La sombra del equinoccio — Parte II

luz-y-oscuridad

Primero apare­ció un sil­bido. Al prin­ci­pio resulta­ba más una intu­ición que un sonido, pero según dis­cur­ría el tiem­po era innegable que, fuese lo que fuese aque­l­lo, se aprox­ima­ba. A aquel piti­do se le fueron suman­do otros cuan­tos; voces de flau­tas con dis­tin­tos mat­ices que canta­ban al uní­sono una can­ción estreme­ce­do­ra. Aquel sonido se metía en los hue­sos y res­on­a­ba por todo su ser, con­ge­lando cada hebra que con­forma­ba sus mús­cu­los, agar­rotán­do­lo en un espa­cio que no alcan­z­a­ba a com­pren­der. Antes de escuchar nada, hubiera dicho que flota­ba ingrávi­do en la más espe­sa de las con­fu­siones, pero tras percibir aque­l­la macabra orques­ta, podía sen­tirse de cara a un muro traslú­ci­do, tras el cual se encon­tra­ban todos sus cama­radas tocan­do. Pero era difer­ente. Él, den­tro de su pequeñez, sólo había cono­ci­do la ale­gría cuan­do forma­ba parte del gran espec­tácu­lo, y sus com­pañeros desprendían fuego a cada movimien­to. Aho­ra mira­ban al frente, hieráti­cos, inex­pre­sivos y… fríos. A cada segun­do, el sonido cal­a­ba más aún en su cabeza. Nervioso, nota­ba su tor­rente san­guí­neo pal­pi­tar mien­tras dis­cur­ría por las galerías de su organ­is­mo. No podía parar­lo. Cada célu­la retum­ba­ba y se rompía. Era inaguantable, y como últi­mo acto de defen­sa, gritó.

      Natu’haar abrió los ojos muer­to de miedo, pero ensegui­da los tuvo que cer­rar. Una ven­tis­ca arrol­lado­ra le ata­ca­ba des­de el frente, y cuan­do su cere­bro comen­zó a asim­i­lar la nue­va real­i­dad, se per­cató de la rapi­dez a la que se desplaz­a­ba sobre el hielo. El vien­to arras­tra­ba su cuer­po como si de un bar­co de vela se tratase, impo­tente ante la fuerza de la nat­u­raleza. Todavía atur­di­do, inten­tó de nue­vo abrir los ojos, pro­te­gién­dose de la tor­men­ta que arrecia­ba, pero no con­sigu­ió ver nada. Sus manos tan­te­a­ban a cie­gas la super­fi­cie, bus­can­do deses­per­adas cualquier pro­tu­ber­an­cia a la que asirse, pero solo percibían una lla­nu­ra hela­da inter­minable. Una idea acud­ió a su mente, y es que quizás, había per­di­do la sen­si­bil­i­dad en las manos. Abru­ma­do por su situación, inten­tó llo­rar, pero el ven­daval tam­poco se lo per­mitía. La nat­u­raleza le nega­ba la tregua nece­saria para ordenar sus pen­samien­tos, y ante esa per­spec­ti­va, sólo podía rendirse.

      Y cuan­do comen­z­a­ba a acep­tar la imposi­bil­i­dad de su con­trol sobre la situación, chocó con algo. Marea­do, Natu’haar se con­vul­sionó para rotar su cuer­po y poder recu­per­ar el equi­lib­rio. Aque­l­lo con lo que topó no era ningún obje­to inusu­al, sino la linde del lago. Ser­pen­teó a tien­tas has­ta que dejó de percibir la reg­u­lar­i­dad del hielo, y una vez en tier­ra, se tum­bó bocar­ri­ba y chilló. El aire acud­ía de nue­vo a sus pul­mones, cal­man­do poco a poco sus lati­dos todavía acel­er­a­dos por el esfuer­zo. Pero seguía sin ver nada. Se frota­ba los ojos, se desem­baraz­a­ba del frío agitán­dose y revolvién­dose, pero no dis­tin­guía ni un triste refle­jo. «¿Me habré queda­do ciego?», se pre­gun­tó al recor­dar el golpe que le había aban­don­a­do a la intem­perie. Forzó la vista, inten­tan­do no cer­rar los pár­pa­dos para obten­er el mín­i­mo atis­bo de infor­ma­ción visu­al que le hiciera reco­brar la esper­an­za. Pero nada. Sólo vien­to. Sólo rui­do y frío. A todos los efec­tos, Natu’haar se encon­tra­ba per­di­do en un lim­bo injus­to, del que no tenía ni la más remo­ta idea de cómo escapar.

