Los zopencos de la mesa redonda

asno-literato-goya

Lev­an­tó la cabeza para obser­varse en el espe­jo y exhaló todo el aire de sus pul­mones.
      «Vale, recuer­da. Respeto. Antes de respon­der, escucha. Durará poco. Aguan­ta a esos cretinos lo mejor que puedas… al fin y al cabo son cono­ce­dores del bien y del mal. Joder. En qué hora. Casi pre­fiero com­erme una caja de chinchetas».
      Un tim­bra­zo le sacó de su ensimis­mamien­to.
      «Ahí vienen los ilu­mi­na­dos. En guardia».
      Se incor­poró y abrió la puer­ta. Ape­nas hubo un resquicio, ráp­i­da­mente asomó una cabeza.

      —¡Ven­ga hom­bre! ¿Estás sor­do? Lle­vo esperan­do media hora a que abras. —Alargó la mano para enseñar­le la botel­la de vino que traía.
      «Te acabo de ver lle­gar por la ven­tana, patán».
      —Te que­jarás de buen vino eeeh. Un “cható cheval” de 2011 ¿Sabes cuál es, no?
      —Sí, claro, buen vino.
      «El que te regalaron con la ces­ta de empre­sa en vez de darte la extra de Navi­dad antes de largarte, pelele».
      —Ni idea tienes jeje­je —saludó con un golpe en la espal­da al anfitrión y avanzó por el pasil­lo—. ¿Y tu mujer?
      —Salía esta noche con sus com­pañeros de teatro, para cel­e­brar el estreno.
      —¿Ya podían haber queda­do otro día, no? Siem­pre está fuera cuan­do nos reuni­mos para hablar.
      «Al menos que se salve ella».
      —Jav­ián, es una reunión de la comu­nidad, no el Debate sobre el esta­do de la nación.
      —Bueno, bueno. Pero ten cuida­do, que ya se sabe que entre com­pañeros de teatro… jeje­je.
      «Por qué cojones ofre­cería mi casa».

      —Toc, toc. ¿Se puede? —La veci­na del quin­to ges­tic­u­la­ba sobre una puer­ta imag­i­nar­ia en el umbral del vestíbu­lo.
      —Pasa, Camille. —El anfitrión sus­piró por la lle­ga­da de refuer­zos.
      La vein­teañera col­gó la cha­que­ta en el perchero de la entra­da y saludó al anfitrión con dos besos. El olor a rosas fres­cas de su per­fume con­trasta­ba con el ras­tro de barón viejo que deja­ba su veci­no, el “enól­o­go”.
      —Per­dona que no haya traí­do nada para picar; acabo de salir de clase y no me ha dado tiem­po de com­prar nada —dijo sofo­ca­da.
      —No te pre­ocu­pes, mujer. Cuan­to menos nos entreteng­amos, mejor.
      «Sólo falta­ba dar­le de cenar a éste».
      —Un vini­to te tomarás, ¿no? —gritó el otro des­de el sofá.
      Camille y el anfitrión atrav­es­aron el pasil­lo, todavía char­lan­do.
      —¿Qué, per­dona? —replicó dis­traí­da.
      —Un vini­to te tomarás, ¿no? He traí­do un “cható cheval” de 2011 —rein­cidió orgul­loso.
      —¿Cható?
      —Sí, cható.
      —Château.
      —Eso he dicho jeje­je.
      «Imbé­cil».
      —Ah, pues… la ver­dad es que esper­a­ba ter­mi­nar rápi­do con lo de la comu­nidad, estoy muer­ta de la clase de dan­za… —aclaró reso­p­lan­do.
      «Todavía hay gente con cabeza».
      — …pero bueno, no le puedo decir que no a un hom­bre que me ofrece buen vino —Se tapó la boca con las manos y rió nerviosa.
      «…¿Qué?…».
      —¡Di que sí! Yo tam­poco ten­go prisa, así que vamos a dar­le con tran­quil­i­dad jeje­je. —Alcanzó la primera copa que vió en la sala y la llenó de su paga extra.
      «Pero qué cojones aca­ba de pasar».

