son inocu­os. Pero aho­ra están, y siguen apare­cien­do. Cada vez más. Y cuán­tos más se lev­an­tan a la mañana sigu­iente, con más fre­cuen­cia se alzan nuevos com­pañeros al atarde­cer. Y no caben. Copan cada inter­sti­cio. Son la auro­ra bore­al negra. Es una cor­ri­ente de hol­lín y grasa, de suciedad, de penuria y rui­do cere­bral. En pleno día, cer­can­do el aire, en todos los lugares del plan­e­ta. Aho­ra se atrincher­an al aire libre. Se ele­van has­ta la coci­na. Y ya no per­miten ver­nos a través de nues­tras man­siones omi­nosas de cristaleras infini­tas. Sólo negru­ra antropomór­fi­ca que ahoga de pura opre­sión, sin siquiera rozar a nadie. Son una frac­tura eter­na, que des­gar­ra cada arte­ria de cada ciu­dad. Los veo como tes­ti­mo­nio de un pasa­do que les robó has­ta la ilusión de exi­s­tir. Y ya no estoy enfada­do, al menos no de la mis­ma man­era. No parece que puedan enten­der ni reac­cionar ante nues­tras provo­ca­ciones. Puede que ni siquiera exis­tan en nues­tra mis­ma real­i­dad, y sean un eco silen­ci­a­do de todas las opor­tu­nidades per­di­das, que bro­ta de las entrañas del tiem­po. Aun con esas, he deci­di­do escribir­les ―escribiros― esta epís­to­la. Creo que os la enviaré en for­ma de avión de papel.

proletariado

      Esta es mi car­ta al pasa­do: una serie de obviedades a con­tra­cor­ri­ente que no van a solu­cionar nada. Ojalá hubiera hin­ca­do el codo cuan­do todavía existía un algo qué cam­biar. Ojalá. Esa es la idea. Leí en algún blog per­di­do de un tiem­po pasa­do, quizá el vue­stro, que la creen­cia sobre la eti­mología de la pal­abra “ojalá” está mal con­ce­bi­da. La pal­abra que viene del árabe «ioshalâ» no sig­nifi­ca «si Dios quiere», sino «si Dios quisiera». Este matiz es suma­mente impor­tante. Un acto que no es real, pero que no descar­ta la posi­bil­i­dad. Posi­bil­i­dad que ya no existe. Que exis­tió, que pudo lle­varse a cabo, pero que no se quiso, o que fue apla­ca­da. Esta es para vosotros, la memo­ria inerte; la que en el res­onar de vue­stro eco todavía existe como tes­ti­mo­nio, y que a duras penas podrá siquiera servir de disculpa.

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