Si la agonía no se atasca, al menos fluye veloz y animosa. Si tengo, no muero. No me entero de la despresurización. Que mi insonsciente se ahogue en el trampantojo, que yo aplaudo, y luego en la madrugada fluorescente, lloro. Hago la digesión de las ofertas, y estas me descomponen en cadenas autodigeribles. Si sé que otros me odian, al menos como sujeto tengo continuidad en la existencia. Algo para alguien. Y como es injusto, se deduce que en algún bolsillo desgarrado hay justicia para mí. Y me vendo. Y me marco. Y me anulo.
No quiero suscripción al alientamiento, y me vendo. Legítimamente me prostituyo. Cuanto más pequeña sea la letra del contrato, mejor; menos me tendré que tapar la vista con los dedos; menos libarán la miel de mis huesos. Menos.
Si soy productivo, me policromo. Si soy llamado, recojo. No quiero senderos, sino cemento iluminado. Seré pobre; nací colgado. Y las hebras se deshilachan. Ni siquiera: se disuelven porque tus caricias rompen el claustro de mi tiempo vacío que no para, que desgasta su vinilo para bailar un poco más rápido, un poco más rápido-lento, un poco más lento-ácido.
Y cómo me voy a permitir llorar, si las plantas, aisladas de un acervo común, preparadas bajo mis normas de plástico, me escuchan pretender la felicidad. Cómo voy a mentirles a la cara, si finjo mi propia clorofilia y creo que es mi verdadera patria. “Que avanzo”, les aviso. Y se riegan de lágrimas. Si arranco sus hojas muertas, al menos me permito la rabia, porque el billete que me arranca el alma siempre es recibido con ansia.
Día de cobro, día de émbolo empujado. De pupilas dilatas, de nueva ronda por las tuberías del laboratorio.
Si la madera perfumada cuelga, ¿a santo de qué iba a comprobar yo si todo el monte es orégano?
Me convenzo. Porque planto y siembro, que como palabras naturistas me salvan de estar financiando mi tiempo al mercado negro.
Compra. Y compro. Y saco las uvas del plástico, y los chakras se alinean, porque el incienso también lo he pagado. No me permito las coincidencias. Salvarme en el último momento sería confesarme a mí mismo que el resto del tiempo he sido engañado. Que sepan que mi raigambre es genuina, y no un remedio adoptado. Si saben, duermo. Aunque sean las horas justas para mostrar mi resguardo. El Diógenes de los viajes, de las experiencias. La educación sobre el vértigo de existir. Quien sondea entre la bruma, por la pesquisa de prevenir un final anticipado. “No mueras. No todavía. No se ha dicho la última palabra sobre ti”.
Y tú, como yo, que sobras, que sin derecho o deber, existes. Que afloras entre las losas del pavimento, no para crecer, ni por un objetivo mayor, sino porque encuentras la grieta que te lo permite. Un alivio que únicamente se suma al catastro de los horrores. ¿De qué sirve negarle al moribundo la extrema unción, insuflarle otra dosis de esperanza, para después soltarle de nuevo al corredor?
Yo, tú. Timbradores de losetas entre las celdas. Cabezas bajas que susurran sobre la vida que nunca sucederá. Tú, yo. Compañeros abrevadores del mismo cuenco ausente de la subsistencia.
Sólo evitaría su desagüe si quien se ahoga pudiera entender que al final del día hay honor en beber de nuevo por puro placer. Ahí cedería. Ahí elevaría su rostro y susurraría:
“Hay verde fuera de este laberinto”.
¿Se debe ser beneficioso para la sociedad, o basta con no ser nocivo para ella?
¿Son estas las leyes naturales del ruido? ¿Ni una sobra?
El movimiento vacío. El ejercitamiento de la otredad. Porque sí. Un cuerpo desnaturalizado de su propio descubrimiento. Un aliento al servicio de la nada; no hay monólogo que pueda desvelar su absurdez. Es la inmolación frente al espejo, el filtro de las llamas. Una mecánica de la automoción. Un juego a priori amañado.
No es que sofoque, es que impregna. Duele en la cabeza. Duele en el espacio. Duele el calor; no tanto su frialdad como el eco que deja, y que retumba en la carcasa que protegen las costillas. Cansa el aire, y pescar en el vacío. Cansa el cansancio. Cansa. Pesa.
¿Merece la pena esta gaceta de sudores si semejante cadencia prohibe tumbarse al raso?
¿De verdad firmaste este contrato?
¿Es posible desaforarse del ser consumidor? ¿Es viable no pagar por la aventura?
¿No es todo un chiste velado?
