En la presentación de la obra de Saramago «Ensayo sobre la lucidez», más de uno y más de dos representantes políticos de diversos partidos calificaron la novela como «mito trasnochado» o «demagogia caduca». A todo esto, y con la tranquilidad que dicen le caracterizaba, el Nobel respondió con un sencillo: «La demagogia siempre nos parece cosa de los otros».
Para quien no conozca la premisa de la novela, su argumento es de lo más sencillo: en unas elecciones municipales de un país indeterminado, la mayoría de los habitantes decide ejecutar su derecho democrático con un voto en blanco. Ante el temor de los principales partidos políticos, se emprenden una serie de medidas concatenadas (a cada cual más desesperada) con el principal objetivo de paliar una temida insurrección dirigida por vaya-usted-a-saber-qué-grupo-extremista. Spoiler: sale mal.
La reflexión de Saramago sobre la veracidad de la información y su control dirigido a las masas, lejos de ser ese «mito trasnochado» que le aducían, es un tema más actual que nunca. Quizá el gobierno no vaya a aislar una ciudad concreta, suspendiendo toda clase de suministros para evitar que su pensamiento insurrectorio se propague, pero si nos sentamos a imaginar no lo encontraremos, ni mucho menos, imposible. Hoy en día resulta excesivamente naif e inocente la certeza de que «todo va bien y cualquier duda o preocupación es causa de un pensamiento conspiranoico». Solo hay que tener interés por las costuras.

Es un problema acuciante el referenciar cualquier argumento disconforme con un chanchullo oportunista. Culpa de esto la tienen las fake news y lo que en psicología se denomina «razonamiento motivado», que traducido al lenguaje llano viene a significar «oír lo que queremos oír». Este efecto, potenciado por los algoritmos selectivos de las redes sociales, acota nuestra credibilidad hacia fuentes de información, elevando la relevancia de veracidad de aquello que es congruente con nuestras creencias y principios más arraigados, evitando la confrontación cognitiva que supondría ponerlos en duda, y perpetuando un pensamiento categórico. Sin enfrentarnos a argumentos contrarios a los propios dentro de nuestro círculo cercano, hay pocas posibilidades de plantearse fallos en el razonamiento.
Aquí entran en juego esas «noticias falsas». En un tablero de juego sesgado hacia unos derroteros u otros por culpa de nuestra comodidad (consciente o inconsciente), cada grupo de convicciones tiene su propia relevancia objetivo, y por tanto, todo el espectro de información, sea verdadera o falsa, tendrá su público enfervorecido que, en un círculo vicioso, lo creerá porque le conviene, inintencionadamente.
¿Qué hacer cuando son los propios partidos políticos los que eluden la veracidad?
Puede parecer una pregunta un tanto ingenua, como si el engaño y la demagogia fueran invenciones recientes.
En el día a día escuchamos todo tipo de opiniones. A muchos se nos va la fuerza por la boca, y otros cuantos la emplearían de verdad si tuvieran la oportunidad. Sabios hay debajo de cada piedra. La mala noticia es que toda esa sabiduría suele venir filtrada por el razonamiento motivado, y la caradura de aquellos que les motivan. Al fin y al cabo, quien no se consuela es porque no quiere.
Sin la motivación del cuestionamiento, toda verdad es necesaria y suficiente, y cualquier argumento que se oponga, por tanto, es demagogia.
Vale, vale… ¿entonces seguimos en las mismas? ¿Cómo enfrentar esa iluminación parcelada de la exactitud? ¿Se puede estar a salvo de estos sesgos irracionales? Primero hay que dejar algo claro: no hay ideología que por sistema o configuración se libre de tirar hacia casa.
Últimamente se plantean muy a menudo las razones intrínsecas a la supuesta superioridad moral de la izquierda (centrémonos en las aspiraciones ideales, por favor). Puede que exista cierta elevación en el propósito que por definición se asigna a este lado del espectro, pero de existir ―así lo creo yo―, lo hace meramente en la conformación de su objetivo, porque ni las personas que lo sustentan están a salvo de sesgos cognitivos o motivaciones cuestionables, ni sus métodos son (hasta ahora) connaturalmente buenos por el simple hecho de pertenecer a su aspiración.
No hay zoon politikon que se salve, al menos de partida.

