El museo de los caprichos

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Sirk­ka vivía en un minús­cu­lo pueblo de un norte inde­ter­mi­na­do. Pro­cedía de una famil­ia pudi­ente, de ori­gen fin­landés, con padres labo­riosos y par­cos en pal­abras, pero con­se­cuentes; su hol­gu­ra económi­ca no se debía al tra­ba­jo inin­ter­rumpi­do de sus prog­en­i­tores, sino a cier­ta relación de par­entesco con Ståhlberg, primer pres­i­dente de la repúbli­ca de Fin­lan­dia. Ellos le habían trans­mi­ti­do el respeto por el silen­cio y un desin­tere­sa­do amor por los libros. Este ambi­ente reper­cu­tió en su for­ma de obser­var el mun­do, y gra­cias a su posi­ción aco­moda­da pudo reti­rarse a una aldea ais­la­da y dedi­carse a la escrit­u­ra. Dio la casu­al­i­dad de que un afama­do edi­tor se retira­ba a des­cansar los invier­nos en su mis­mo pueblo —el ambi­ente bohemio los cría y ellos se jun­tan—. Quiso la prov­i­den­cia y el esfuer­zo que ella tam­bién fuera muy bue­na en lo suyo. No hay mucho más que explicar.

      Con los años Sirk­ka fue ganan­do pres­ti­gio. Ape­nas salía de su microuni­ver­so: no lo pre­cis­a­ba. Todavía había quienes se podían per­mi­tir el lujo de jugar la baza del mist­i­cis­mo sin la necesi­dad de recor­rer cada ciu­dad pro­mo­cionán­dose. Pese a todo, ella tra­ba­ja­ba ard­u­a­mente. Su úni­co capri­cho era la colec­ción de incun­ables que habían sobre­vivi­do al tiem­po. En su esfera de serenidad no cabía ningún tipo más de dis­trac­ción. A pesar de ello, su edi­tor con­sigu­ió sacar­la de su zona de con­fort, y la con­ven­ció para acud­ir a una fir­ma de libros en una impor­tante mega­lópo­lis de un sur impre­ciso.
      —Sirk­ka, que­da medio día has­ta la fir­ma. ¿Por qué no haces un poco de tur­is­mo?
      El úni­co bus que hacía para­da en su pobla­do pasa­ba a una hora intem­pes­ti­va, e irre­me­di­a­ble­mente lle­garon a la ciu­dad antes de lo nece­sario.
      —Creo que me voy a decantar por algún sitio en el que no me ahogue entre tan­ta gente. ¿Cono­ces algún museo? —respondió ella.

      En su escisión total respec­to al mun­do, el úni­co medio de comu­ni­cación que poseía se lim­ita­ba a un móvil con teclas, y sin conex­ión a inter­net. Jarvi —así se llam­a­ba su edi­tor— abrió la apli­cación del bus­cador y en un instante tuvo a su dis­posi­ción la direc­ción de los cin­co museos más inmedi­atos a su posi­ción.
      —El más cer­cano lo tienes a un par de calles. «Museo de arte pos­mod­er­no»; parece que no te vas a abur­rir —rió—. Yo me ten­go que quedar a ges­tionar tu pre­sentación; no todos los días la reina de la nov­ela negra se digna a mostrarse ante sus sier­vos.
      —Eres idio­ta —bufó diver­ti­da mien­tras se alejaba.

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      Sirk­ka inten­tó igno­rar el, a su juicio, «exce­so de gente». En cin­co min­u­tos había lle­ga­do al por­tal del museo. «Feo», pen­só. El edi­fi­cio resalta­ba por enci­ma de todas las con­struc­ciones cir­cun­dantes gra­cias a una facha­da escalon­a­da, recu­bier­ta de una pelícu­la bril­lante de un amar­il­lo flu­o­res­cente. Un hom­bre envuel­to en látex negro se apoy­a­ba al lado del mostrador.
      —Per­done, ¿es aquí donde se com­pra la entra­da?
      —Pulse el botón —respondió pere­zoso.
      —¿Est..? AAAAAAHHHHH. —Sirk­ka retiró ráp­i­da­mente la mano tras sen­tir el calam­bra­zo— ¿Pero qu..?
      Antes de poder ter­mi­nar la frase, el tipo plas­ti­fi­ca­do se había tele­trans­porta­do a esca­sos cen­tímet­ros de su cara, y tapán­dose cada ojo con la pun­ta de los dedos de su mano ipsi­lat­er­al, susurró:
      —Cul­tura… … … Puedes pasar.
      Sirk­ka observó estu­pe­fac­ta aquel despliegue de teatral­i­dad ran­cia, y se giró para exam­i­nar si alguien le esta­ba gas­tan­do una de esas bro­mas de cámara ocul­ta que a Jarvi tan­to le gusta­ban
      —¿Qué clase de bro­ma es est…?
      Al darse la vuelta no había ni ras­tro del fauno monocro­ma­do, sólo una puer­ta abier­ta. Le ten­tó la idea de volver por donde había venido, pero prefer­ía aque­l­lo a la aglom­eración de fuera. Antes de entrar, y sin haber despe­ga­do su sem­blante con­fu­so, volvió a mirar de nue­vo. Den­tro la cosa parecía más normal.

