«Observen con atención: el octópodo recoge elementos del entorno, recubriendo su gelatinoso cuerpo con ellos, para después, con la frialdad propia del asesino más diestro, emboscar en un abrir y cerrar de ojos a la presa que se aproxima. A pesar de su preferencia por crustáceos y moluscos, su dieta también incluye pequeños peces, incapaces de defenderse ante sus hábiles tentáculos. El pulpo, impulsado por la soberbia quizás, mantiene con vida su botín hasta el momento de devorarlo…».
—¿«Impulsado por la soberbia, quizás»? —En la sala de control, Albert, el director, presionó el botón del intercomunicador, acercándose al micrófono— ¿Estamos grabando un documental o una homilía? —preguntó alzando la ceja izquierda.
Se escucharon algunas carcajadas a través de los auriculares. Dentro de la sala de grabación, el locutor entornó los ojos y resopló de impaciencia:
—¡Es la cuarta vez que me interrumpes! ¡Yo sólo leo lo que pone, joder!
Receloso, Albert miró de reojo a su jefe, también productor, que se encontraba de pie, apoyado en la pared, con los brazos cruzados y un semblante impasible.
—Si tú no aspiraras a matar de aburrimiento a la gente con tus soliloquios, yo no tendría que modificar nada —contestó el productor con altiveza—. Por mucha divulgación que defendamos, somos una productora pequeña, y hay que vender para llegar a fin de mes. Bastante es que Jorge haya pedido a su esposa que nos eche un cable.
Zoe, la mujer del técnico de sonido, era zoóloga, y asistía a la grabación en calidad de correctora. Cohibida por la hostilidad que flotaba en el ambiente de trabajo, se limitó a sonreír. El resto permaneció impasible.
Con teatralidad compungida, el director se llevó una mano al pecho, y simuló una carcajada.
—¿Ahora te falta el pan en tu palacete, Joachim? —cuestionó con asco en la mirada.
—Lo que me va a faltar es el tiempo para buscar empleados que no toquen las narices —replicó el productor serbio con una mirada amenazante.
El técnico auxiliar, un neófito excesivamente sensible, huyó de la sala realizando una serie de aspavientos, y cerró la puerta de golpe.
—«Impulsado por la soberbia quizás, el productor…» —entonó Albert de forma dramática.
La zoóloga se tapó la boca, intentando disimular la risa. Joachim soltó un bufido de saturación, y llamó la atención del técnico de sonido, que no quitaba ojo a la joven becaria.
—Eh tú. ¡Jorge! Dile que siga.
El aludido se enderezó sobresaltado, y como cazador cazado que se sintió, rehuyó con culpabilidad la mirada de su mujer, punzante y acusadora. Pulsó el intercomunicador torpemente para avisar a su compañero, que observaba con perplejidad el revuelo desde el estudio insonorizado, sin entender ni una palabra.
—Prosig… —se aclaró nervioso la garganta—: Prosigue, por favor.

«El hapalochlaena, más conocido como pulpo de anillos azules, debe racionar su comida y deglutir lo ingerido en pequeñas porciones. Su cerebro anillado envuelve el sistema digestivo, concretamente el esófago, y si engulle demasiadas presas, su canal digestivo podría comprimir el centro nervioso encefálico, con fatales consecuencias para el animal. Podríamos augurar que este avanzado ser vivo es consciente del perjuicio que acarrea su gula, y…».
—Definitivamente te patrocina la Iglesia —escupió el director.
El jefe gesticuló a través del cristal para detener la locución y se llevó las manos a la cara.
—¡Por Dios! ¡Te juro que si supieran lo que te haría me excomulgaban inmediatamente! ¿Puedes, por favor te lo pido, dejarle grabar, y ya después —señaló hacia los compañeros presentes— os quejáis todo lo que os venga en gana?
La becaria, intentando distraer de nuevo a su mirón, levantó la voz tímidamente:
—Una cosita de nada. Llevamos un buen rato aquí, y entre eso y el “amigo” dándose el atracón… —dijo apuntando a la imagen del pulpo en pantalla—. ¿Y si pedimos unas pizzas?
El técnico de sonido balbuceó con rigurosa aprobación, sintiéndose observado por su mujer. Esta, cada vez más enfadada, se olvidó de la compostura y sentenció:
—Yo quiero una barbacoa mediana.
El director fue a reprochar algo, pero Joachim interrumpió de nuevo:
—¡Pedid doscientas si queréis, pero vamos a seguir! Si no os importa, claro.
La becaria salió del estudio para hacer el pedido, y según se cerraba la puerta, el técnico de sonido añadió apurado:
—¡Y una cerveza también…! —fue apagando su petición según se enrojecía la cara de Albert.
—Sigue —indicó este al locutor.
Nadie más abrió la boca.
«No sabemos si por su naturaleza, en un acceso de pereza, o avaricia incluso —mientras narraba sus ojos suplicaban clemencia al director, que se mordía el labio—, la alimaña transporta la comida sobrante, y es capaz de almacenarla en su refugio durante varios días. El pulpo de anillos azules utiliza su marcada inteligencia de un modo análogo, pero nunca comparable, al intelecto cúspide de la naturaleza: el ser humano».
