—¡Orden! ¡Orden en el ágora!
Uno de los jueces golpeó el martillo con furia; aquella era la quinta vez que los asistentes se desbocaban de indignación.
—¡Sofista defensor! ¡No puede acudir a los consejos de los sicofantas en medio del juicio! ¡Está terminantemente prohibido! —siguió.
Aquellos hombres a los que se refería eran los embaucadores a sueldo contratados por cada orador, para recaudar información y distorsionar el discurso del oponente. La reina consorte proveyó al novato defensor de los medios necesarios para su victoria. Tras la reprimenda, uno de ellos dirigió una mirada aviesa hacia el juez portavoz, y acto seguido le dedicó el mismo semblante al Rey.
—¡Volvamos a encauzar el proceso! —profirió otra de las juezas—. ¡Reina consorte! Se la acusa de cometer regicidio. ¡Sofista acusador! Continúe con su alegato.
—Señorías —comenzó, intentando abarcar cuanta tribuna pudo con la mirada—, esto es muy simple. La reina no solamente ha perpetrado aborto, sino que lo ha cometido contra nuestro futuro rey. —Los murmullos de queja se iban volviendo más audibles—. A su vez, y por causas derivadas, nos ha desprovisto de un futuro líder, poniendo en peligro el devenir de nuestra nación.
Algunos de los ciudadanos del jurado permanecían ojipláticos ante el despliegue de semejante demagogia. El sofista defensor miraba constantemente a ambos lados de la tribuna, en busca de alguien que conservara el sentido común. Él pertenecía al limitado número de personas que había llegado a heredar el conocimiento sobre Derecho anterior al Colapso.
—Propongo que, aparte de acusarla por aborto y magnicidio…, ¡se la impute a su vez por crímenes contra el Estado! —finalizó.
El defensor se tapó la cara con ambas manos. «Esto no me puede estar pasando a mí», pensó.

Desde que la humanidad se desmoronó, hubo un retroceso de unos cuantos siglos en la manera de proceder con los litigios. Primaba la supervivencia, y el continuo estado de amenaza había desembocado en una versión demagógica de los antiguos tribunales griegos, aderezado con una mezcla de costumbres jurídicas modernas que habían sobrevivido al Colapso. La sentencia se decidía en base a una de las disertaciones de los contendientes; el discurso que convenciera a más integrantes del jurado se aceptaba como el más verídico. Una denuncia, un día, un enfrentamiento y una sentencia. No importaban las artimañas que se utilizaran, ni siquiera la lógica del alegato; si hablabas con brillantez y te metías al jurado popular en el bolsillo, vencías. No había tiempo para más tonterías.
—Sofista defensor, ¿algo que enunciar? —le dio paso uno de los jueces.
El abogado levantó vago la cabeza, sin saber si reír o llorar. «Bueno, vamos a probar con su juego».
—Señorías, a la luz de los acontecimientos, he reparado en varios detalles. Es de conocimiento público que el Rey, desde su posición, ha actuado de forma impulsiva en varias ocasiones. En nuestra necesidad de liderazgo y perduración de la raza humana, se le ha permitido dirigir como un déspota: como un niño malcriado.
—¡Orden! —El portavoz martilleó para acallar la turba—. Continúe.
—Todos somos sabedores del proceso similar en el que se condenó a su anterior esposa por razones semejantes. Y yo me pregunto, ¿pudiera ser que la semilla de nuestro rey sea débil y desarraigada? ¿Y si él fuera el culpable de la imposibilidad de engendrar hijos viables?
—¡Protesto! —escupió la parte acusadora.
—Denegada —cortó la jueza más joven, con actitud curiosa—. Prosiga, defensor.
—También sabemos que nuestro Rey vino al mundo después de tres infructuosos intentos de su padre de sacar adelante fetos malhechos, con las consiguientes ejecuciones de las pobres mujeres que, por desgracia, tuvieron la valentía de intentar germinar una simiente defectuosa —señaló al Rey con un aspaviento—. J’accuse…! —Por supuesto, nadie pilló la referencia.
Se hizo un silencio helador. Las gentes se miraban unas a otras asimilando lo que acababan de escuchar. El defensor pudo saborear la duda en el compás de los susurros, y antes de que cualquiera dijera nada, remató:
—¡Acuso al Rey de portar un genoma incompetente! ¡Le acuso de pertenecer a una familia de asesinos velados! ¡Le acuso también de prorrogar una forma de gobierno inviable! ¡Incluso le acuso de desperdiciar medios de reproducción!
Y tras un breve silencio, como si de la afición de un equipo se tratara, todas las gradas del jurado se levantaron al unísono, entre vítores y aplausos. El Rey perdía el color de la cara, mientras adivinaba boquiabierto sobre lo que se le venía encima. Incluso la reina consorte no daba crédito.
—¡Ooooooorden! —El martillo resonaba incesante.
—Pero señoría, esas quejas… —asomó la voz del sofista acusador.
—El pueblo ha decidido, letrado –sentenció de forma tajante el juez.
La marabunta de voces continuaba animada, y de vez en cuando sobresalía alguna súplica:
—¡Que la reina presida la república!
—¡Castrad al Rey! ¡Que no vuelva a despilfarrar dinero!
En medio de ese sindiós, y gracias al ánimo festivo, todas las peticiones eran recibidas con aplausos. El portavoz atendió a su reloj de muñeca, y determinó que ya habían malgastado demasiado tiempo en ese proceso. Con el último golpe de martillo dictaminó:
—Los testículos del Rey emérito serán incinerados como castigo al despilfarro de dinero, tiempo y vidas que han costado. El juicio por regicidio de la reina consorte se resuelve a favor de la disolución de la monarquía y la presidencia de la República por parte de la acusada.
El sofista defensor suspiró: «Supongo que nunca se puede dar la vuelta a la tortilla sin romper unos huevos».