      —¡Arturo! —Una voz ron­ca resonó por el pasil­lo.
      El anfitrión volvió la cabeza todavía con la mira­da incré­du­la en el ros­tro. Se trata­ba de Car­los, el panadero. En las manos sostenía una ban­de­ja de con­fites, que se tam­balea­ba a cada paso del enorme veci­no.
      —Con per­miso. —Le estru­jó la mano al anfitrión y se para­petó en el sofá, aún con la caja entre las manos—. A ver si empezamos pron­to que aquí el cur­rante madru­ga —se car­ca­jeó para sus aden­tros.
      —¿Quién más podía venir? —pre­gun­tó Jav­ián sin quitar­le el ojo de enci­ma a la joven.
      «No muchos más, por suerte».
      —Gon­za­lo y Lour­des, pero tenían que recoger a su hijo del fút­bol. Y… —comen­zó Car­los.
      —Y mi novio, que ahí está —dijo la joven seña­lan­do a la entra­da.
      Le saludó des­de la sala de estar, con la copa de vino en mano. Jav­ián se irguió en su sil­la y apartó la mira­da, hacién­dose el dis­traí­do. El novio de Camille se acer­có a salu­dar a todos, dejan­do el cas­co de moto sobre una mesa y atusán­dose la mele­na ráp­i­da­mente.
      —¿Eres nue­vo en el edi­fi­cio, no? —pre­gun­tó el panadero espachur­ran­do su mano.
      «Y no suelta la caja… ».
      —Sí jaja —respondió tími­do—. Camille y yo lle­va­mos vivien­do jun­tos sólo un par de sem­anas.
      —Uff, ya lo sien­to macho. Se acabó lo bueno. —Jav­ián inten­tó pon­er voz de intere­sante—. Yo fue venirme a vivir con mi pari­en­ta y… —Ges­tic­uló algo tor­pe­mente mien­tras se reía él sólo.
      —Enton­fef te lib­faf de pagar, eh. —El panadero ase­di­a­ba a coda­zos a la joven mien­tras intenta­ba son­reír con un pas­tel en la boca.
      «Va a ser dura la com­peti­ción. Dios mío».
      —¡Qué va! ¡Ojalá fuera un caballero y me man­tu­viera! La dan­za no da de com­er.
      «La dama vuelve a pon­erse en cabeza».
      —Jaja —fue todo lo que acertó a respon­der el mucha­cho.
      «Bue­na respues­ta, chaval».

      —Bueno qué. Podemos ir empezan­do aunque no esté la pare­ji­ta, que nos van a dar las mil —voceó Jav­ián incó­mo­do.
      «Aho­ra sí que tiene prisa el cal­vo».
      —Sí, mejor sen­té­monos a la mesa. Estarán al lle­gar —con­testó el anfitrión ráp­i­da­mente.
      Arturo sacó un par de sil­las y las colocó al lado del resto, en la mesa grande de la sala. Se volvió hacia uno de los cajones que esta­ban al lado del tele­vi­sor y sacó las copias de las circulares,entregándole una a cada uno. El panadero dejó las pas­tas que qued­a­ban en el cen­tro de la mesa, limpián­dose las manos de azú­car glas. Todos se sen­taron.
      Jav­ián leyó el encabeza­mien­to de la nota y reso­pló indig­na­do.
      —A ver, a ver, a ver… Qué mier­da es esta de «Inde­pen­dizar la línea de red» —dijo gol­pe­an­do el folio.
      —¿Quieres leer la cir­cu­lar entera, por favor? —Arturo entre­cer­ró los ojos.
      —Yo no pien­so votar para cam­biarme de com­pañía. Esto me parece una encer­rona.
      «¿QUIERES LEER LA PUTA NOTA ENTERA PARA SABER DE QUÉ COÑO VA LA COSA?».
      —Lee la cir­cu­lar, por favor. —Son­rió con los ojos achi­na­dos, apre­tan­do los dientes—. La cuestión es votar a favor de cam­biar la línea de red gen­er­al; este es un edi­fi­cio antiguo, y la línea comu­ni­taria (que se cae a peda­zos) es la mis­ma para todos los veci­nos. Algunos no usan Inter­net y otros lo nece­si­tan para tra­ba­jar. Es nece­sario arreglar la insta­lación para que cada uno podamos con­tratar lo que nos ven­ga mejor, y no depen­der de un mon­ta­je antiguo de una mis­ma com­pañía que teng­amos que pagar todos cada mes.
      Jav­ián lev­an­tó las cejas miran­do al resto. El panadero car­ras­peo la gar­gan­ta y dejó su folio lleno de manchur­rones enci­ma de la mesa.
      —Yo creo que… —tragó sali­va—, creo que puede estar bien, pero no me fío de… no sé. A mí me va bien así. Vosotros dos qué opináis. —Pasó la pelota a la pare­ja joven.
      «Bra­vo».
      —No sé —dijo Camille—, yo es que no entien­do mucho de estas cosas. Él sabe más: es el man­i­tas —arguyó son­rien­do a su novio.
      «Im-pre­sio­n­ante».
      —…a ver —se removió incó­mo­do rehuyen­do las miradas—, a mí me parece una bue­na ini­cia­ti­va. Nun­ca antes había oído de una comu­nidad que com­partiera una mis­ma línea de red.
      «Gra­cias».
      —Bueno jeje­je —Javian se rió con socar­ronería—, a ver si vamos a ser aho­ra unos retrasa­dos, Pro­fe­sor Lupin.
      «Habrá vis­to la pelícu­la, digo yo».
      —Car­los, no hagas caso —con­tin­uó dirigién­dose al cena­do—, esto es un lío y al final vamos a acabar pagan­do más, que ten­go un ami­go elec­tricista.
      —¿Y qué ten­drá que ver…? —vac­iló Arturo.
      —¡Que lo he vis­to yo por la tele! —volvió a interrumpir.

