La misma piedra

frase-aldous-huxley

Todos cono­ce­mos la deter­mi­nación de nues­tras con­vic­ciones cuan­do tropezamos con algo y juramos no volver a caer en la tram­pa. Así lo creemos en ese momen­to. La for­ti­fi­cación de nue­stros prin­ci­p­ios se con­sol­i­da a medi­da que repen­samos la vergüen­za del momen­to en el que hemos peca­do de ingen­u­os, ilu­sos o, sim­ple­mente, vagos. No es extraño acom­pañar con una expre­sión de ena­je­na­do men­tal esa cam­i­na­ta de regre­so al lugar en el que nos vayamos a lamer las heri­das con litros de auto­com­pla­cen­cia. Y una vez allí, según corre el tiem­po, la que­mazón se diluye, y en su lugar adver­ti­mos una vocecita que nos dice: «Tam­poco ha sido para tanto».

      Tras esa frase se esconde el asesino más com­pe­tente de la his­to­ria. Alguien capaz de hac­er olvi­dar las met­e­duras de pata más reit­er­adas, y que se nutre y se desco­jona de pen­samien­tos por nues­tra parte tales como: «Pues no lo he vis­to venir». Por supuesto, esta des­per­son­al­ización de nue­stro cre­tinis­mo no es sino un mecan­is­mo para pro­te­ger nues­tra autoes­ti­ma. Pocos se volverían a lev­an­tar con la mis­ma energía luego de recibir por enési­ma vez el paste­la­zo en la cara. Es asom­brosa nues­tra capaci­dad de sacar los mat­ices culi­nar­ios más sutiles cuan­do ten­emos la cara hun­di­da en la mier­da más pro­fun­da. Alguno inclu­so se inten­tará con­vencer: «Eh, ni tan mal».

      Aunque, como en cada recov­eco de la real­i­dad, todo depende de la per­spec­ti­va; soy inocente has­ta que me olvide de lo con­trario. Sobre todo, a nosotros, la español­i­dad nos ha pro­por­ciona­do una habil­i­dad sub­li­ma­da para recono­cer las cagadas de los demás, tan fina que somos lo sufi­cien­te­mente aveza­dos para señalar­la a kilómet­ros y, con toda la bue­na inten­ción posi­ble, pegar un post-it recorda­to­rio en la frente del afec­ta­do, para que no se olvide. Pero toda maquinar­ia tiene sus pun­tos débiles, y a cam­bio de sopor­tar la respon­s­abil­i­dad de tan sagaces poderes, nos vemos oblig­a­dos a renun­ciar a ellos en nue­stro ben­efi­cio. Todo sea por el bien común. Ya nos puede haber ocur­ri­do exac­ta­mente lo mis­mo que, aunque otro «ilu­mi­na­do» nos lo indique, no solo no vamos a saber de qué está hablan­do, sino que su «fal­lo per­cep­ti­vo» nos ofend­erá. Al fin y al cabo, nadie uti­liza ese tal­en­to tan efi­cien­te­mente como uno mismo.

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      Pero no peque­mos de modestos, no siem­pre los demás tienen la cul­pa de ser tan imper­fec­tos. En oca­siones, y para com­pen­sar, aque­l­los que antes nos han acon­se­ja­do altru­is­ta­mente, son los mis­mos que nos ani­man a tirarnos de cabeza con­tra la mis­ma piedra. «De per­di­dos al río», insti­ga tu ami­go el apun­ta­dor, y tú, que ya añorabas la sen­sación de abrirte el crá­neo con la pared de toda la vida, acep­tas el sabio con­se­jo y te lan­zas al río sin com­pro­bar si cubre. El roce hace el car­iño, y ese pavi­men­to ya tiene tu nom­bre escrito. (Pavi­men­to metafóri­co, se entiende. Ya sea com­prar el tra­ba­jo del mis­mo artista, volver a cenar en ese restau­rante, o seguir hacien­do pedi­dos por aliex­press).

      Quien más y quien menos ha enton­a­do algu­na vez el «somos humanos» como anál­o­go de un «somos estúpi­dos», refirien­do algo intrínseco a nues­tra mis­mi­dad. De hecho, a ojos del deter­min­ista más puro, es una bue­na excusa; nos excul­pa de todo peca­do alu­di­en­do a la imper­turba­bil­i­dad de nue­stros genes. Por des­gra­cia, nue­stro com­por­tamien­to es causa de unas cuan­tas cir­cun­stan­cias más com­ple­jas. El apren­diza­je ide­al requiere una edu­cación pre­via desli­ga­da del orgul­lo y la tozudez, y aquí eso es deporte nacional.

      Puede que los más lis­tos sean aque­l­los no tan inteligentes que obvian de man­era insis­tente la autop­er­cep­ción de cam­i­nar por un lodazal. La inep­ti­tud suele acom­pañar una ingenuidad bona­chona que te pro­tege de saberte un hipócri­ta. Es prob­a­ble que, sin esa acti­tud recíp­ro­ca, el con­tac­to entre las dos sociedades resul­tantes fuera imprac­ti­ca­ble. A fin de cuen­tas, aunque la igno­ran­cia no traiga la feli­ci­dad, sí que la pro­tege. No aver­gon­zarte de ti mis­mo es una vir­tud, pero sin abo­chornarte de tus ami­gos en cier­tas coyun­turas, la vida no ten­dría el mis­mo jugo. Cualquiera diría que nos gusta.

      Que quede claro, esto no pre­tende ser una ala­ban­za a la inco­heren­cia; todo lo con­trario. Mi úni­ca pre­ten­sión es sacar­la a la super­fi­cie para dar más cuen­ta de ella, y cor­re­girla. No en vano, al ter­mi­nar cada entre­ga yo mis­mo me prome­to no volver a com­prar un libro de Dan Brown.

Creo que el sigu­iente sale en un par de años.

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