Albert cabeceó de un lado al otro, incrédulo, con los hombros encogidos y las manos levantadas, exigiendo una explicación:
—¿Me vais a pagar menos por no utilizar nada de lo que he decidido?
—Como sigas tocando las narices me asigno tu parte del sueldo. Al final tengo que hacerlo todo yo —sentenció el productor sin desviar la mirada de la pantalla.
—¿Perdón? —se hizo oír la becaria, que entraba de nuevo en la sala.
—Lo que has oído —añadió él—. No sé si tienes prisa por terminar, pero estoy seguro de que mi hijo de ocho años haría mejor tu trabajo.
—Seguro que su paga es mayor que la mía, jeta —contraatacó ella indignada.
El serbio giró la cabeza lentamente, descruzando los brazos.
—¿Qué has dicho? —susurró con los ojos fuera de sus órbitas.
Antes de que la joven pudiera responder, Albert se levantó rápidamente, tapándole la boca, y achicó agua:
—Nada. No ha dicho nada. Estamos todos muy cansados y agobiados por el plazo. Vamos a terminar cuanto antes.
El locutor, incomunicado, miraba con impaciencia su reloj:
—¿Puedo seguir? —se encogió de hombros, harto.
Todos volvieron a sus puestos y recibió el OK con un pulgar levantado.
«Miren a la pantalla. Se acerca una hembra de pulpo de anillos azules. En su especie, el macho constituye un ejemplar notablemente promiscuo. Cada aspirante juega con su sistema de pigmentos y reflectores cutáneos para cambiar a voluntad su color, y atraer así a su potencial pareja sexual, rivalizando con otros pulpos. La pugna espermática es muy fuerte, y a menudo ocurren conflictos: los vencidos, en un acceso de envidia, sacuden con violencia al adversario, vulnerable tras el coito, en un intento de eliminar competencia. A fin de cuentas, su desarrollo como cefalópodos no alcanza la cota de interacción social humana, siendo este el epítome final en el proceso evolutivo de la creación…».
—¡Ya está bien! ¡¿Pero lo estáis escuchando?! ¿La creación? Yo no pienso firmar esto —el director se levantó.
—Ni yo. Esto es completamente acientífico y oportunista —subrayó la zoóloga.
—Tienen razón, esto es un sindios. —El técnico de sonido, negando con forzada desaprobación, rodeó la cintura de su mujer de camino a la puerta. «No me toques», siseó ella inaudible, apartándose de su mano.
El productor se catapultó hacia la entrada.
—¡No os vais a ninguna parte! ¡Vosotros haréis lo que diga, que para eso soy el que paga! —se impuso.
Los trabajadores, indignados, se mantenían al borde de la histeria cuando unos nudillos repiquetearon sobre la puerta. Sin quitarles el ojo de encima, abrió.
—Hola, buenas noches, el recepcionista me ha dejado pasar… Traigo un pedido de cinco familiares a nombre de…
—Sí, déjelo por aquí —dijo la becaria.
El repartidor se acercó a la mesa y extrajo las cajas de la bolsa térmica, consultando la factura.
—Son 63,90€, por favor —aclaró dirigiéndose a la mujer.
Esta señaló a su jefe y resolvió:
—Comida en horario de trabajo. Paga la empresa.
El hombre, exasperado, dejó caer los hombros y respondió incrédulo.
—No hacéis vuestro trabajo y ¿encima queréis que os pague la comida?
Un silencio. La becaria se volvió hacia el técnico de sonido, que se escabullía hacia la silla, y le interpeló:
—¿Vas a decir algo, o es que no piensas hacer otra cosa que no sea comerme con los ojos cada vez que tu mujer se distrae?
Jorge, abrumado por la acusación, paralizado por la presencia de su esposa, e incapaz de encontrar una solución mejor, se movió instintivamente. Sin tiempo a reaccionar, propinó un derechazo a su jefe y este cayó al suelo. El locutor se quitó los auriculares sin dar crédito a lo que veía. Todos contuvieron la respiración. Impertérrito durante unos segundos, el golpeado se levantó a media altura y embistió de un placaje a su agresor, que fue a chocar su cabeza contra la impresora.
Dolorido y rabioso, el técnico de sonido agarró lo primero que pudo, un cartucho de tinta negra, y balanceando su brazo, lo explotó en la cara de Joachim. El serbio, con los ojos negros, cayó de rodillas, frotándose la cara, y gritó mientas su atacante huía por la puerta abierta. A tientas, se incorporó y…
«Detente. Rebobina».
Sin emitir sonido alguno, una mano nívea y brillante rotó con ligereza la esfera del panel, y la imagen proyectada en la bruma retrocedió hasta un instante antes del puñetazo.
«¿Qué opina, mi señora Artemisa? ¿Deberíamos ocultar algo?».
Desde su observatorio, los seres de cuatro dimensiones debatían sobre el método más adecuado de ilustrar la complejidad de esa forma de vida inferior.
«La vida ha de ser mostrada tal y como es».
La esfera parpadeó ante el pensamiento, y la imagen reanudó su actividad. El eco sideral reverberó por toda la estancia:
«Observen atentamente. Los humanos son seres de una compleja sencillez. Su sistema nervioso, conectado a su limitado cerebro, irriga la región pulmonar, por lo que deberán pensar poco a poco, o sentirán que se ahogan…».