En el último silencio se puede sentir el vibrar de las ratas; millares de patas tropezando por el circuito de la vida, por un laboratorio de opciones balaustradas, de cadenas de decisión. Se van perdiendo por las tuberías, y el cronómetro cuenta, no para limitar el tiempo ofrecido hasta la prueba final, sino para insuflar un avento del terror existencial, que publicite su presunción de sudor y experiencia.
Los ratones que han renunciado a la mortalidad. Esos son. Los ratoncillos frustrados.
¿Qué emoción le espera al que no renueva su repertorio de cicatrices? ¿Quién puede soportar una identidad cerámica? ¿Qué idiota se envitrina para no agitar las grietas de la inmadurez?
Trashumar renueva el aire. El encuartelado se ahoga. Hiperventila. Está, pero no es.
No me distingue sobrevivir. Ni saber sobrevivir. Ni tener nociones de supervivencia. No creo que me distinga observar cómo el otro sobrevive.
No sé el qué, pero algo. Es la alternativa a las oquedades, a las vacantes cóncavas de la memoria. Un desnivel hacia la tranquilidad tensa. Rechazando el alimento siento menos hambre. No quiero participar más de la fruta al vacío. Reservo ese espacio para mirar por la ventana.
Hoy aclara, pero no despeja la niebla; algo oculta con recelo. Las torres apuntan. La espalda duele, cuenta, y tiene sentido. La rodilla sospecha a consciencia. Me apetece la experiencia, zozobrar en la ingenuidad de disiparse, de perderse. Me reafirma su ausencia de maldad. No hay injusticia en el azar, no tanta.
No quiero pagamentos por la insolaridad, o el fingimiento para el necesitado. Tolera tú la amenaza de mi cese, como si estar parado fuera vergonzoso; como si me sobreviniera la residualidad. No quiero que humillen a mis compañeros, ni ablandarme en agua por el pánico de perderlos. No me flagelaré por no haber conseguido engallarlos.
“La estabilidad conveniada”. Qué vértigo. Qué pesadilla. Qué irresponsabilidad para con uno mismo. Es la violencia de las fotos enmarcadas que infestan la mente de otro-tiempo-mejor. De los aparejos alineados en la mesa de oficina, que son el nuevo estado “temeroso de Dios”. Temeroso del mundo; la ruta iluminada.

No llevo reloj, sólo brújula. Sondeo los mapas viejos, hilvanados por diversos inconformes. Y no entiendo; cada uno usa su propio lenguaje. Pero es bueno. Alienta, y baña de frescura el bochorno. Y me calma la nueva tierra, porque cada sima imperecedera brota con sorpresa ante la revelación de nuevos espectadores, a los que nunca se acostumbra. Renueva la primera impresión.
No quiero convivir entre los bosques talados, en los que no caben los sombreros de paja. No obsequian de la solera necesaria para añejarlos de vigor. No resisten la finalidad del presente.
¿Es la derrota del ser cultural el fin del mundo? ¿Existe una Biblia para el desarraigado?
“Escribo, y luego devuelvo el pez al mar”. Lo leí en algún lado. No sé quien lo dijo. Tampoco me apetece buscarlo.
Yo poseo mi deriva, que posee mi vagar hasta la extenuación. El ser tuétano nómada, mudérrimo. Que sean los recovecos del cuerpo quienes decidan anidar en otro pertrecho.
¿En qué momento las mitocondrias se remueven inquietas?
El color del conquistador es purpúreo, a veces casi verde. Es un color que tiene que serlos todos, y que no se decide por ninguno. Protege y despliega, cambia. Se adapta, sonríe y muere. La ambición yerma; el amanecer del sudor como rocío sobre la hierba fresca. Lo que fluye. Lo que no espera a que el viento sople melodías apetentes.
Que se escuchen los tambores de la superación, los pulsos catárticos, el ritmo vibrante. La risa de quien se levanta apaleado, para abandonar la necedad, el rencor o el prejuicio. Son en realidad descansos, remansos de un mar inmenso.
Me veo como el transeúnte indefinido; el personaje aceptado, sin un algo que cope toda mi conversación, y que me agriete al adherirme a ello. Quiero ser flexible, y que cada capítulo cimbree distinto. Quiero hacerlo todo, y darme la virtud de ser mediocre en la aplastadora mayoría. La virtud de temer, y de aprovecharlo. La virtud de recordarme mortal y esperanzado, pero nunca cómodo o hastiado. Quiero sólo mi compasión, por un rato. Exijo desconocerme de antemano. Que si salgo bajo la lluvia exista la posibilidad de no poder volver a deshacer mis pasos. Desprecio las oportunidades perdidas de perder el rumbo. No soy una rata de laboratorio. La muerte no sorprende a nadie. Va sobre raíles; es la inmanencia conocida.
