Mandala

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Calei­doscópi­ca es la razón que lle­va a cualquier per­sona a huir, pues ese viejo anciano en real­i­dad extraña las ágiles pier­nas de la mente joven, actu­al­iza­da en refle­jos y, sobreto­do, egoís­ta en movimien­tos. Como quien acep­ta que la gravedad es dueña y seño­ra del can­san­cio, encar­ga­da de desa­pun­ta­lar los dedos del bor­de, inde­pen­di­en­te­mente del risco. Porque inclu­so para el joven, la caí­da del precipi­cio se vuelve intere­sa­da, y rota su eje para poder seguir caminando…

      Calei­doscópi­ca es la hui­da que lle­va a cualquier per­sona a razonar. El ham­bre desme­di­da der­ra­ma todo lo que tiene a su alrede­dor, y en un instante, la pos­esión se con­vierte en la lejanía más cer­cana. Yo fui, yo soy y yo seré. Pero en ningún momen­to he sido, estoy sien­do, o estaré volan­do. Pues lo que quise antes de que el segun­dero tir­i­tara, ya puede haber sido lo que aho­ra no está estando, que no lo estaré cor­re­spon­di­en­do. Y como pun­to equidis­tante de la más observ­able de las atrac­ciones, Yo, refle­jo refle­ja­do de un ombli­go psi­codéli­co (y de algu­na for­ma idíli­co y psi­copáti­co), rompo a llo­rar por echar de menos un lugar en el que ya no he esta­do.
      Al final todo se reduce a pin­tar el cen­tro del col­or que más echas de menos, y según lo mires estaré huyen­do o estarás lle­gan­do, porque el odio nun­ca ha sido el opuesto del amor: uno siem­pre ha sabido estar enci­ma y al otro nun­ca se le ha podi­do ver estando debajo.

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