Primero apareció un silbido. Al principio resultaba más una intuición que un sonido, pero según discurría el tiempo era innegable que, fuese lo que fuese aquello, se aproximaba. A aquel pitido se le fueron sumando otros cuantos; voces de flautas con distintos matices que cantaban al unísono una canción estremecedora. Aquel sonido se metía en los huesos y resonaba por todo su ser, congelando cada hebra que conformaba sus músculos, agarrotándolo en un espacio que no alcanzaba a comprender. Antes de escuchar nada, hubiera dicho que flotaba ingrávido en la más espesa de las confusiones, pero tras percibir aquella macabra orquesta, podía sentirse de cara a un muro traslúcido, tras el cual se encontraban todos sus camaradas tocando. Pero era diferente. Él, dentro de su pequeñez, sólo había conocido la alegría cuando formaba parte del gran espectáculo, y sus compañeros desprendían fuego a cada movimiento. Ahora miraban al frente, hieráticos, inexpresivos y… fríos. A cada segundo, el sonido calaba más aún en su cabeza. Nervioso, notaba su torrente sanguíneo palpitar mientras discurría por las galerías de su organismo. No podía pararlo. Cada célula retumbaba y se rompía. Era inaguantable, y como último acto de defensa, gritó.
Natu’haar abrió los ojos muerto de miedo, pero enseguida los tuvo que cerrar. Una ventisca arrolladora le atacaba desde el frente, y cuando su cerebro comenzó a asimilar la nueva realidad, se percató de la rapidez a la que se desplazaba sobre el hielo. El viento arrastraba su cuerpo como si de un barco de vela se tratase, impotente ante la fuerza de la naturaleza. Todavía aturdido, intentó de nuevo abrir los ojos, protegiéndose de la tormenta que arreciaba, pero no consiguió ver nada. Sus manos tanteaban a ciegas la superficie, buscando desesperadas cualquier protuberancia a la que asirse, pero solo percibían una llanura helada interminable. Una idea acudió a su mente, y es que quizás, había perdido la sensibilidad en las manos. Abrumado por su situación, intentó llorar, pero el vendaval tampoco se lo permitía. La naturaleza le negaba la tregua necesaria para ordenar sus pensamientos, y ante esa perspectiva, sólo podía rendirse.
Y cuando comenzaba a aceptar la imposibilidad de su control sobre la situación, chocó con algo. Mareado, Natu’haar se convulsionó para rotar su cuerpo y poder recuperar el equilibrio. Aquello con lo que topó no era ningún objeto inusual, sino la linde del lago. Serpenteó a tientas hasta que dejó de percibir la regularidad del hielo, y una vez en tierra, se tumbó bocarriba y chilló. El aire acudía de nuevo a sus pulmones, calmando poco a poco sus latidos todavía acelerados por el esfuerzo. Pero seguía sin ver nada. Se frotaba los ojos, se desembarazaba del frío agitándose y revolviéndose, pero no distinguía ni un triste reflejo. «¿Me habré quedado ciego?», se preguntó al recordar el golpe que le había abandonado a la intemperie. Forzó la vista, intentando no cerrar los párpados para obtener el mínimo atisbo de información visual que le hiciera recobrar la esperanza. Pero nada. Sólo viento. Sólo ruido y frío. A todos los efectos, Natu’haar se encontraba perdido en un limbo injusto, del que no tenía ni la más remota idea de cómo escapar.

«¿Y si no corre el tiempo?», deliró. «No, eso es imposible, es una tontería. El viento no puede congelar las horas; es su subordinado». Se había levantado, y con los brazos extendidos, sondeaba cualquier obstáculo que pudiera encontrarse en su camino. De vez en cuando, alzaba la cabeza intentando buscar algún vestigio de la pequeña —pero práctica— luna que orbitaba las noches de Kahú’la. «Nada. Me he quedado ciego». Natu’haar se palpaba la cabeza cerca del sitio en el que se había golpeado, pretendiendo encontrar el resorte que se hubiera podido estropear. El ambiente gélido no le ayudaba a la hora de recuperar la sensibilidad de sus extremidades, que poco a poco se convertían en protuberancias ajenas a él.
Pero algo se interpuso en su camino. Su brazo izquierdo, extendido, había golpeado una cosa, un cuerpo, alto —por lo menos tanto como el—, y más o menos estrecho. Se contuvo; tanto el miedo a la oscuridad, como a ser incapaz de utilizar el entorno para salir de su situación, le oprimía, y de seguro que su mandíbula temblorosa se agitaba, no por el frío, sino por el pavor. Con cuidado, alargó las manos y palpó. Al principio, su tacto obtruso se resistió a trabajar con eficacia, pero la familiaridad del elemento empujaba sus ganas de salir adelante. «¡Madera! ¡Un árbol!», exclamó el maestro maderero. Podría reconocer esa rugosidad característica hasta en la vibración de su vaho. Ahora sí se le permitió llorar.
No se separó inmediatamente del tronco. Casi como un místico religioso, continuó pegado a su superficie intentando adivinar su porvenir. El contacto con su elemento le profería una tranquilidad que no le aportaba ninguna otra cosa en este pequeño planeta. «Pequeño planeta…», rumió para sus adentros. Aunque no podía ver, una idea iluminó su cabeza, como una estrella que huía de la esfera cosmológica. El tronco le recordó su objetivo inicial: «Fui al bosque a recoger madera…, ¡el Banquete!». Natu’haar no era un vicario astrónomo, de aquellos con posiciones tan reputadas en la Ciudadela (capital del Norte), pero sí poseía algunas nociones sobre geografía nómada. «El equinoccio absoluto». Los recuerdos acudían en tromba a su malograda cabeza, y antes de comprender el veredicto de sus deducciones, todo su ser se relajó todo lo que la resurgida esperanza puede relajar.
En la zona más septentrional del planeta, en ese equinoccio absoluto, en ese planeta enano perdido de la mano de los dioses, no había lugar para la luz de la luna. Natu’haar se encontraba perdido en el lugar más inhóspito conocido, en la época más peligrosa conocida.
- Continuará