Pensar el pensamiento

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No existe una nue­va razón para que otra per­sona más comience a esgrim­ir sus ideas o batal­lar con­tra sus demo­ni­os de cara a aque­l­los que tro­piecen con sus pal­abras. Todos hablan, todos opinan, todos procla­man y, sor­pre­sa, con­tra todo pronós­ti­co y cues­tio­nan­do cualquier ley estadís­ti­ca, todos afir­man poseer la ver­dad. No creo que exista la ver­dad abso­lu­ta, al menos como un obje­ti­vo real y tan­gi­ble. Demasi­a­dos recov­ecos y aris­tas en lo que sería un análi­sis desmesura­do e inabar­ca­ble de todo el conocimien­to con­tin­gente. Sin embar­go, sí ten­emos la posi­bil­i­dad de encon­trar un razon­amien­to equi­li­bra­do (que no equidis­tante); un sem­blante int­elec­tu­al que aúne el saber y el espíritu de pro­gre­so, que escu­d­riñe y se cues­tione la real­i­dad, sin dejar de lado la com­pren­sión de las per­spec­ti­vas humanas, para poder atis­bar el núcleo for­ma­do por la ver­dad más objetivable.

      Quizás mi may­or jus­ti­fi­cación, la que a pesar de la crudeza del camino me inci­ta a cues­tionar y plas­mar mis pen­samien­tos, es la per­cep­ción de habitar en una sociedad enca­de­na­da a creen­cias y acti­tudes laxas, tan­to antiguas como mod­er­nas, que la sumen en un cada vez más pro­fun­do letar­go. Obje­tos que no nece­si­ta­mos, ide­ales que se venden al mejor pos­tor, una letanía de infor­ma­ción con­stante que nos embria­ga y adormece, y una inco­heren­cia orques­ta­da a través del silen­cio de nues­tras mentes, del que somos tan vic­ti­mas como culpables.

      Cuan­do estable­ce­mos como obje­ti­vo «la ver­dad», no tiene cabi­da la defen­sa y pro­tec­ción de nue­stro ego y su sub­se­cuente orgul­lo. Como si de una «sala blan­ca» se tratase, debe­mos entrar en su debate sin más car­ga que la lóg­i­ca y la aprox­i­mación cien­tí­fi­ca, despo­ján­donos de los con­ven­cional­is­mos y creen­cias arraigadas en nues­tra psique. Sólo cuan­do jus­ti­fi­camos nues­tra real­i­dad y rec­haz­amos cualquier ten­ta­ti­va de cam­bio, nos aco­modamos en un sofá per­mi­si­vo, injus­to, sin fon­do, y del que nos será imposi­ble salir.

  «El mun­do es un lugar peli­groso. No por causa de los que hacen el mal, sino por aque­l­los que no hacen nada por evi­tar­lo», dijo Albert Einstein.

      Es muy atre­v­i­do argu­men­tar eso mis­mo sin evi­tar apli­car­lo a mi per­sona: por eso quiero recal­car la impor­tan­cia del con­tenido y no del con­ti­nente. Mi inten­ción es encen­der bom­bil­las; man­ten­er encen­di­da la mía propia. La obso­les­cen­cia pro­gra­ma­da no se limi­ta al ámbito de la pro­duc­ción indus­tri­al: somos atur­di­dos con ingentes can­ti­dades de «entreten­imien­to ocioso» y esper­an que, si algu­na vez la bom­bil­la se ilu­minó, se apague en un cor­to pla­zo de tiempo.

      No quiero pecar de con­spir­a­noico, así que me veo oblig­a­do a recal­car: somos tan inocentes como pecadores. Nos lib­er­amos de toda cul­pa y arro­jamos cualquier respon­s­abil­i­dad al indi­vid­uo o colec­ti­vo que resulte más con­gru­ente en nues­tra con­struc­ción defen­si­va de la realidad.

O rui­do, o pasivi­dad. Nada entre medias.

      Ellos nos usan y nosotros nos dejamos usar. Y poco podremos con­seguir si agi­ta­mos los bra­zos sin zaran­dear nues­tra mente.

      Sólo en silen­cio podemos hal­lar la respues­ta. Pero el silen­cio no sig­nifi­ca manse­dum­bre; el silen­cio nos pro­por­ciona primero, el entorno ide­al para enfrentar nue­stros dile­mas y resolver­los, para después dedicar esa cal­ma y seguri­dad per­son­al en entrom­e­ter nue­stro silen­cio. Ni mucho menos quiero despres­ti­giar el acto, pues la teoría no puede nada por sí sola, pero sola­mente la razón nos puede hac­er lle­gar a buen puerto.

      No ten­go ni la más remo­ta idea de qué camino me espera; solo sé que ten­go que recor­rer el sendero. Quiero escribir, con­fab­u­lar y per­derme para encon­trarme. Por vicisi­tudes de la vida, de un modo u otro, me encuen­tro en un esta­do de escep­ti­cis­mo y rece­lo, pero firme y deci­di­do, reflex­io­nan­do sobre todo, e inten­tan­do alcan­zar la respues­ta cor­rec­ta. Pero si quiero con­tribuir a la mejo­ra de un mun­do ter­mi­nal (sien­to ser tan dramáti­co), nece­si­to ayu­da. No es sólo una procla­ma de ideas, es un gri­to silen­cioso de socor­ro, porque cuan­do el dinero no vale, cuan­do la superación no es sufi­ciente excusa, es nece­sario el obje­ti­vo más noble de todos: mejo­rar lo mejorable. Puede que sea un ilu­so o demasi­a­do con­cien­zu­do, pero es lo que nece­si­to y lo que sé que muchas otras per­sonas nece­si­tan, aunque ni siquiera sean con­scientes de ello.

No es solo ser recor­da­do, es luchar para que haya algo que recordar.

      En cuan­to a mi méto­do para lle­var­lo a cabo, no encuen­tro mejor vía que la pal­abra. Razonaré en lo posi­ble y expon­dré mi visión sobre temas de actu­al­i­dad, sobre todo tipo de obras, e inten­taré filoso­far acer­ca de ello. Tam­bién pub­li­caré todo lo que sea capaz de nar­rar; no existe mejor for­ma de apre­ciar las difer­entes per­spec­ti­vas de la real­i­dad que a través de la miría­da de his­to­rias que com­po­nen el imag­i­nario colec­ti­vo. «Hay otros mun­dos, pero están en este», afirma­ba el poeta Paul Élu­ard. Me gus­taría hac­er de este espa­cio una especie de ágo­ra donde, fuera de toda con­formi­dad y dog­ma­tismo, la imag­i­nación, la reflex­ión y el conocimien­to sean el úni­co fin.

Sin medias tin­tas, pen­sar el pensamiento.

La escuela de Ate­nas, de Rafael Sanzio
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