      Bzzzzzzzzz. El tim­bre.
      «Que sea un asesino, por favor».
      Arturo se lev­an­tó de la sil­la reso­p­lan­do y acud­ió a abrir la puer­ta. Fuera sólo encon­tró a un hom­bre sudoroso y un niño.
      —¿Y tu mujer? —pre­gun­tó Arturo.
      —En casa, enfada­da. —Traspa­so el umbral y tiró la cha­que­ta sobre la mesa de la entra­da.
      —Ah… vaya. —pre­fir­ió no inves­ti­gar sobre el chaval.
      —¿Te crees que se puede pon­er así por decir­le que a lo mejor va un poco fres­ca para ir a recoger al niño al entre­namien­to? —Cogió el abri­go de su hijo y lo apiló sobre el suyo.
      «Sí».
      —Emm… pasad, están en el salón.


      —¿Y tu mujer? —son­rió Jav­ián de soslayo.
      —Bah, mira, déja­lo.
      —Yo que había traí­do un “cható cheval” de 2011. Aunque no ha tri­un­fa­do. Pero no impor­ta. La may­oría de la gente no sabe lo que es bueno. —Lev­an­tó los hom­bros res­ig­na­do—. Es igual, me lo lle­varé a casa.
      «Cutre has­ta el final, di que sí».
      —“Cuan­do seas padre, com­erás huevos” —aportó el panadero.
      «Pero si no tienes hijos».
      —Eso es, este hom­bre sabe de qué va la vida. —Jav­ián le dio una pal­ma­da en el hom­bro.
      «¿…Sabes lo qué sig­nifi­ca?»
      —Escucha hijo —el padre llamó la aten­ción del infante—, aquí es donde vas a apren­der cosas. Los hijos son lo úni­co que da sen­ti­do a la vida —se dirigió a los demás.
      —Me encan­tan los niños. Ser madre me hará muy feliz. —Camille pel­lizcó un moflete al chaval, que no deja­ba de mirar­la.
      «Menudo cumpli­do, motero».

      Arturo se lev­an­tó para lla­mar su aten­ción y explicó de nue­vo el moti­vo de la reunión.
      —Tenía que haber venido tu mujer, Fer­nan­do. Esto hay que hablar­lo entre todos.
      El joven novio alzó la voz e inten­tó sacar ade­lante la prop­ues­ta con una bro­ma.
      —…Eh, sí, jaja. Nece­si­ta­mos más opinión femeni­na jaja.
      «En la que te acabas de meter, chaval».
      —¡Bueno sí! Jeje­je ¡Si ya está tu novia! —Jav­ián no sabía hacia dónde mirar de la risa—. ¡A ver si aho­ra nosotros no vamos a poder ni hablar! Si yo estoy a tope con la igual­dad pero… hay que saber de qué se habla.
      «Dios, patria, Rey, fem­i­nis­mos».
      El panadero y el padre con­ta­gia­ron la risa al niño, y Camille tam­bién empezó a car­ca­jear, sin saber muy bien por qué. El úni­co que man­tenía un ric­tus serio era el anfitrión.
      —Ay Arturo, Arturo… ¡Caballeros! Mejor nos vamos, que mañana hay que madru­gar para lev­an­tar el país. —Y con­tin­uó ráp­i­da­mente para esqui­var cualquier répli­ca—: ¡Pero no te enfades hom­bre, hay que respetar la opinión de los demás!
      «Respeto que cada día te lev­antes a las once, librepensador».

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