La rabia incompleta

cama-vacía

Un fan­tas­ma inten­tan­do arran­car­se la sábana de la cabeza al des­per­tar se vería mucho más ágil y resuel­to que esa mujer fusion­a­da al colchón. La risa del des­per­ta­dor agu­jere­a­ba su real­i­dad y la suc­ciona­ba de nue­vo a esta pesadil­la irri­tante y sin gra­cia. Unas salmodi­antes notas en morse abrían la com­puer­ta de un tobogán que acaba­ba en un tálamo semi­vacío, acar­ton­a­do, deforme, y con unos muelles que irri­tarían al faquir más aveza­do. La res­i­gnación del des­per­tar era un matasel­los que su mun­do ponía a la negación del libre albedrío, y el comien­zo de su déjà vu laboral.

      La espe­sa arga­masa de indi­gnación en su cabeza lucha­ba por encon­trar un camino lógi­co al que cul­par por todo aquel juicio que suponía abrir los ojos, pero la debil­i­dad de sus sinap­sis hacía que todo el pro­ce­so quedara con­ver­tido en un revolti­jo de mue­cas triv­iales. Sin saber cómo, un instante después se encon­tra­ba palade­an­do un hue­vo frito al que se le había olvi­da­do echar sal, y unas tiras de bacon que se ase­me­ja­ban más a un chi­cle cuar­tea­do que a un peda­zo de carne. Pen­só: «todo es genial», y su propia ver­dad le pro­du­jo una risa que tan espon­tánea­mente vino como se marchó.
      El sigu­iente paso de su «larga mar­cha» era el acondi­cionamien­to de su más­cara. Si ponía la alar­ma media hora antes de lo nece­sario, era debido al tiem­po que gan­a­ba frente al espe­jo. Casi de for­ma mís­ti­ca, todo lo que refle­ja­ba era lo con­trario a lo que ella no veía, de for­ma difer­ente a todo lo anor­mal. El gris era un col­or con con­no­ta­ciones demasi­a­do bue­nas como para aso­cia­r­lo a la putre­fac­ción de su madurez, pues lo úni­co que desta­ca­ba en la qui­etud de la super­fi­cie monocro­ma en la que se estu­di­a­ba, eran sus ojos verdes. Y con la calidez de un amante, el fenó­meno de la parei­do­lia se torn­a­ba un juego que siem­pre había esta­do ahí, dotan­do de for­mas cono­ci­das a su propia inexactitud.

cama-vacia

      Existían dos tipos de días: total­mente nubla­dos, en los que sus propias extrem­i­dades cor­re­spondían a todos menos a ella; y otros en los que un Sol asoma­ba por cada pun­to car­di­nal, dan­do la cat­e­goría de hipócri­ta a la defini­ción de som­bra. Hoy era uno de los primeros. En los días así, ella solía pon­er el gramó­fono sobre el alféizar de la ven­tana, con un vini­lo en pizarra de Aznavour mofán­dose de los clichés bohemios a todo vol­u­men. Aún a dos man­zanas de su casa, la may­oría de los mas­cara­dos que tran­sita­ban la calle gira­ban la cabeza, con una son­risa de medi­alu­na, como si supier­an que esos gor­gori­tos esta­ban ahí para ellos, para ale­grar­les el día. «Estúpi­dos ignorantes».

      Existían dos tipos de días: total­mente nubla­dos, en los que sus propias extrem­i­dades cor­re­spondían a todos menos a ella; y otros en los que un Sol asoma­ba por cada pun­to car­di­nal, dan­do la cat­e­goría de hipócri­ta a la defini­ción de som­bra. Hoy era uno de los primeros. En los días así, ella solía pon­er el gramó­fono sobre el alféizar de la ven­tana, con un vini­lo en pizarra de Aznavour mofán­dose de los clichés bohemios a todo vol­u­men. Aún a dos man­zanas de su casa, la may­oría de los mas­cara­dos que tran­sita­ban la calle gira­ban la cabeza, con una son­risa de medi­alu­na, como si supier­an que esos gor­gori­tos esta­ban ahí para ellos, para ale­grar­les el día. «Estúpi­dos ignorantes».

      Lo úni­co que dis­fruta­ba de aque­l­los días era el ambi­ente; todo adquiría un tono de pelícu­la de ter­ror casera, con ver­jas rechi­nan­do por cada esquina, per­ros sen­ta­dos ten­sa­mente con miradas inqui­etantes, más humanas que cualquiera de sus supe­ri­ores, y las hojas de los árboles for­man­do una coral de cru­ji­dos bajo sus pies. Lo dis­fruta­ba ple­na­mente. Dis­fruta­ba detestán­do­lo. A veces volvía sobre sus pasos solo para repe­tir de nue­vo la sen­sación bil­iar de some­terse al mis­mo cal­vario. Era curioso, porque a mitad de su camino siem­pre tenía que pasar por un par­que con un fontanal de bril­lo roji­zo y, al aso­marse a su tor­rente, apre­cia­ba un refle­jo mucho más níti­do que el que le devolvía su pro­pio espe­jo por las mañanas. Eso le enfad­a­ba mucho. ¿Por qué narices podía definirse con may­or exac­ti­tud en la refrac­ción de un agua tur­bia que ni siquiera era potable? Escu­pió, y su propia rever­beración acu­osa se lim­itó a son­reír socar­rona­mente antes de marcharse.

