Suelo de madera

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Cam­i­nar de man­era imper­son­al sobre un sue­lo que cru­je y restal­la bajo tus pies es algo cuan­to menos difí­cil. Y ese sue­lo, al igual que la vida del indi­vid­uo común, no ofrece ningún tipo de ven­ta­ja a los pies que le pisan. Los días de llu­via pueden hac­er que ese indi­vid­uo común, apos­ta­do frente a un ven­tanal con un porte recio y sin titubeos, par­al­ice todos sus pen­samien­tos en cada inter­va­lo de un metrónomo de muñe­ca, apun­ta­dor de cada segun­do de vida que se evap­o­ra de nue­vo. Inclu­so en la dis­tor­sión de la real­i­dad que con­ll­e­va la intro­spec­ción más pro­fun­da de la con­cien­cia, el suje­to puede notarse bocaba­jo, con el par­qué sol­lozan­do por enci­ma de su cabeza.

      Aho­ra que hemos alcan­za­do a com­pren­der que nue­stros dios­es, cuyas caras sólo eran aptas de obser­var por unas pocas per­sonas, en real­i­dad siem­pre fueron nue­stros miedos, ten­emos la capaci­dad de igno­rar la inex­is­tente divinidad. La clasi­fi­cación de nues­tras expre­siones puso a colab­o­rar a los más melódi­cos lingüis­tas con los mejores médi­cos de la mente para dar nom­bre a nues­tras peo­res sin­gu­lar­i­dades. Fobias con­ce­bidas en el albor de nue­stro conocimien­to, aver­siones diag­nos­ti­cadas al pie de un cím­ba­lo hún­garo o sim­ples ascos inte­ri­ores son los que han venido a deter­mi­nar qué camino debe­mos evi­tar en el laber­in­to con­stru­i­do por y para nosotros.

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El sueño de la razón pro­duce mon­stru­os, de Fran­cis­co de Goya


      Así que, ahí está, de pie, esa figu­ra en nues­tra cabeza que coquetea con el sui­cidio ascéti­co de su espíritu, de plan­ta engalana­da, y cuya mente inspi­ra la ya ago­ta­da orig­i­nal­i­dad de todas esas fotografías tomadas a una taza de café humeante en el alféizar de la ven­tana, o en su defec­to, de la llu­via cor­ri­da sobre el cristal. Podemos sumar esa manía de atribuir lo trasta­bil­loso de nue­stros pasos a que los zap­atos esta­ban mal remen­da­dos, y así excluirnos com­ple­ta­mente del concier­to de cul­pa­bil­i­dad. El caso es que, por iner­cia o serendip­ia, nos encon­tramos blo­quea­d­os en un bosque cere­bral de prin­ci­p­ios del siglo XIX, inten­tan­do dar una pose gal­lar­da a la pisa­da de mier­da más pro­fun­da que teng­amos la des­fachatez de disimular.

      En esas «típi­cas» oca­siones en las que la  2ª Sin­fonía de Rajmáni­nov ilu­mi­na la mira­da per­di­da de quien obser­va a través del cristal, esperan­do escu­d­riñar una respues­ta incon­gru­ente­mente efi­ciente a sus prob­le­mas, podemos inclu­so lle­gar a con­cluir que el ori­gen del prob­le­ma somos nosotros. Cae­mos ahí en la cuen­ta de que nues­tra pro­lep­sis de sabe­loto­do quizá no fuera tan acer­ta­da cómo pen­sábamos, derivan­do en una jerigon­za laberín­ti­ca y enmaraña­da que deam­bu­la entre el conocimien­to, su desconocimien­to, y la fal­ta de conocimien­to del mis­mo. Y después de chocar innu­mer­ables veces con­tra la tapia de un calle­jón sin sal­i­da de infini­tas direc­ciones, nos aban­don­amos al plac­er más inmedi­a­to, tiran­do por tier­ra cualquier avance per­son­al e int­elec­tu­al y, de paso, cagán­donos en la memo­ria de tres o cua­tro filósofos.

      La reflex­ión se reduce a caer en la cuen­ta de que nue­stro pen­samien­to está sien­do pen­sa­do o que sim­ple­mente no pen­sar­lo es la úni­ca for­ma de lle­gar a una con­clusión con­vin­cente. Nues­tra psique siem­pre ha inten­ta­do recon­stru­irse a sí mis­ma inten­tan­do asim­i­lar de for­ma exter­na un mate­r­i­al que úni­ca­mente bor­ra el mapa del laber­in­to. En un espa­cio abier­to, cor­re­mos sin direc­ción; con un sitio para pen­sar, bus­camos en su facha­da cuál es el defec­to. En vez de ten­er un lugar des­de el que pen­sar el mun­do, nos quedamos en el mun­do pen­san­do cuál es nue­stro lugar.

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      La tier­ra cru­da suele dejar los pies dolori­dos después de un largo paseo. El cemen­to y el hormigón despren­den una imper­son­al­i­dad fría e insono­ra. El sue­lo de cerámi­ca puede inducir fácil­mente a un con­stante res­balón. Sin embar­go, la madera tiene algo que recon­for­ta el avance y la caí­da. Puede que sea el olor a antiguo, el sonido cuar­tea­do o sim­ple­mente la may­or seguri­dad que da cono­cer el peso de tus pasos. En real­i­dad, ten­er los pies sobre la tier­ra nun­ca fue una ven­ta­ja, ni la mira­da en el cielo un con­sue­lo. En cier­tos momen­tos de la vida es más seguro ten­er una habitación cuya llave te pertenez­ca exclu­si­va­mente, con techos altos, un can­de­labro de luz cál­i­da, y un gran ven­tanal que imp­i­da entrar la llu­via y que, cuan­do se haga de noche, te per­mi­ta obser­var tu refle­jo tal y cómo es.

Y  bueno, a ser posi­ble con un sue­lo de madera.

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