Sofisma

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      —¡Orden! ¡Orden en el ágo­ra!
      Uno de los jue­ces golpeó el mar­tillo con furia; aque­l­la era la quin­ta vez que los asis­tentes se des­bo­ca­ban de indi­gnación.
      —¡Sofista defen­sor! ¡No puede acud­ir a los con­se­jos de los sico­fan­tas en medio del juicio! ¡Está ter­mi­nan­te­mente pro­hibido! —sigu­ió.
      Aque­l­los hom­bres a los que se refer­ía eran los embau­cadores a suel­do con­trata­dos por cada orador, para recau­dar infor­ma­ción y dis­tor­sion­ar el dis­cur­so del opo­nente. La reina con­sorte proveyó al nova­to defen­sor de los medios nece­sar­ios para su vic­to­ria. Tras la repri­men­da, uno de ellos dirigió una mira­da aviesa hacia el juez por­tavoz, y acto segui­do le dedicó el mis­mo sem­blante al Rey.
      —¡Volva­mos a encauzar el pro­ce­so! —profir­ió otra de las juezas—. ¡Reina con­sorte! Se la acusa de come­ter regi­cidio. ¡Sofista acu­sador! Con­tinúe con su ale­ga­to.
      —Señorías —comen­zó, inten­tan­do abar­car cuan­ta tri­buna pudo con la mira­da—, esto es muy sim­ple. La reina no sola­mente ha per­pe­tra­do abor­to, sino que lo ha cometi­do con­tra nue­stro futuro rey. —Los mur­mul­los de que­ja se iban volvien­do más audi­bles—. A su vez, y por causas derivadas, nos ha despro­vis­to de un futuro líder, ponien­do en peli­gro el devenir de nues­tra nación.

      Algunos de los ciu­dadanos del jura­do per­manecían oji­pláti­cos ante el despliegue de seme­jante dem­a­gogia. El sofista defen­sor mira­ba con­stan­te­mente a ambos lados de la tri­buna, en bus­ca de alguien que con­ser­vara el sen­ti­do común. Él pertenecía al lim­i­ta­do número de per­sonas que había lle­ga­do a heredar el conocimien­to sobre Dere­cho ante­ri­or al Colap­so.
      —Pro­pon­go que, aparte de acusar­la por abor­to y mag­ni­cidio…, ¡se la impute a su vez por crímenes con­tra el Esta­do! —final­izó.
      El defen­sor se tapó la cara con ambas manos. «Esto no me puede estar pasan­do a mí», pensó.

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La muerte de Sócrates, de Jacques-Louis David