“No cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas”. Esta sí sé que la dijo Cortazar.
Sigo queriendo lo mismo. Sigo sosteniéndome sobre mi siglo vacío.
No quiero tener demasiado tiempo. Por favor, quiero quedarme a medias. Que duela cerrar el libro. Espero morir antes de alcanzar la cruz en el mapa. No sabría qué hacer con ello.
No soy el eterno retorno. Soy el que se fuga por los intersticios del mapa, recolectando la fruta fresca y natural; hirviendo el agua que aplaca el Nervio.
De noche, amén de mi turba, resisto la tentación de entregarme a la primera fila. Resisto el pánico a perderme otra iteración de lo mismo. Bajo a la pradera para mí solo. Empiezo a construir un cuarto secreto, sin techumbre; pido permiso para enajenarme con el hedor de los truenos.
El germen (y el resultado) de mi vocación como socrático barbero, se fundamenta en la conciencia materialista de quien sabe que las horas están contadas, y que no quedará nadie que pondere la validez de ese recuerdo. Mi aspiración es la de instruir en el existencialismo resistente: desmontar los trampantojos del contubernio que coloca una cancela para sólo fermentar. Y una vez aceptados, libres de ese engaño mayor, que sepan que hasta los últimos fuegos fatuos, hasta los últimos estertores, son disfrutables bajo la óptica de la épica diáspora, y por tanto preciosista, del vivir el tiempo encontrado. Seré el farolero que reivindique la psicología de lo mediocre, de lo trashumante o lo nómada, de la carrera por la apetencia y no la fijación por el prestigio inculcado.
Hay que matar la identidad que te dulcifica en el lecho. Sólo sirve si es agria. Hay que colgarla del pie izquierdo. La identidad: nueve días y nueve noches. Ahorcarla hasta que amanse; hasta que reviva y navegue serena entre todo este desconcierto.
Mi sueño húmedo consiste en arrancar las cabalazas de octubre con mis propias manos. Apreciar su falta de dulzor artificiado. Otear en la distancia, y que ninguna lata vacía perturbe la tierra. Quiero que el sexo sepa a sexo, y no a tomate de supermercado. El zumo, el buen zumo, es el fluido que rezuma del mordisco hambriento. Fusilaría a quien se enfurruñe por haber perdido el abrelatas, o la pajita de plástico.
A la tierra, al agua, a la carne, al tiempo, se les ha de recibir desnudo. Se ha de morder a quien improvise sobre la tarima del teatro, y ofrecerle el mismo ímpetu para que muerda. Hay que oler a hierba. Hay que volver sucio a la entraña del planeta. Hay que doblar los libros, y escribir en ellos, y volverlos a doblar. Respetarlos, y no sacralizarlos. Hay que santificar las páginas arrancadas; panegírico y obituario, santoral que preside el gemido contra la cabecera. Hay que dormir sobre esas páginas, hay que follar sobre ellas; que se fusionen con el sudor, que prendan.
Hay que correr, y empujar las laderas. Descolgarse por los sitios de muerte, y por las flores, y por las enredaderas. Comer a manos desnudas, porque el alimento sabe, y huele, pero también toca y penetra.
No hay que desviar la vista de los labios carnosos, o de los ojos de miríadas de colores que te hablan. No hay vergüenza en el deseo. Tampoco idealización. Soy un niño que se amansa ante el reto de la madera pulida. Soy las córneas enrojecidas que acompañan el vaivén de las dunas de agua fragmentada, y que asisten a la orfebrería de la naturaleza. Yo sin eso, no soy. No quiero dejar de ofrecer uvas y queso a quien merece la pena.
Pero si alguna de estas cosas no fuera gratis, habría que huir, porque acaso estuviéramos en venta. Y tú. Tú no viajas por la aventura. Tú te deslizas por el pasillo que te dejan.
Caigo. Caen. Caemos todos. Y continuamos el sendero. Porque si hace falta, retrocedemos amén de las praderas cenagosas, como vértebras que sisean la maleza extensa en busca de viejos hierros perdidos; de anillos con calaveras y tatuajes de fortuna impresa.
Soy sus almas, el desgasate de los tejidos. Me desvela lo indómito, y susurra sobre el momento que todos viven. No me amedrenta. No es un aviso, o una amenaza. Es el continuo regalo de quien pincha para ver brotar el vino, para recordar, que no hay desperdicio asumible; que ha de ser bebido y celebrado, aun fluyendo por las comisuras de los labios.
La función del hombre es vivir, no existir.
No pasaré mis días intentando prolongarlos.
Aprovecharé mi tiempo.