Si miras por la ventana, y tienes la suerte de vivir frente a un parque, o un espacio mínimamente abierto, es probable que puedas observar el cielo en mayor o menor distancia. Aquí no nos importa si llueve, está nublado o hace sol; sólo hay que tener disponible el firmamento para nosotros. Es en esos momentos en los que se produce una atracción cuasi mística, en los que por procrastinación o inexactitud, nuestros ojos quedan fijos en una esfera que se arrastra lenta pero imperturbable. Y cuando estamos enganchados a la invisible corriente, poco o nada nos puede sacar de ese simple y a la vez abisal estado.
¿Y por qué? ¿Por qué ante el crepitar de una llama, el romper de un salto de agua o el vaivén del follaje nos quedamos embelesados en un estado tan catatónico? Puede que sea por la inalterabilidad de su movimiento, por lo hipnótico y ancestral de su desplazamiento oscilatorio, por la pequeñez que nos adjudica como meros espectadores, o por mil razones más. Sin embargo, a mí me gusta (pero me inquieta) pensar que es debido a una irrefrenable tendencia a querer conocer el futuro. Es posible que nuestra cabeza caiga en un pozo de dimensiones bíblicas al intentar conocer, consciente o subconscientemente, qué pasará. Como si intentáramos escudriñar algún tipo de cambio en la linealidad del azul del cielo, como si sospecháramos de lo imposible de tan perfecto orden (o caos), esperando que en algún momento se trastabille su maquinaria y nos podamos reafirmar en nuestro libre albedrío.

En el tiempo que llevo escribiendo estas líneas, su tono y su actitud han cambiado: al empezar se mostraba azul, exhibiendo un sol de justicia, y ahora su humor está completamente nublado. Y a pesar de que he estado observando en todo momento una alteración en su estado, no lo he visto venir. O sí, pero no he querido ser consciente de su cambio.
¿Y mañana? Mañana despertaremos en algún punto de nuestra existencia, encuadrada por un huso horario y la suma de un sistema de mediciones de fechas acumulativas. Y lo que ayer pensamos, hoy es. Evidentemente, entre legañas y una sábana hecha kebab, no estamos para darle las gracias a Stephen Hawking por aclararnos que el sentido más estricto de nuestra existencia es el tiempo. Pero aún con esas, sí alcanzamos a angustiarnos por todo lo que tenemos, debemos, queremos o podemos hacer y todavía no hemos hecho. Y es curioso, porque al igual que podemos ver como el cielo se nubla y llegar internamente a una conclusión de finitud en su estado, cuando llega ese estado final o ese momento, nos sorprende. Podría deducirse que, de tan inteligentes, somos estúpidos. Pero no estúpidos por saber que ese momento va a llegar y nos pillará con las mismas, no; estúpidos por confundir la potencia con el acto, y creer que conviven en el mismo pensamiento (Ojo, no es lo mismo que saber que el propio acto es en sí potencia para nuestro pasado).
No somos más libres por enarbolar un sentimiento de indiferencia hacia todo lo que nos pueda afectar, ni tampoco por denostar contra toda opinión que vaya en contra de nuestro credo (si se tiene). Somos libres cuando el futuro es ahora, y no cuando «el ahora» es uno de los múltiples futuros. Porque si el sentido es el tiempo, ¿qué sentido tiene enganchar el acto en una potencia que nunca va a llegar y que siempre se posicionará delante de nosotros?
Puede que la mejor forma de buscar la libertad no sea desgañitarse por lo que seremos, sino por empezar siendo lo que ahora somos.