La sombra del equinoccio — Parte I

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Kahú’la era un plan­e­ta enano. A modo de sim­pli­fi­cación dire­mos que fun­ciona­ba de for­ma seme­jante a la Tier­ra que cono­ce­mos, en ver­sión reduci­da. La población de Kahu’la existía en un perío­do sim­i­lar al de nues­tra Edad Media, y por supuesto, no acerta­ba a soñar con la exis­ten­cia de otros seres allá afuera de su esfera celeste. Sus días dura­ban la mitad de los nue­stros, pero la dan­za que man­tenía alrede­dor de su estrel­la se acom­pasa­ba de man­era bas­tante pare­ci­da, sal­vo un par de pecu­liari­dades. Cualquiera hubiera dicho que el uni­ver­so com­pu­so una maque­ta para plan­i­ficar el proyec­to a gran escala. Esta es la vía más sen­cil­la que ha encon­tra­do un servi­dor para con­tex­tu­alizar la his­to­ria que nos atañe: a par­tir de nues­tra visión antropocéntrica.

      En Kahú’la hab­it­a­ban varias tribus. Has­ta el momen­to, su his­to­ria no había sido demasi­a­do cru­en­ta, más allá de unos cuan­tos con­flic­tos esporádi­cos. Algo en su inte­ri­or les hacía ser con­scientes del espa­cio reduci­do en el que debían con­vivir. Has­ta su religión era lo sufi­cien­te­mente laxa como para no provo­car resque­mor hacia aque­l­los que vivían al mar­gen de sus creencias.

      En el rela­to que nos com­pete, nos cen­traremos en una de esas tribus. Todas ellas hab­it­a­ban un lugar fijo, sal­vo la que nos intere­sa: la troupe itin­er­ante de Kahú’haardartan. Este clan era el úni­co que se ded­i­ca­ba a via­jar de for­ma con­stante alrede­dor de su pequeña esfera. Llev­a­ban músi­ca y entreten­imien­to a todos los rin­cones, y en un mun­do tan dimin­u­to como aquel, suponían la úni­ca fuente de dis­ten­sión. Cada jor­na­da hacían noche en un pueblo dis­tin­to, y siem­pre con­ta­ban con el bene­plác­i­to de sus veci­nos. Al no haber nadie con quien com­para­r­los, no podemos ase­gu­rar que fuer­an real­mente buenos en lo suyo. Lo que sí podemos ase­gu­rar es que los lugareños se lo pasa­ban en grande, y que no había nadie mejor.

      La adhe­sión a la troupe de Kahú’haardartan se regía por un sis­tema de matrili­na­je, ase­gu­ran­do la con­tinuidad famil­iar y evi­tan­do un crec­imien­to desme­di­do en su demografía. Su líder podía ser un hom­bre o una mujer indis­tin­ta­mente, elegi­dos en asam­blea por toda su for­ma­ción. Den­tro de su clan, existían ran­gos jerárquicos no explíc­i­tos, pero per­cep­ti­bles a través del conocimien­to y respeto heredados.

      Natu’haar no era ni el últi­mo mono, ni alguien pre­cisa­mente impor­tante. Su labor con­sistía en mane­jar todas las for­mas de fuego cono­ci­das, y uti­lizarlas para ben­efi­cio del espec­tácu­lo, la coci­na de ali­men­tos o como fuente de calor noc­tur­na. Era un tipo dis­cre­to y amable, de esos que nos agradarían tan­to a ti como a mí. Rond­a­ba ya la medi­ana edad, y aunque en varias oca­siones había sido invi­ta­do a pro­mo­cionar de ran­go en sus labores, él lo había rec­haz­a­do cor­dial­mente, ale­gan­do ser todo cuan­to ansiaba.

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      Había lle­ga­do el mes del invier­no, y en aque­l­la época Natu’haar pre­cis­a­ba de ayu­dantes que ase­gu­raran cale­fac­ción sufi­ciente para toda la troupe, momen­to que aprovech­a­ba para instru­ir a la sigu­iente gen­eración. Gra­cias al reduci­do perío­do de tiem­po de frío instau­ra­do, podía dispon­er de todas las pro­vi­siones de madera acu­mu­ladas sin necesi­dad de salir a explo­rar en bus­ca de más sum­in­istros. Pero aquel año se cel­e­bra­ba una fes­tivi­dad inusu­al; cada seis años se pro­ducía un suce­so este­lar, con­sagra­do por la religión plan­e­taria como la señal de la con­tin­ua pro­tec­ción de los creadores: el equinoc­cio abso­lu­to, o «Ban­quete de los Kahú». En esa fecha, su estrel­la alcan­z­a­ba el cénit sobre el plan­e­ta, y los dios­es les otor­gan un día inusual­mente solea­do para com­er sin parar, exac­ta­mente igual de largo que una noche imper­turbable y silen­ciosa para descansar.

