Todos conocemos la determinación de nuestras convicciones cuando tropezamos con algo y juramos no volver a caer en la trampa. Así lo creemos en ese momento. La fortificación de nuestros principios se consolida a medida que repensamos la vergüenza del momento en el que hemos pecado de ingenuos, ilusos o, simplemente, vagos. No es extraño acompañar con una expresión de enajenado mental esa caminata de regreso al lugar en el que nos vayamos a lamer las heridas con litros de autocomplacencia. Y una vez allí, según corre el tiempo, la quemazón se diluye, y en su lugar advertimos una vocecita que nos dice: «Tampoco ha sido para tanto».
Tras esa frase se esconde el asesino más competente de la historia. Alguien capaz de hacer olvidar las meteduras de pata más reiteradas, y que se nutre y se descojona de pensamientos por nuestra parte tales como: «Pues no lo he visto venir». Por supuesto, esta despersonalización de nuestro cretinismo no es sino un mecanismo para proteger nuestra autoestima. Pocos se volverían a levantar con la misma energía luego de recibir por enésima vez el pastelazo en la cara. Es asombrosa nuestra capacidad de sacar los matices culinarios más sutiles cuando tenemos la cara hundida en la mierda más profunda. Alguno incluso se intentará convencer: «Eh, ni tan mal».
Aunque, como en cada recoveco de la realidad, todo depende de la perspectiva; soy inocente hasta que me olvide de lo contrario. Sobre todo, a nosotros, la españolidad nos ha proporcionado una habilidad sublimada para reconocer las cagadas de los demás, tan fina que somos lo suficientemente avezados para señalarla a kilómetros y, con toda la buena intención posible, pegar un post-it recordatorio en la frente del afectado, para que no se olvide. Pero toda maquinaria tiene sus puntos débiles, y a cambio de soportar la responsabilidad de tan sagaces poderes, nos vemos obligados a renunciar a ellos en nuestro beneficio. Todo sea por el bien común. Ya nos puede haber ocurrido exactamente lo mismo que, aunque otro «iluminado» nos lo indique, no solo no vamos a saber de qué está hablando, sino que su «fallo perceptivo» nos ofenderá. Al fin y al cabo, nadie utiliza ese talento tan eficientemente como uno mismo.
Pero no pequemos de modestos, no siempre los demás tienen la culpa de ser tan imperfectos. En ocasiones, y para compensar, aquellos que antes nos han aconsejado altruistamente, son los mismos que nos animan a tirarnos de cabeza contra la misma piedra. «De perdidos al río», instiga tu amigo el apuntador, y tú, que ya añorabas la sensación de abrirte el cráneo con la pared de toda la vida, aceptas el sabio consejo y te lanzas al río sin comprobar si cubre. El roce hace el cariño, y ese pavimento ya tiene tu nombre escrito. (Pavimento metafórico, se entiende. Ya sea comprar el trabajo del mismo artista, volver a cenar en ese restaurante, o seguir haciendo pedidos por aliexpress).
Quien más y quien menos ha entonado alguna vez el «somos humanos» como análogo de un «somos estúpidos», refiriendo algo intrínseco a nuestra mismidad. De hecho, a ojos del determinista más puro, es una buena excusa; nos exculpa de todo pecado aludiendo a la imperturbabilidad de nuestros genes. Por desgracia, nuestro comportamiento es causa de unas cuantas circunstancias más complejas. El aprendizaje ideal requiere una educación previa desligada del orgullo y la tozudez, y aquí eso es deporte nacional.
Puede que los más listos sean aquellos no tan inteligentes que obvian de manera insistente la autopercepción de caminar por un lodazal. La ineptitud suele acompañar una ingenuidad bonachona que te protege de saberte un hipócrita. Es probable que, sin esa actitud recíproca, el contacto entre las dos sociedades resultantes fuera impracticable. A fin de cuentas, aunque la ignorancia no traiga la felicidad, sí que la protege. No avergonzarte de ti mismo es una virtud, pero sin abochornarte de tus amigos en ciertas coyunturas, la vida no tendría el mismo jugo. Cualquiera diría que nos gusta.
Que quede claro, esto no pretende ser una alabanza a la incoherencia; todo lo contrario. Mi única pretensión es sacarla a la superficie para dar más cuenta de ella, y corregirla. No en vano, al terminar cada entrega yo mismo me prometo no volver a comprar un libro de Dan Brown.
Creo que el siguiente sale en un par de años.