      Al salir del par­que se topa­ba de frente con una calle com­er­cial, abar­ro­ta­da a cualquier hora del día. Según avan­z­a­ba por la aveni­da, iba dejan­do la mar­ca de sus dedos por los cristales de los escaparates, como si quisiera acari­ciar las caras sin ros­tro de los maniquíes, cuyas son­risas deja­ban a La Gio­con­da como la más risueña de las mod­e­los. Volvió la cabeza y admiró la sutil ironía del pro­gre­so: todas las cabezas cabizba­jas rez­a­ban al ego como su nue­vo Dios, bus­can­do ver­dad en una ofren­da que ellos mis­mos habían con­stru­i­do para su pro­pio rego­ci­jo. La vida qued­a­ba yer­ma de toda esper­an­za y la evolu­ción hizo el resto negan­do las cuer­das vocales a seres que ya no las nece­sita­ban, cre­an­do un embu­do de vacío alrede­dor de su horizonte.

frase-aldous-huxley

      La ira se iba acu­mu­lan­do en su ros­tro, has­ta defor­mar su sem­blante con las expre­siones histrióni­cas de un recién naci­do. Quería abofetear­les a todos, echarse enci­ma de ellos y descar­gar la rabia de su propia inco­heren­cia. Destrozar todos aque­l­los carte­les pub­lic­i­tar­ios, y despotricar ante las aren­gas hechas en nom­bre de la ver­dad: la ver­dad que fue men­ti­ra y la men­ti­ra que fue dei­dad. Res­pi­rar su mis­mo aire le pro­ducía arcadas que se man­i­festa­ban en for­ma de lágri­mas sin llan­to. Su sineste­sia acalora­ba aún más el olor de los bufi­dos de impo­ten­cia. Con­tradic­ciones lóg­i­cas, puñe­ta­zos en el sue­lo, la mandíbu­la colap­sa­da y la niebla se solid­i­fi­ca­ba a esca­sos cen­tímet­ros de su pecho. Seguro que en el infier­no hacía más frío. Lo peor es que ninguno de aque­l­los suje­tos que pasa­ban a su lado se per­cata­ba de la desnudez de Su desnudez. La ropa yacía muti­la­da, hecha jirones, pero para ella tenía más sen­ti­do de esa for­ma que com­ple­ta­mente orde­na­da, tapan­do la ver­dad. Parecía ser que, para los mas­cara­dos, la sex­u­al­i­dad de sus telé­fonos inteligentes era mucho más potente y atrac­ti­va que la visión de una mujer adul­ta semi­desnu­da sobre el pavi­men­to moja­do. Y después de toda esa explosión ira­cun­da, habría per­di­do el sen­ti­do, si algu­na vez hubiera sido capaz de encon­trar­lo. Cuan­do todo está conec­ta­do, todo puede destruirse.

      Todos los días pasa­ba lo mis­mo. Nun­ca lle­ga­ba a la hoguera. Cuan­do recu­per­a­ba de nue­vo el con­trol de su res­piración ya esta­ba de rodil­las en el sue­lo, con mechones de pelo incol­oro en sus manos, arran­ca­dos de una cabeza que nun­ca tuvo. Y se qued­a­ba hieráti­ca, tir­i­tan­do e inten­tan­do asim­i­lar un día más las lenguas de fuego que, como si posey­er­an alma, la invita­ban a con­tin­uar el tor­tu­oso camino. La impo­ten­cia de su cara se trans­forma­ba en impa­si­bil­i­dad, y final­mente en res­i­gnación. Durante toda la His­to­ria había crepi­ta­do la dig­nidad de sus antaño seme­jantes. Ya no quema­ban libros, no, aho­ra el com­bustible eran las ideas, la iden­ti­dad y lo intan­gi­ble. Se des­tiló el plac­er has­ta con­ver­tir­lo en un sucedá­neo de idol­a­tría inal­can­z­able, fab­ri­ca­da en cartón pluma.
      Ella lo sabía, pero no podía demostrar­lo. No sabía hac­er escuchar a las almas sor­das, igual que no sabía expli­car­le el col­or verde a un ciego de nacimien­to. Quizás ese era el úni­co argu­men­to que tenía para escu­d­arse en la deformi­dad de su visión, porque tras media hora escu­d­riñan­do el vacío de sus pupi­las en el espe­jo, la puer­ta seguía cer­ra­da, el desayuno sin hac­er, y sólo alcan­z­a­ba a ver oscuri­dad en un incom­ple­to reflejo.

Com­parte:

Deja una respuesta