Ya al entrar en la biblioteca noté algo raro. Normalmente, los pasillos que suelo transitar no rebosan de gente. No hay muchas personas que vayan en busca de volúmenes anticuados sobre teorías esotéricas de la realidad. Tampoco es que yo sea un fanático predilecto de aquellos temas, pero cada año, según se acerca la fecha de Halloween, me gusta sentir cierto cosquilleo en el estómago investigando sobre determinados asuntos. Esta vez, me apetecía leer algo acerca de leyendas urbanas; los últimos mitos a pie de calle de la era pre-internet. A mi parecer, ese misticismo previo a la posibilidad de acceso a toda la información en cualquier momento, tiene un influjo oscurantista mucho más atractivo que el actual. En mi interior, una bestia morbosa se deleitaba con el miedo de no encontrar una explicación racional a sucesos que van más allá de mi comprensión.
Deambulé hasta la sección correspondiente. En la esquina más oscura, detrás de toda la hilera de estanterías de la sala, pude observar a un individuo. Apenas acertaba a distinguir sus rasgos, pero sí que me impresionó su altura, hasta el punto de sentir una fuerte reticencia a acercarme donde estaba él. Había algo en su quietud que me puso los pelos de punta; no se trataba simplemente de una persona estática hojeando un libro, no. Se mantenía hierático, con la cabeza agachada, apenas a un par de centímetros de unas páginas que debían estar absorbiéndole. Su melena cubría la mayor parte de su rostro, pero yo era perfectamente capaz de percibir el movimiento paulatino de su mandíbula balbuceante. No sabía de qué se trataba exactamente, pero un sentido oculto, uno nunca descubierto, alertaba mis entrañas vertiendo litros de opresión en sangre. Cuanto más observaba a aquel individuo, menos humano me parecía, y más violentaba mi interior.
A dos pasillos de él, me aferraba con fuerza a la columna que ocultaba gran parte de mi cuerpo, hipnotizado por un sudor frío que me obligaba a mirar, a escudriñar cualquier detalle que resolviera ese jeroglífico existencial. El sencillo reloj que colgaba de uno de los laterales, amplificaba con su segundero la tensión visceral de aquel momento, y en un momento de lucidez, llamado por la señal del tiempo externa a aquella expresión de la retorcida realidad, me desembaracé de mi fijación. En ese retorno momentáneo de mi conciencia, quise cerciorar que el espacio continuaba fluyendo hacia adelante, y cuál fue mi sorpresa al comprobar que no existía fuente de luz que me permitiera observar el reloj.
Giré sobre mí mismo en un intento absurdo de orientarme, pero no se veía nada. Unas luces de emergencia al fondo del pasillo suponían el único brillo que alimentaba la estancia. ¿Cuándo habían apagado las luces? Confuso, todavía sin asimilar la extrañeza de ese hecho, volví a orientar mi mirada hacia la esquina que había estado espiando, pero para mi horror, no había nada. Absolutamente nada. Ni un reflejo. Ni siquiera la luz de la luna que se percibía a través de la ventana era capaz de alumbrar un recoveco ajeno a este mundo.
Dirigí de nuevo mi atención al tragaluz más cercano. Algo no encajaba, algo no correspondía con el interior. Ese algo me abstraía del hecho de estar solo y a oscuras en un edificio clausurado. Si concentraba mi vista en ese ventanal, era capaz de distinguir dos diminutas luces amarillas, embedidas en un rostro que, ahora sí, levantaba la mirada. Él me veía a mí. Quise vomitar del miedo, pero me contuve como pude, y salí corriendo.

No he recorrido tantas veces esos pasillos como para ejecutar con semejante eficiencia los requiebros, giros y saltos que me separaban de la salida, pero la incomprensibilidad de una presencia que sentía a mis espaldas, me convirtió en el escapista más atlético. No podía explicar la negativa de mi propio ser a gritar tanto como mi mente deseaba, pero corrí hasta que no pude más. Cuando me encontré en una avenida amplia y bien iluminada, me detuve a llorar. Pero no era un llanto de miedo o de histeria, era un llanto que se destilaba en las inmediaciones de mi cráneo; lloraba porque era absolutamente incapaz de comprender qué había visto, qué era aquello y qué significaba.
Pasaron algunos momentos hasta que me tranquilicé. Me había sentado en el escalón de la entrada a una tienda, cerrada a esas horas, con las manos frotando mi cara, eludiendo un hormigueo que a saber de dónde venía. Cuando me recompuse del todo, alcé la mirada con la intención de buscar algún puesto de comida rápida; el camino de vuelta a casa era largo y aquella experiencia me había dado un hambre atroz. Atravesé la calle de un lado a otro de un vistazo, pero no observé ningún establecimiento abierto. «Qué raro», pensé. Mi reloj daba las 21:34. No era posible que a esas horas toda una calle principal hubiera cerrado. «¿Es fiesta?». «Yo qué sé», no me acordaba de nada. «Y aunque fuera fiesta, todavía habría gente caminando por la calle». La gente. Me levanté de un salto. «Dónde está la gente». No había absolutamente nadie, ni un alma.
Vomité. No salió ni bilis, ni comida. De mi boca sólo fluyó miedo e impotencia. Ni llorar podía. Desesperado, tracé mentalmente la ruta hacia mi casa, y cuando mi cuerpo estaba dispuesto a galopar sin detenerse, a mis espaldas una voz conocida anticipó:
—No puedes escapar de ti mismo.