lago-oscuro

      «¿Y si no corre el tiem­po?», deliró. «No, eso es imposi­ble, es una ton­tería. El vien­to no puede con­ge­lar las horas; es su sub­or­di­na­do». Se había lev­an­ta­do, y con los bra­zos exten­di­dos, son­de­a­ba cualquier obstácu­lo que pudiera encon­trarse en su camino. De vez en cuan­do, alz­a­ba la cabeza inten­tan­do bus­car algún ves­ti­gio de la pequeña —pero prác­ti­ca— luna que orbita­ba las noches de Kahú’la. «Nada. Me he queda­do ciego». Natu’haar se pal­pa­ba la cabeza cer­ca del sitio en el que se había gol­pea­do, pre­ten­di­en­do encon­trar el resorte que se hubiera podi­do estro­pear. El ambi­ente géli­do no le ayud­a­ba a la hora de recu­per­ar la sen­si­bil­i­dad de sus extrem­i­dades, que poco a poco se con­vertían en pro­tu­ber­an­cias aje­nas a él.

      Pero algo se inter­pu­so en su camino. Su bra­zo izquier­do, exten­di­do, había gol­pea­do una cosa, un cuer­po, alto —por lo menos tan­to como el—, y más o menos estre­cho. Se con­tu­vo; tan­to el miedo a la oscuri­dad, como a ser inca­paz de uti­lizar el entorno para salir de su situación, le oprimía, y de seguro que su mandíbu­la tem­blorosa se agita­ba, no por el frío, sino por el pavor. Con cuida­do, alargó las manos y palpó. Al prin­ci­pio, su tac­to obtru­so se resis­tió a tra­ba­jar con efi­ca­cia, pero la famil­iari­dad del ele­men­to empu­ja­ba sus ganas de salir ade­lante. «¡Madera! ¡Un árbol!», exclamó el mae­stro maderero. Podría recono­cer esa rugosi­dad car­ac­terís­ti­ca has­ta en la vibración de su vaho. Aho­ra sí se le per­mi­tió llorar.

      No se sep­a­ró inmedi­ata­mente del tron­co. Casi como un mís­ti­co reli­gioso, con­tin­uó pega­do a su super­fi­cie inten­tan­do adiv­inar su por­venir. El con­tac­to con su ele­men­to le pro­fer­ía una tran­quil­i­dad que no le aporta­ba ningu­na otra cosa en este pequeño plan­e­ta. «Pequeño plan­e­ta…», rumió para sus aden­tros. Aunque no podía ver, una idea ilu­minó su cabeza, como una estrel­la que huía de la esfera cos­mológ­i­ca. El tron­co le recordó su obje­ti­vo ini­cial: «Fui al bosque a recoger madera…, ¡el Ban­quete!».  Natu’haar no era un vic­ario astrónomo, de aque­l­los con posi­ciones tan rep­utadas en la Ciu­dadela (cap­i­tal del Norte), pero sí poseía algu­nas nociones sobre geografía nóma­da. «El equinoc­cio abso­lu­to». Los recuer­dos acud­ían en trom­ba a su mal­ogra­da cabeza, y antes de com­pren­der el vere­dic­to de sus deduc­ciones, todo su ser se rela­jó todo lo que la resurgi­da esper­an­za puede relajar.

      En la zona más septen­tri­on­al del plan­e­ta, en ese equinoc­cio abso­lu­to, en ese plan­e­ta enano per­di­do de la mano de los dios­es, no había lugar para la luz de la luna. Natu’haar se encon­tra­ba per­di­do en el lugar más inhóspi­to cono­ci­do, en la época más peli­grosa conocida.

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