Molinos de neón

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¡PIIIIII…!
      De nue­vo el des­per­ta­dor, como una col­isión frontal entre dos trenes de la que sal­go des­pe­di­do, atrav­es­an­do la luna de uno para des­per­tar tum­ba­do en la cama del otro. Aparto con cuida­do los cristales rotos, frag­men­tos de sueños todavía clava­dos entre las sábanas, y descien­do a la super­fi­cie, sin temor a herirme los pies; ya camino sobre una capa con­sid­er­able de piel muer­ta, endure­ci­da, acos­tum­bra­da.
      Café para los más cafeteros: agua tur­bia que deshol­li­na los restos de ren­di­ción adheri­dos a mis nervios y me per­mite pror­rog­ar la ruti­na. Como pro­gra­mador tecleo un lengua­je sin­téti­co y estruc­tura­do, que dom­i­na la tentación del libre albedrío que la nat­u­raleza me dio en exce­so, a cam­bio de un suel­do para colec­cionar absur­de­ces luminis­centes e innece­sarias en un piso cuco. «Hay que ganarse la vida», dice mi madre, como si por algu­na razón la hubiera per­di­do de ante­mano.
      Para pade­cer de esquizofre­nia estoy bas­tante bien adap­ta­do. Los antip­sicóti­cos maquil­lan mis “extrav­a­gan­cias” de cara a los demás. Soy ese reo ejem­pli­fi­cador, enca­de­na­do a la vista, oblig­a­do a cam­i­nar cabizba­jo como cualquier mer­ce­nario social. Mi con­sue­lo, mi super­poder como obser­vador, es ser temi­do, pero cau­ti­vo de una visión inca­paz de ser teni­da en cuen­ta. Por ejem­p­lo, mi psiquia­tra me pro­hibió leer a Cer­vantes y a otros tan­tos: «Es mejor no ali­men­tar los delirios con his­to­rias sobre chi­fla­dos». Aun así, me car­teo con mis diar­ios, primeros ter­apeu­tas de mis fab­u­la­ciones alter­na­ti­vas sobre la ver­dad. En ellos, me lamen­to por percibir una real­i­dad que no es vál­i­da, que no es “real”. Son viven­cias lisi­adas, revisadas tam­bién para no fomen­tar un com­por­tamien­to desviado.

      La res­i­gnación que adormece la vol­un­tad tiene sus pequeños des­can­sos. En las horas críti­cas, cuan­do mi san­gre aflo­ja las cade­nas del entu­mec­imien­to en cáp­su­las, me per­mi­to vis­i­tar de incóg­ni­to cier­tos locales de mala rep­utación. En la ciu­dad resiste un últi­mo tugu­rio de libros manosea­d­os, api­la­dos como colum­nas maes­tras de la penum­bra. La tien­da alber­ga tan­tos volúmenes que con el paso de los años se han crea­do nuevas salas, cimen­tadas al com­ple­to por rasil­las de papel.
      La últi­ma vez me perdí en uno de esos pasil­los bas­tar­dos, y mien­tras curiosea­ba una edi­ción antigua de La meta­mor­fo­s­is, alguien alzó la voz: «Mucha­cho, sígueme y te mostraré la his­to­ria real». Detrás de mí, una mujer de unos cuarenta años de edad, con un mano­jo de llaves antiguas col­ga­do de la cin­tu­ra, sorte­a­ba varias esta­lag­mi­tas de libros, seña­lan­do una cavidad.

      El inte­ri­or lo hab­it­a­ba una disc­re­ta mesa de cere­zo, con sus respec­ti­vas sil­las enfrentadas. Sin pre­gun­tar, me sen­té para dejarme con­vencer. La mujer extra­jo un ejem­plar de las pare­des del habitácu­lo, y sin com­pro­bar el títu­lo, lo tiró sobre la mesa, arro­jan­do una cer­il­la sobre él. Ardió al instante.
      Men­tiría si dijera que me sen­tí cohibido. Sen­cil­la­mente, la escafan­dra de humo me envolvió, y de emboba­do pasé a cat­a­pléji­co.
      No recuer­do más de lo acon­te­ci­do en aque­l­la sala, pero por la noche, al bucear en mi diario, me topé con un pasaje apócri­fo que ampli­a­ba mi experiencia:

