El frío es mi propiedad, mi agencia de control.
El frío es lo que ahora tengo, la piedra de toque. Es la medida de la calidad del fuego: la constatación de la relevancia de pericia.
Tal tejido térmico no depende de la compañía sobre la que pivote la madeja. Cuenta la resistencia sobre el contexto; las esquirlas ácimas de oxígeno que aguantan suspendidas entre mi respiración y la llama. Es la historia de un fenómeno atronómico en su etapa final. Las últimas combustiones sonoras, violentas, de un cuerpo celeste que no sabe cómo morir. Son las manos entrelazadas desde la cristalera que observa cómo todos los armatostes van acomodándose en sus nuevos escombros.
Alterada la disposición de los trozos mentales, y arrojados estos sobre la superficie pulida del mortero cabalístico, se muestra la auténtica cara de las verdades conseguidas: ahora sé que las piezas pertenecen a puzzles discordantes, atemáticos entre sí.
¿A qué rendija del fuero interno debe asomarse la decepción para evitar respirar el tóxico oxígeno de la esperanza tortuosamente dosificada?
¿Cómo va a ser alguien capaz de salvar a otros si apenas puede soslayar los disparos sobre sí mismo?
Leí esto en alguna parte. Lo leí vocalizado como definición más docta del argumento de la derrota por comprender la decepción.
Hemos perdido. Perdimos en el momento en que los lazos físicos, táctiles, de los cuerpos fisiológicos y no las mentes digitales, se despojaron de cualquier necesidad de ser. Perdimos en el instante en que dejamos de luchar por los últimos retazos de dolor analógico, cuando sólo nos preocupó el embalaje incólume de nuestra individuación.
Perdimos hace tiempo. Y la auténtica aberración de la derrota no es sostenerla como tal, sino obviar todo indicio de su presencia.
Perdimos al no reconocer el inminente descalabro.
Perdimos cuando la victoria dejó de depender de nosotros. Y perderemos exponencialmente hasta que no reparemos en la necesidad de perder y de barrer después el tablero; en la obviedad de sentir dolor, que queme, que hiele, y que no mitigue la necesidad de empezar lejos, y de nuevo.
Y perderemos mientras se mantenga el aroma íntimo de victoria perpetua, el que nos dice que somos los mejores, los más cuerdos; el que subraya la supremacía de la identidad propia [nf: Circunstancia de ser una persona o cosa en concreto y no otra, determinada por un conjunto de rasgos o características que la diferencian de otras].
Somos la crisálida cerrada, brillante y prístina, de un insecto muerto por dentro.

Ojalá arrecie el viento, la tormenta ubicua. Que los lazos sólo se hayan dormido y no tengamos que vagar mintiendo sobre la ausencia de destino.
Ojalá no nos hayamos vendido. Que podamos respirar por dentro.
Ojalá que, cerrando la puerta el tiempo suficiente, dé a algún lugar de nuevo.