Kahú’la era un planeta enano. A modo de simplificación diremos que funcionaba de forma semejante a la Tierra que conocemos, en versión reducida. La población de Kahu’la existía en un período similar al de nuestra Edad Media, y por supuesto, no acertaba a soñar con la existencia de otros seres allá afuera de su esfera celeste. Sus días duraban la mitad de los nuestros, pero la danza que mantenía alrededor de su estrella se acompasaba de manera bastante parecida, salvo un par de peculiaridades. Cualquiera hubiera dicho que el universo compuso una maqueta para planificar el proyecto a gran escala. Esta es la vía más sencilla que ha encontrado un servidor para contextualizar la historia que nos atañe: a partir de nuestra visión antropocéntrica.
En Kahú’la habitaban varias tribus. Hasta el momento, su historia no había sido demasiado cruenta, más allá de unos cuantos conflictos esporádicos. Algo en su interior les hacía ser conscientes del espacio reducido en el que debían convivir. Hasta su religión era lo suficientemente laxa como para no provocar resquemor hacia aquellos que vivían al margen de sus creencias.
En el relato que nos compete, nos centraremos en una de esas tribus. Todas ellas habitaban un lugar fijo, salvo la que nos interesa: la troupe itinerante de Kahú’haardartan. Este clan era el único que se dedicaba a viajar de forma constante alrededor de su pequeña esfera. Llevaban música y entretenimiento a todos los rincones, y en un mundo tan diminuto como aquel, suponían la única fuente de distensión. Cada jornada hacían noche en un pueblo distinto, y siempre contaban con el beneplácito de sus vecinos. Al no haber nadie con quien compararlos, no podemos asegurar que fueran realmente buenos en lo suyo. Lo que sí podemos asegurar es que los lugareños se lo pasaban en grande, y que no había nadie mejor.
La adhesión a la troupe de Kahú’haardartan se regía por un sistema de matrilinaje, asegurando la continuidad familiar y evitando un crecimiento desmedido en su demografía. Su líder podía ser un hombre o una mujer indistintamente, elegidos en asamblea por toda su formación. Dentro de su clan, existían rangos jerárquicos no explícitos, pero perceptibles a través del conocimiento y respeto heredados.
Natu’haar no era ni el último mono, ni alguien precisamente importante. Su labor consistía en manejar todas las formas de fuego conocidas, y utilizarlas para beneficio del espectáculo, la cocina de alimentos o como fuente de calor nocturna. Era un tipo discreto y amable, de esos que nos agradarían tanto a ti como a mí. Rondaba ya la mediana edad, y aunque en varias ocasiones había sido invitado a promocionar de rango en sus labores, él lo había rechazado cordialmente, alegando ser todo cuanto ansiaba.

Había llegado el mes del invierno, y en aquella época Natu’haar precisaba de ayudantes que aseguraran calefacción suficiente para toda la troupe, momento que aprovechaba para instruir a la siguiente generación. Gracias al reducido período de tiempo de frío instaurado, podía disponer de todas las provisiones de madera acumuladas sin necesidad de salir a explorar en busca de más suministros. Pero aquel año se celebraba una festividad inusual; cada seis años se producía un suceso estelar, consagrado por la religión planetaria como la señal de la continua protección de los creadores: el equinoccio absoluto, o «Banquete de los Kahú». En esa fecha, su estrella alcanzaba el cénit sobre el planeta, y los dioses les otorgan un día inusualmente soleado para comer sin parar, exactamente igual de largo que una noche imperturbable y silenciosa para descansar.
Al ser la única troupe del mundo, sólo un poblado concreto de beneficiaba de la actuación de Kahú’haardartan, y estos, regidos por el más riguroso orden de llegada, realizaban su mejor función, independientemente de la aldea. Quienes tenían la suerte de contar con la presencia de la troupe en un día tan importante, marcaban ese acontecimiento de su historia como un hito en sus vidas.
En aquella ocasión, el clan se encontraba cerca de los territorios más situados al norte. La jornada antes de la gran festividad, todos los carromatos se detenían a las afueras del poblado, para preparar cada detalle de la representación del Banquete. Natu’haar se dispuso a hacer inventario de todos los componentes necesarios. Al ser la primera vez en toda su vida que presenciaba un equinoccio absoluto en invierno —esto sucedía cada doce años Kahu’laianos— que coincidía en la zona más septentrional del planeta, quiso pecar de precavido. Tenían madera de sobra para alimentarse y encender fogatas, pero en cierto momento de la función del Banquete, se prendían cinco inmensas columnas de fuego para preludiar el descanso nocturno, y se inclinó por asegurarse.
Decidió salir en busca de reservas. Acelerado, ordenó a sus catecúmenos que se encargaran de todas las preparaciones en su ausencia; no quería llevarse a ninguno de ellos para adentrarse en un terreno tan inhóspito, además, no le llevaría demasiado tiempo. Cogió prestada una montura y la amarró a un pequeño remolque. Depositó las herramientas suficientes, y sin demorarse, partió hacia el norte. La celeridad con la que transcurrían los días se equiparaba a las distancias, y en un lapso que se le hizo corto, encontró un bosque. Ató su montura a uno de los primeros árboles antes de internarse, se echó las herramientas al hombro y se adentró. A Natu’haar no le gustaba usar la madera de las plantas inmediatamente exteriores; habían estado expuestas a mayores inclemencias y solían ser de peor calidad.
Había caminado lo suficiente, sorteando las raíces que surgían del suelo como venas furiosas, y si no hubiera sido por algo que captó su atención, se habría plantado a trabajar en ese lugar. Un intenso reflejo se advertía entre el horizonte lejano de árboles y, quizá por lo supersticioso o divino de esas fechas, Natu’haar desoyó sus deberes por un momento. Apostó los utensilios en el tronco a cortar, y como un niño divertido, echó a correr para no postergar inmoderadamente su tarea. Cerca de la linde del claro, pudo determinar el origen del brillo: un descomunal lago congelado se extendía hasta donde la vista no alcanzaba a ver. Con su curiosidad ya saciada, aminoró el trote según se acercaba al borde, pero no lo suficiente. Con su mirada clavada en el cristal helado, fue incapaz de percibir la última línea de raíces que defendían aquel espacio, y su pie se enganchó en una de las protuberancias.
Natu’haar se desplazó un par de metros en el aire antes de aterrizar con la cabeza en el hielo. Sólo uno de los dos se quebró antes de que el cielo se oscureciera por completo.
- Continuará.