El perfume, por Patrick Süskind

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Si hay algo que se ha aso­ci­a­do como inevitable en la lit­er­atu­ra de los mitos a lo largo de nues­tra his­to­ria, ese es el reino de los olores. En el desem­peño fun­cional, somos capaces de evi­tar el hip­no­tismo que se aden­tra por cualquier sen­ti­do, excep­to por el olfa­to. Sibili­nas e inde­tecta­bles, las fer­omonas se abren paso a través de nue­stro sis­tema nervioso, y si en algún momen­to nos lleg­amos a per­catar de su pres­en­cia, se anto­ja demasi­a­do tarde; ya han pro­duci­do su efecto.

      Ese feu­do de las partícu­las odor­íferas ha sido la fuente de la que han bebido mul­ti­tud de leyen­das y fábu­las, acu­ci­adas por el desconocimien­to cien­tí­fi­co que atribuye los temores a poderes sobre­nat­u­rales y dia­bóli­cos. Hemos soña­do con infinidad de capaci­dades suprahu­manas, todas ellas ges­tadas a raíz de abstrac­ciones exager­adas, muy lejos de nue­stro alcance. Pero, ¿qué pasaría si algo tan común como el olfa­to se viera ampli­fi­ca­do? ¿Qué clase de poder osten­taría su portador?

  •  El sen­ti­do de lo diferente

      En la Fran­cia del siglo XVIII, poco antes de la rev­olu­ción france­sa, nace Jean-Bap­tiste Grenouille, un joven con una habil­i­dad fuera de lugar, en una época donde lo inex­plic­a­ble es temi­do y repu­di­a­do. Aban­don­a­do al nac­er, en mitad de un féti­do puesto de pesca­dos del mer­ca­do parisi­no, y como primer acto de su des­pre­ci­a­da exis­ten­cia, se vale del llan­to para con­denar a su madre a la hor­ca.
      Así comien­za su his­to­ria, un mucha­cho desar­raiga­do, vagabun­do como otros tan­tos, que se ve oblig­a­do a con­vivir con una cual­i­dad que le difer­en­cia de todos los demás: no sólo no posee olor pro­pio, sino que puede dis­tin­guir, analizar y mem­o­rizar la com­posi­ción de todos los demás.

      En la lit­er­atu­ra cien­tí­fi­ca, aunque exager­a­do en la nov­ela, este trastorno se conoce como hiper­os­mia. Esta condi­ción le aís­la y le arrin­cona en un mun­do que ya de por sí, resul­ta demasi­a­do mis­er­able. Pero Grenouille parece no dar impor­tan­cia a esta posi­ción ―hace caso omiso a toda clase de veja­ciones―; a él sólo le obse­siona la caren­cia de iden­ti­dad odor­ífera, y está dis­puesto a lo que haga fal­ta con tal de con­seguir­la. De hecho, los úni­cos momen­tos en los que se da por ven­ci­do, son aque­l­los en los imag­i­na un futuro en el que no es capaz de des­gra­nar nuevas composiciones.

      La his­to­ria de El per­fume es la his­to­ria de los genes alter­na­tivos; un tes­ti­mo­nio de criat­uras que des­de su instruc­ción géni­ca, están des­ti­nadas a no enca­jar por haber exis­ti­do en una época y/o un lugar que teme lo descono­ci­do y lo extraño. El sufrim­ien­to de Jean-Bap­tiste no se orig­i­na por la pre­ten­sión de glo­ria, ado­ración o el prove­cho de su habil­i­dad ―de hecho lo rec­haza en varias oca­siones―; él se cala de esa propia fal­ta de indul­gen­cia ante lo extraño, insistien­do y bre­gan­do con la necesi­dad de alcan­zar aque­l­lo que no posee y que le difer­en­cia del resto. Su exis­ten­cia le resul­ta vacía.

      No es nece­sario aclarar las simil­i­tudes con nues­tra época. Vemos la pom­pa y el oro­pel de épocas pasadas como algo lejano y com­ple­ta­mente super­a­do, pero a día de hoy, seguimos pecan­do de hos­tiles ante lo que descono­ce­mos y nos resul­ta raro. Per­sonas con con­fig­u­ra­ciones y car­ac­terís­ti­cas fuera de la gran may­oría, que sufren rec­ha­zo y burla por recla­mar una iden­ti­dad que su entorno es inca­paz de alcan­zar a comprender.