Una vez recordadas las taras que aquejamos todos y cada uno de nosotros ―incorporo el mayestático por cortesía de grado―, volvamos a la pregunta. Qué hago yo con semejante rebaño. Respuesta rápida: calmar los ánimos de sangre, cuestionar todo lo que se plante por delante, dudar de las verdades universales y, sobre todo, aprender pedagogía.
Como ninguna ideología y/o posición está a salvo de ser practicada con mezquindad, en muchas ocasiones, más de las debidas, los ideales que debieran estar por encima de las muchas barbaridades que gestionan “los del otro lado”, se defienden con métodos y argumentos que lejos de proporcionar algún tipo de avance, solo ponen una zancadilla al movimiento.
Las corrientes reaccionarias no surgen por generación espontánea del día a la mañana. La base de sus motivaciones pulula brumosa por el terreno en general, causa y consecuencia de una ignorancia colectivizada, pero su sola presencia, vaga de por sí, no supone un acicate a esas doctrinas opuestas a cualquier clase de progreso. No son un germen teleológico, ni retrógrado por herencia genética. Existen en mayor o menor medida, y existirán, a expensas de las buenas intenciones de los demás ciudadanos. Y aquí viene la necesaria autocrítica.
Sobre las consecuencias del populismo sobre el objeto de su ataque.
En anteriores episodios, hemos recordado que hasta el mejor intencionado defiende lo que le conviene.
Cuando las buenas intenciones se promueven a través de mensajes populistas y demagogos (en todas las casas hay stock de ambos), el único perjudicado, sobre todo si su difusor es proporcionalmente minoritario, es el propio movimiento. Si pretendemos que aquellos individuos, supuestamente ignorantes de un problema, secunden cualquier premisa que constituya un cambio en su modo de entender el mundo (equivocado o no), y a partir de argumentos equivocados, incendiarios o directamente insultantes, es que somos más estúpidos de lo que creemos. Se sorprenderán unos cuantos incluso: «¿Cómo es posible que no entendáis esto, imbéciles?»; «Vaya, no lo están aceptando tan pacíficamente como es esperable». No hace falta ni estar equivocado para que quienes no entendían algo antes, ahora lo entiendan menos, y por supuesto, se opongan.

Habrá animales que, a pesar de las buenas formas, se enfrenten igualmente: no se le pueden pedir peras al olmo; lo que es seguro es que a las malas aumentará el número de fulanos que encuentren más cómodo y cognitivamente aceptable el hecho de que «el cambio climático es un camelo», o que «Las niñas tienen pene y los niños tienen vulva». Por tanto, la dificultad ―la tremenda dificultad― estriba en relajar el puño y recomendar un libro con buena cara, aunque quien rebuzne estrábico se lo merezca en los dientes.
Que quede poco tiempo para iluminar a los cernícalos antes de que la casa se venga abajo es otro tema.
Existen planteamientos realmente difíciles de resolver: uno de ellos es el de la dogmatización del pensamiento. Uno podría explayarse sobre la dinámica de los grupos, y ciertamente esto compete a obras más extensas y respaldadas por pensadores con mayor conocimiento, pero no quiero terminar sin insuflar alguna brizna de ánimo.
La revolución…
Los símbolos tienden a unificar y anquilosar las ideas, en perspectivas muy centralizadas y carentes de movilidad. Su conocimiento y planteamientos se van sintetizando, arguyendo doctrinas que separan con facilidad al que está dentro del que no, y destruyendo la flexibilidad que debiera ser inherente a cualquier juicio lógico que tenga como objetivo el progreso. Este estereotipo final, como profecía autocumplida y estricto en su delimitación, acaba ejerciendo de mena de la que se extraen todos los sesgos y malas praxis de los que hablábamos unos párrafos antes.
Con esto no pretendo apoyar que sea conveniente alejarse de cualquier movimiento por miedo al agarrotamiento intelectual, no. En buena parte, el desarrollo filosófico se debe a la adhesión a ciertas fracturas del pensamiento normativo, pero se debe ser consciente de sus limitaciones. Las parcelas epistemológicas son, si no infinitas, abundantes, y un credo o ideario centrado en una perspectiva de la realidad, en absoluto puede dar explicación de todas ellas, y mucho menos de su síntesis.
Solo la perspectiva dinámica de la reflexión y el pensamiento es capaz de avanzar sincrónicamente, integrándose recursivamente en sí mismo, para esclarecer en un grado superior la fracción de verdad que la cognición humana en un estado larvario se ocupa de simplificar. Por ello, los símbolos suelen acabar siendo, a pesar de la estética de la motivación, un baluarte identitario de una agrupación limitada de conceptos finitos, que contribuyen sin ninguna duda pensar eso de que «la demagogia es cosa de otros». Puede que sean necesarios, pero mejor valdría no olvidar que no hay que adorarlos.
No puede haber avance sin filosofía o método científico, así que, ampliando un poco la definición: La revolución será racional, o no será.