      —¡Buenos días! ¿Es la primera vez que visi­ta nue­stro museo? —le inter­cep­tó una azafa­ta tras cruzar el umbral.
      —Sin ningu­na duda.
      —¡Ningún prob­le­ma! Le expli­co: el museo con­s­ta de varias salas conec­tadas con exposi­ción de perte­nen­cias y crea­ciones de nue­stros artis­tas más itin­er­antes. Al fon­do disponemos de una sala ded­i­ca­da a la puja y sub­as­ta de artícu­los del museo.
      —¿Sub­as­tan las obras de arte del museo? —Sirk­ka no daba crédi­to.
      —¡Por supuesto! El arte es efímero, y su val­or reside en lo pere­cedero de su tem­po­ral­i­dad. —Su son­risa daba ver­dadero miedo.
      —Vale… esto… gra­cias —no quiso dis­cu­tir por temor a otro calam­bra­zo.
      Sirk­ka se apartó con cautela antes de pasar a su lado, y prosigu­ió su camino. A pesar de lle­var menos de cin­co min­u­tos den­tro del edi­fi­cio, supo que no iba a embe­le­sarse con ningu­na obra pic­tóri­ca remo­ta­mente pare­ci­da a la de sus libros de his­to­ria clási­ca.
      La primera sala alber­ga­ba una úni­ca «obra». Detrás del cordel de seguri­dad se encon­tra­ban tres indi­vid­u­os de aspec­to andrógi­no, atavi­a­dos con vesti­dos saca­dos direc­ta­mente de Las Meni­nas de Velázquez. Las tres per­sonas —no alcan­z­a­ba a deter­mi­nar su género— dis­cutían acalo­rada­mente en un bucle de arrebatos hos­tiles en los que se lev­anta­ban por las sola­pas de los vesti­dos. Cuan­do en la marabun­ta de aspavien­tos uno señaló hacia arri­ba, se per­cató del últi­mo ele­men­to en el que no había repara­do. Detrás de ellos (o ellas), un cabal­lete sostenía un cuadro pin­ta­do en téc­ni­cas que col­ind­a­ban con el fotor­re­al­is­mo. En él, una mujer atendía a un telé­fono móvil, com­ple­ta­mente envuelta en un burqa sal­vo por una rendi­ja que deja­ba al des­cu­bier­to sus gen­i­tales rasur­a­dos. Sirk­ka escruta­ba a través de su per­ple­ji­dad, cuan­do otros dos vis­i­tantes aparecieron por la sala con­tigua. Se acer­có tími­da­mente:
      —Per­don­ad… mmm, ¿sabéis vosotros cuál es el men­saje que inten­ta trans­mi­tir el autor con esta obra?
      Los dos jóvenes se miraron súbita­mente y estal­laron en car­ca­jadas.
      —Aaaay car­iño. —Uno de ellos se con­tenía—. Qué men­saje ni que men­saje. Te lla­ma la aten­ción y ya. Anda qué…
      Sin dar más expli­ca­ciones se mar­charon, todavía destern­il­lán­dose. Sirk­ka hubiera enro­je­ci­do de vergüen­za si no fuera por que seguía sin enten­der nada. Se encogió de hom­bros y con­tin­uó. Antes de reparar en lo que cubría las pare­des de la sigu­iente estancia, un alboro­to irrumpió por uno de los lat­erales, y emergieron dos guardas de seguri­dad escoltan­do de for­ma for­zosa a un señor de cier­ta edad que suplic­a­ba: «¡Perdó­nen­me! ¡No sabía que esos uri­nar­ios eran parte de la exposi­ción! ¡Si hay un car­tel de aseos en la puer­ta!». Sirk­ka se sin­tió como Ali­cia en el país de las «mar­avil­las». Reparó en la ropa expues­ta en vit­ri­nas de aque­l­la sala, y tras acer­carse y leer el rótu­lo «Out­fit de ChechuSoldier97 al alcan­zar 1.000.000 de subs», deter­minó que era hora de ir direc­ta­mente al final de la exposi­ción.
      Recor­rió los cuar­tos has­ta lle­gar a la puer­ta señal­a­da con un letrero que rez­a­ba «Sala de pujas». Con cuida­do giró el pomo, y entornó la puer­ta lo jus­to para aso­mar la cabeza. Escuchó:
      —¡Dense prisa, señores! ¡En menos de un min­u­to todo el con­jun­to perderá su val­or si nadie se intere­sa por él!
      Sufi­ciente. Cer­ró, y al vol­verse, un mon­tón de gente uni­for­ma­da se encon­tra­ba descol­gan­do y reti­ran­do cada obra allí expues­ta. Sirk­ka reso­pló ago­b­i­a­da y se dirigió al asien­to del cen­tro de la sala.
      —Pero qué hacen… —far­ful­ló a la nada.
      —Cada media hora cam­bian todo —una voz habló a sus espaldas.

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      Sirk­ka se dio la vuelta para obser­var a su inter­locu­tor. Algo en su inte­ri­or se alivió al reparar en el aspec­to de aquel anciano: cha­que­ta de tweed, bar­ba canosa, gafas de mon­tu­ra redon­da y cor­ba­ta pasa­da de moda. Le record­a­ba a su pro­fe­sor padre.
      —Aho­ra todo pierde val­or en cuestión de min­u­tos —con­tin­uó—. Estas min­u­cias exis­ten úni­ca­mente para lla­mar la aten­ción. Así que una vez la tienen y aparece otra memez que cam­bia más rápi­do de col­or, dejan de ten­er sen­ti­do. El obje­ti­vo es el con­sumo, así que cuan­tos más majaderos lo obser­ven, más rápi­do se con­sume. Y a otra cosa.
      —Un museo no debería alber­gar capri­chos —sub­rayó cir­cun­spec­ta.
      —Eso es lo triste: per­catarse de que la úni­ca difer­en­cia entre esto y un museo con­ven­cional es la medi­da del tiem­po.
      —¿El tiem­po? —dijo sin enten­der.
      —¿Y no ha sido toda la his­to­ria de la humanidad sino una acu­mu­lación de caprichos?

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