      Des­de que la humanidad se desmoronó, hubo un retro­ce­so de unos cuan­tos sig­los en la man­era de pro­ced­er con los liti­gios. Prima­ba la super­viven­cia, y el con­tin­uo esta­do de ame­naza había desem­bo­ca­do en una ver­sión demagóg­i­ca de los antigu­os tri­bunales grie­gos, adereza­do con una mez­cla de cos­tum­bres jurídi­cas mod­er­nas que habían sobre­vivi­do al Colap­so. La sen­ten­cia se decidía en base a una de las dis­erta­ciones de los con­ten­di­entes; el dis­cur­so que con­venciera a más inte­grantes del jura­do se acept­a­ba como el más verídi­co. Una denun­cia, un día, un enfrentamien­to y una sen­ten­cia. No importa­ban las arti­mañas que se uti­lizaran, ni siquiera la lóg­i­ca del ale­ga­to; si hablabas con bril­lantez y te metías al jura­do pop­u­lar en el bol­sil­lo, vencías. No había tiem­po para más ton­terías.
      —Sofista defen­sor, ¿algo que enun­ciar? —le dio paso uno de los jue­ces.
      El abo­ga­do lev­an­tó vago la cabeza, sin saber si reír o llo­rar. «Bueno, vamos a pro­bar con su juego».
      —Señorías, a la luz de los acon­tec­imien­tos, he repara­do en var­ios detalles. Es de conocimien­to públi­co que el Rey, des­de su posi­ción, ha actu­a­do de for­ma impul­si­va en varias oca­siones. En nues­tra necesi­dad de lid­er­az­go y per­du­ración de la raza humana, se le ha per­mi­ti­do diri­gir como un déspota: como un niño mal­cri­a­do.
      —¡Orden! —El por­tavoz mar­tilleó para acallar la tur­ba—. Con­tinúe.
      —Todos somos sabedores del pro­ce­so sim­i­lar en el que se con­denó a su ante­ri­or esposa por razones seme­jantes. Y yo me pre­gun­to, ¿pudiera ser que la semi­l­la de nue­stro rey sea débil y desar­raiga­da? ¿Y si él fuera el cul­pa­ble de la imposi­bil­i­dad de engen­drar hijos viables?
      —¡Protesto! —escu­pió la parte acu­sado­ra.
      —Dene­ga­da —cortó la jueza más joven, con acti­tud curiosa—. Prosi­ga, defen­sor.
      —Tam­bién sabe­mos que nue­stro Rey vino al mun­do después de tres infruc­tu­osos inten­tos de su padre de sacar ade­lante fetos mal­he­chos, con las con­sigu­ientes eje­cu­ciones de las pobres mujeres que, por des­gra­cia, tuvieron la valen­tía de inten­tar ger­mi­nar una simiente defec­tu­osa —señaló al Rey con un aspavien­to—. J’accuse…! —Por supuesto, nadie pil­ló la ref­er­en­cia.
      Se hizo un silen­cio helador. Las gentes se mira­ban unas a otras asim­i­lan­do lo que acaba­ban de escuchar. El defen­sor pudo sabore­ar la duda en el com­pás de los susurros, y antes de que cualquiera dijera nada, remató:
      —¡Acu­so al Rey de por­tar un geno­ma incom­pe­tente! ¡Le acu­so de pertenecer a una famil­ia de asesinos vela­dos! ¡Le acu­so tam­bién de pror­rog­ar una for­ma de gob­ier­no invi­able! ¡Inclu­so le acu­so de des­perdi­ciar medios de repro­duc­ción!
      Y tras un breve silen­cio, como si de la afi­ción de un equipo se tratara, todas las gradas del jura­do se lev­an­taron al uní­sono, entre vítores y aplau­sos. El Rey perdía el col­or de la cara, mien­tras adiv­in­a­ba boquia­bier­to sobre lo que se le venía enci­ma. Inclu­so la reina con­sorte no daba crédi­to.
      —¡Oooooo­or­den! —El mar­tillo res­on­a­ba ince­sante.
      —Pero señoría, esas que­jas… —asomó la voz del sofista acu­sador.
      —El pueblo ha deci­di­do, letra­do –sen­ten­ció de for­ma tajante el juez.
      La marabun­ta de voces con­tinu­a­ba ani­ma­da, y de vez en cuan­do sobre­salía algu­na súpli­ca:
      —¡Que la reina presi­da la repúbli­ca!
      —¡Castrad al Rey! ¡Que no vuel­va a despil­far­rar dinero!

      En medio de ese sindiós, y gra­cias al áni­mo fes­ti­vo, todas las peti­ciones eran recibidas con aplau­sos. El por­tavoz atendió a su reloj de muñe­ca, y deter­minó que ya habían mal­gas­ta­do demasi­a­do tiem­po en ese pro­ce­so. Con el últi­mo golpe de mar­tillo dic­t­a­m­inó:
      —Los testícu­los del Rey eméri­to serán incin­er­a­dos como cas­ti­go al despil­far­ro de dinero, tiem­po y vidas que han costa­do. El juicio por regi­cidio de la reina con­sorte se resuelve a favor de la dis­olu­ción de la monar­quía y la pres­i­den­cia de la Repúbli­ca por parte de la acusada.

      El sofista defen­sor sus­piró: «Supon­go que nun­ca se puede dar la vuelta a la tor­tilla sin romper unos huevos».

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