  •  Las bes­tias que bre­gan en el interior

      A pesar de todo, Grenouille no es un san­to; nada más lejos de la real­i­dad. No posee ningu­na clase de respeto hacia sus seme­jantes, y lle­ga has­ta donde él con­viene nece­sario para alcan­zar su meta.
      La nov­ela ilus­tra cómo ese ais­lamien­to y sus desave­nen­cias pueden trans­for­mar a cualquiera en un mon­struo. Asimis­mo, es remar­ca­ble la habil­i­dad del autor para crear analogías entre la posi­bil­i­dad de ilus­tración y la capaci­dad de con­trol de los más pudi­entes, tenien­do de ejem­p­lo aquel cón­sul que con­tro­la sus impul­sos sex­u­ales ante su hija, mien­tras Grenouille ―el pobre― se deja lle­var por sus maquinaciones.

      Esa dis­pari­dad hipócri­ta, que enfrenta a dos per­son­ajes con posi­bil­i­dades muy difer­entes, es la que en real­i­dad los empa­ta, pues sólo les difer­en­cia la capaci­dad moral y éti­ca que sus respec­tivos ambi­entes les ha pro­por­ciona­do.
      En una de las esce­nas finales, sin dar más detalles que lo provo­ca­do por el embria­gador aro­ma del per­fume per­fec­to ―para no arrebatar la sor­pre­sa a quién deci­da leer­lo― , obser­va­mos ese colofón en el que todos los humanos se igualan como ani­males ante el descon­trol de las fer­omonas, dejan­do de lado sus difer­en­cias de esta­tus y de clase.

  •  El olor de las palabras

      A pesar de tratarse de una nov­ela cor­ta (ape­nas supera las 300 pági­nas), es difí­cil hablar de ella sin destri­par nada del argu­men­to.
Sus impli­ca­ciones pedagóg­i­cas se encuen­tran real­mente entre­lazadas en los detalles más nimios de su desar­rol­lo. Con una capaci­dad estilís­ti­ca impeca­ble, Patrick Süskind, a los 35 años de edad ―y sien­do esta su primera nov­ela―, fir­mó una de las mejores cróni­cas que he tenido el plac­er de leer. El retra­to que hace de la época es inmejorable, y a pesar de la exageración que pre­lu­dia a su pro­tag­o­nista, no existe ni una pega que se le pue­da pon­er a su prosa, ya sea el rit­mo ―bien delim­i­ta­do y sin altiba­jos―, o a su estilo.

      El libro, que bien pudiera tratarse como nov­ela históri­ca, crit­i­ca, lejos del pan­fle­taris­mo, cómo la bes­tial­i­dad puede ser con­ce­bi­da como arte por quien lo vive, y las pro­fun­das raíces sociales que lo ali­men­tan.  En este aspec­to podemos inclu­so per­catarnos de cier­to pare­ci­do con Hum­bert, el per­son­aje de Loli­ta, apren­di­en­do de las difer­en­cias que exis­ten entre el acto voli­ti­vo con­sciente y la inca­paci­dad moral de quien no se per­ca­ta de sus fechorías.

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      Las cor­rela­ciones que proyec­ta se imbri­can has­ta nive­les pro­fundísi­mos. La propia con­tex­tu­al­ización de la his­to­ria se dico­tomiza en tér­mi­nos olorosos, con­ju­ga­do con las pecu­liari­dades de cada entorno o per­son­aje: al final, cada juicio, cada asesina­to y cada intri­ga se baña en sociedad de dis­tin­tos per­fumes, todo ello para tapar el hedor de la falsedad que los cubre. Porque al final, todos apri­sio­n­an sus bajos fon­dos, sus deseos ocul­tos y su ausen­cia de olor moral. ¿Qué medió más a la hora de difer­en­ciar al crim­i­nal del hom­bre respeta­do? ¿Su rec­ha­zo o su condi­ción? Süskind nos dice ―y acier­ta en parte― que ambas.

      Cuan­do ter­miné de leer Loli­ta pen­sé: «Ojalá hubiera sido ami­go de Nabokov, para poder lla­mar­le en cualquier momen­to y pre­gun­tar­le sobre qué pen­só, qué sig­nifi­ca esto, aque­l­lo o lo otro», algo que te hace per­catarte del respeto ―inclu­so temor― que puede lle­gar a crear alguien con su obra.
      No me ha pasa­do seme­jante cosa con El per­fume. Lo primero que me vino a la cabeza al ter­mi­nar el libro fue: «Ojalá lo hubiera escrito yo».

      ¿Deberías leer­lo? Estás tardando.

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El per­fume
Patrick Süskind
Booket, 2011
320 pag.
ISBN: 8432251143

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