      Al ser la úni­ca troupe del mun­do, sólo un pobla­do con­cre­to de ben­e­fi­cia­ba de la actuación de Kahú’haardartan, y estos, regi­dos por el más rig­uroso orden de lle­ga­da, real­iz­a­ban su mejor fun­ción, inde­pen­di­en­te­mente de la aldea. Quienes tenían la suerte de con­tar con la pres­en­cia de la troupe en un día tan impor­tante, mar­ca­ban ese acon­tec­imien­to de su his­to­ria como un hito en sus vidas.

      En aque­l­la ocasión, el clan se encon­tra­ba cer­ca de los ter­ri­to­rios más situ­a­dos al norte. La jor­na­da antes de la gran fes­tivi­dad, todos los car­ro­matos se detenían a las afueras del pobla­do, para preparar cada detalle de la rep­re­sentación del Ban­quete. Natu’haar se dis­pu­so a hac­er inven­tario de todos los com­po­nentes nece­sar­ios. Al ser la primera vez en toda su vida que pres­en­cia­ba un equinoc­cio abso­lu­to en invier­no —esto sucedía cada doce años Kahu’laianos— que coin­cidía en la zona más septen­tri­on­al del plan­e­ta, quiso pecar de pre­cavi­do. Tenían madera de sobra para ali­men­ta­rse y encen­der fogatas, pero en cier­to momen­to de la fun­ción del Ban­quete, se prendían cin­co inmen­sas colum­nas de fuego para pre­lu­di­ar el des­can­so noc­turno, y se inclinó por asegurarse.

      Decidió salir en bus­ca de reser­vas. Acel­er­a­do, ordenó a sus cate­cú­menos que se encar­garan de todas las prepara­ciones en su ausen­cia; no quería lle­varse a ninguno de ellos para aden­trarse en un ter­reno tan inhóspi­to, además, no le lle­varía demasi­a­do tiem­po. Cogió presta­da una mon­tu­ra y la amar­ró a un pequeño remolque. Depositó las her­ramien­tas sufi­cientes, y sin demor­arse, par­tió hacia el norte. La celeri­dad con la que tran­scur­rían los días se equipara­ba a las dis­tan­cias, y en un lap­so que se le hizo cor­to, encon­tró un bosque. Ató su mon­tu­ra a uno de los primeros árboles antes de internarse, se echó las her­ramien­tas al hom­bro y se aden­tró. A Natu’haar no le gusta­ba usar la madera de las plan­tas inmedi­ata­mente exte­ri­ores; habían esta­do expues­tas a may­ores inclemen­cias y solían ser de peor calidad.

      Había cam­i­na­do lo sufi­ciente, sorte­an­do las raíces que surgían del sue­lo como venas furiosas, y si no hubiera sido por algo que cap­tó su aten­ción, se habría plan­ta­do a tra­ba­jar en ese lugar. Un inten­so refle­jo se advertía entre el hor­i­zonte lejano de árboles y, quizá por lo super­sti­cioso o divi­no de esas fechas, Natu’haar des­oyó sus deberes por un momen­to. Apos­tó los uten­sil­ios en el tron­co a cor­tar, y como un niño diver­tido, echó a cor­rer para no poster­gar inmod­er­ada­mente su tarea. Cer­ca de la linde del claro, pudo deter­mi­nar el ori­gen del bril­lo: un desco­mu­nal lago con­ge­la­do se extendía has­ta donde la vista no alcan­z­a­ba a ver. Con su curiosi­dad ya saci­a­da, aminoró el trote según se acer­ca­ba al bor­de, pero no lo sufi­ciente. Con su mira­da clava­da en el cristal hela­do, fue inca­paz de percibir la últi­ma línea de raíces que defendían aquel espa­cio, y su pie se enganchó en una de las protuberancias.

      Natu’haar se desplazó un par de met­ros en el aire antes de ater­rizar con la cabeza en el hielo. Sólo uno de los dos se que­bró antes de que el cielo se oscureciera por completo.

  • Con­tin­uará.
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