      «Aco­jo la clar­i­dad refu­gia­da sin pre­gun­tas. Un tor­rente de vapor recorre mi tron­co, con­fir­ién­dome un aspec­to ingrávi­do. Mis ideas aerostáti­cas, nave­g­antes de las nubes de algún cielo inter­no, con­fían en un que­mador que tra­ba­ja a fuego lento, pero no da calor. Agar­ro­ta­do, tir­i­tan­do y con el vér­ti­go cam­bi­a­do, me agar­ro a lo que puedo. A la madera. Al cadáver de un árbol que en otro tiem­po me hubiera que­ma­do por bru­jo. Escu­d­riño entre sus imper­fec­ciones pis­tas que resuel­van el prob­le­ma. No es un espe­jo, pero me enseña: “Con­tem­pla, oh pul­ga del uni­ver­so, la his­to­ria que ha sido y la que te espera”.
      En la duer­mevela, la tor­men­ta rehúye los tra­galuces de la ciu­dadela de mi mente. Sosega­do, las cica­tri­ces y claroscuros de la plan­cha de cere­zo se tren­zan como ráfa­gas rojas de un gas bril­lante. Yo, como descifrador de lengua­jes no apre­hen­di­dos, des­blo­queo en sus jeroglí­fi­cos las idas y venidas de la His­to­ria.
      Un vór­tice de piedra y papiro, trans­mi­ti­do medi­ante el pul­so car­dia­co, bro­ta ante mí sugirien­do (nun­ca obligan­do) que alargue la mano. Al tocar­lo, aparez­co en una galería de cuadros man­u­scritos, que puestos uno detrás de otro son capaces de sola­par el tiem­po mis­mo. Cada uno describe cade­nas, alar­i­dos, y ojos en el vacío; saltos de línea silen­ciosos que ampli­f­i­can el eco de la carne apuñal­a­da por sor­pre­sa. Filos que rever­ber­an y pudren sus parado­jas de san­gre, sudor y tier­ra. Zan­cadas de huidas deses­per­adas, ras­tre­ables por el eflu­vio trans­ma­te­r­i­al de su pavor. Como ven­trílocuo del cos­mos, perci­bo infini­tud de voces dis­pares, todas ellas den­tro de mí, destruyen­do la cámara anecoica de mi sin­gu­lar­i­dad. Tras todos esos lien­zos, los anón­i­mos y los recono­ci­dos son libres, y el teji­do de sus real­i­dades difer­entes, pespun­tadas por la inqui­etud y no por el servil­is­mo, ilu­mi­nan nuevas antor­chas en las cabezas ajenas.

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      Al fon­do de ese mau­soleo de mi mente, se yer­gue un hom­bre de ros­tro enju­to con armadu­ra antic­ua­da y una bacía en lugar de cas­co, con­tem­p­lan­do embe­le­sa­do un lien­zo negro for­ma­do por tro­zos que­ma­dos de lonas de moli­no. “Atiende, joven”, dice sin desviar la mira­da. “No hay una his­to­ria más real. Todas lo son. Todas cuen­tan lo mis­mo: la búsque­da de un sen­ti­do a lo roto, a lo anhela­do; las esper­an­zas y temores encer­ra­dos en cabezas dis­tin­tas a las nues­tras. Todas son la agu­ja que son­dea una caróti­da donde insu­flar esper­an­za a una mente inca­paz de seguir. Hay dis­pari­dad en la época, en el ver­bo o en la tin­ta. Pero al final, entre tus pági­nas y las mías no hay ningu­na diferencia”».

      Recordé que, cuan­do volví en mí den­tro de aque­l­la tien­da, seguía de pie con Kaf­ka en mis manos. No le di demasi­a­da impor­tan­cia; me suce­den “fan­tasías” de vez en cuan­do. Lo que me extrañó fue mi esplén­di­do áni­mo.
      Camino de la sal­i­da, la depen­di­en­ta advir­tió mi sem­blante atur­di­do y se acer­có para pre­gun­tarme algo, pero fue inter­rump­i­da por el tin­ti­neo de la puer­ta. Al girarnos, vimos mar­charse a una mujer con un mano­jo de llaves antiguas col­ga­do de la cintura.

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