Caminar de manera impersonal sobre un suelo que cruje y restalla bajo tus pies es algo cuanto menos difícil. Y ese suelo, al igual que la vida del individuo común, no ofrece ningún tipo de ventaja a los pies que le pisan. Los días de lluvia pueden hacer que ese individuo común, apostado frente a un ventanal con un porte recio y sin titubeos, paralice todos sus pensamientos en cada intervalo de un metrónomo de muñeca, apuntador de cada segundo de vida que se evapora de nuevo. Incluso en la distorsión de la realidad que conlleva la introspección más profunda de la conciencia, el sujeto puede notarse bocabajo, con el parqué sollozando por encima de su cabeza.
Ahora que hemos alcanzado a comprender que nuestros dioses, cuyas caras sólo eran aptas de observar por unas pocas personas, en realidad siempre fueron nuestros miedos, tenemos la capacidad de ignorar la inexistente divinidad. La clasificación de nuestras expresiones puso a colaborar a los más melódicos lingüistas con los mejores médicos de la mente para dar nombre a nuestras peores singularidades. Fobias concebidas en el albor de nuestro conocimiento, aversiones diagnosticadas al pie de un címbalo húngaro o simples ascos interiores son los que han venido a determinar qué camino debemos evitar en el laberinto construido por y para nosotros.

Así que, ahí está, de pie, esa figura en nuestra cabeza que coquetea con el suicidio ascético de su espíritu, de planta engalanada, y cuya mente inspira la ya agotada originalidad de todas esas fotografías tomadas a una taza de café humeante en el alféizar de la ventana, o en su defecto, de la lluvia corrida sobre el cristal. Podemos sumar esa manía de atribuir lo trastabilloso de nuestros pasos a que los zapatos estaban mal remendados, y así excluirnos completamente del concierto de culpabilidad. El caso es que, por inercia o serendipia, nos encontramos bloqueados en un bosque cerebral de principios del siglo XIX, intentando dar una pose gallarda a la pisada de mierda más profunda que tengamos la desfachatez de disimular.
En esas «típicas» ocasiones en las que la 2ª Sinfonía de Rajmáninov ilumina la mirada perdida de quien observa a través del cristal, esperando escudriñar una respuesta incongruentemente eficiente a sus problemas, podemos incluso llegar a concluir que el origen del problema somos nosotros. Caemos ahí en la cuenta de que nuestra prolepsis de sabelotodo quizá no fuera tan acertada cómo pensábamos, derivando en una jerigonza laberíntica y enmarañada que deambula entre el conocimiento, su desconocimiento, y la falta de conocimiento del mismo. Y después de chocar innumerables veces contra la tapia de un callejón sin salida de infinitas direcciones, nos abandonamos al placer más inmediato, tirando por tierra cualquier avance personal e intelectual y, de paso, cagándonos en la memoria de tres o cuatro filósofos.
La reflexión se reduce a caer en la cuenta de que nuestro pensamiento está siendo pensado o que simplemente no pensarlo es la única forma de llegar a una conclusión convincente. Nuestra psique siempre ha intentado reconstruirse a sí misma intentando asimilar de forma externa un material que únicamente borra el mapa del laberinto. En un espacio abierto, corremos sin dirección; con un sitio para pensar, buscamos en su fachada cuál es el defecto. En vez de tener un lugar desde el que pensar el mundo, nos quedamos en el mundo pensando cuál es nuestro lugar.

La tierra cruda suele dejar los pies doloridos después de un largo paseo. El cemento y el hormigón desprenden una impersonalidad fría e insonora. El suelo de cerámica puede inducir fácilmente a un constante resbalón. Sin embargo, la madera tiene algo que reconforta el avance y la caída. Puede que sea el olor a antiguo, el sonido cuarteado o simplemente la mayor seguridad que da conocer el peso de tus pasos. En realidad, tener los pies sobre la tierra nunca fue una ventaja, ni la mirada en el cielo un consuelo. En ciertos momentos de la vida es más seguro tener una habitación cuya llave te pertenezca exclusivamente, con techos altos, un candelabro de luz cálida, y un gran ventanal que impida entrar la lluvia y que, cuando se haga de noche, te permita observar tu reflejo tal y cómo es.
Y bueno, a ser posible con un suelo de madera.