El que todo lo piensa

hombre dormido

Que cada noche se cuele esa lig­era melodía de piano por el resquicio de ven­tana que no con­si­go cer­rar, me ayu­da a dormir, o por lo menos a inten­tar­lo. Aumen­ta el impul­so de clausura de mis párpados.

      Lo veo todo. No es ningu­na hipér­bole.
      Lo veo todo y pien­so en cada cosa que veo. Aun con los ojos cer­ra­dos, veo la oscuri­dad, y pien­so en ella. Pien­so en los acordes, en la melodía suave y agu­da. Me pre­gun­to por qué sólo toca ese tipo de par­ti­turas. ¿O a lo mejor impro­visa? En cualquier caso, mis ideas me acom­pañan has­ta la sigu­iente puer­ta: y es que, deduz­co, segu­ra­mente las teclas del lado izquier­do se vean más nuevas, menos des­gas­tadas. Eso impli­ca que tam­bién estarán más duras, que requerirán may­or pre­sión.
      Cuan­to más lo pien­so, más descom­pen­sa­do veo el instru­men­to. ¿Por qué lo hará? Resul­taría absur­do que el pianista no sepa tocar graves. ¿O no?
      Abro los ojos, los veinte a la vez.

Al prin­ci­pio, no con­cil­iar el sueño cayó como el más grave de los anatemas. No por sus con­se­cuen­cias, sino por la ausen­cia de sen­ti­do a su causa.
No podía decir que tuviera prob­le­mas, al menos aque­l­los que se con­sid­er­an graves. Tenía mis ami­gos de con­fi­an­za, una famil­ia que se pre­ocu­pa­ba por mí, ali­men­to… y nun­ca se me pro­hi­bieron la may­oría de las diver­siones. Al menos no con exager­a­da sev­eri­dad.
Des­de fuera con­sti­tuía el pro­totipo de chico nor­mal, inclu­so priv­i­le­gia­do, en com­para­ción con los moradores más des­gra­ci­a­dos.
Y algo dejó de fun­cionar. Algo pesa­ba. Algo tira­ba hacia abajo. 

      ¿Cómo es que ningún veci­no se ha que­ja­do has­ta aho­ra? No es que toque mal, al con­trario; este bar­rio no ha sido tes­ti­go de tal sutileza des­de que fuera un solar. Pero son las 3 de la mañana. Supon­go que unos cuan­tos ten­drán que madru­gar si quieren seguir comien­do. ¿No les molesta?

Solía son­reír. Estando a solas, me refiero. De puer­tas para afuera me con­sid­er­a­ban el alma de la fies­ta. No había lápiz al que no sacara pun­ta, y eso, a la hora de entreten­er a la gente, resulta­ba ver­dadera­mente útil.
Cuan­do llegó la sequía me sen­tí como un extran­jero que no com­prende ni una pal­abra de los nativos. Todo se volvió críp­ti­co, arbi­trario. Lo aducía a mi fal­ta de des­can­so, a un ago­tamien­to que des­bor­d­a­ba los límites de mi crá­neo, y empa­pa­ba de com­bustible el asien­to des­de el que con­tem­pla­ba el mun­do.
Cualquier chis­pa basta­ba para det­onar mi irascibilidad.

      A mí no me moles­ta, des­de luego.
      Sin per­miso, cojo sus notas y las dispon­go de faro, hacia el inte­ri­or de un océano al que temo, pero al que debo acud­ir, explotán­do­lo como mece­do­ra, aprovechán­dome de sus mar­eas para sosegar la cor­ri­ente eléc­tri­ca que trans­mite la dis­posi­ción del cablea­do del mun­do.
      Puede que mis veci­nos sufran el mis­mo mal. A lo mejor ellos tam­poco alcan­zan el inter­rup­tor.
      …No, no creo.

el-que-todo-lo-piensa

Pere­gri­nan­do, lo vi. Y lo vi porque no qued­a­ba más reme­dio que ver­lo. En algún momen­to tenía que cruzarse por delante de mí. La idea.

      Las mas­co­tas tam­bién duer­men pro­fun­da­mente. Si uno afi­na el oído, entre nota y nota, sin­co­pan­do, percibe cada ani­mal rever­beran­do de sat­is­fac­ción ante la cal­ma. ¿No será ese músi­co una especie de altru­ista de Hamelin? No ten­go con­stan­cia de nadie que remu­nere a algún meló­mano con la inten­ción de apaciguar las mentes inqui­etas.
      Me extraña que cada piso se asfix­ie por los mis­mos prob­le­mas. Sin embar­go, a todos les sirve el mis­mo bál­samo, dis­tin­to cada noche.
      Hacen fal­ta más músi­cos, y no tan­tos intérpretes.

Ocho horas sin dormir son ocho horas que saca­ba de ven­ta­ja a los pen­samien­tos ajenos. Era una jor­na­da com­ple­ta extra, con la ven­ta­ja de exi­s­tir fuera de rui­dos e inter­rup­ciones. Un plan­e­ta para­le­lo, una crip­ta a mi disposición. 

      No se percibe ningu­na luz sal­vo la de la luna. Entien­do que ese filán­tropo toca a oscuras. Puede que sea ciego, pero dudo que ten­ga algo de invidente.

Empecé a des­cansar por el día: no cer­ran­do los ojos, sino reco­gien­do infor­ma­ción de for­ma pasi­va. Un buen etól­o­go no cam­bia su com­por­tamien­to de for­ma drás­ti­ca, se mime­ti­za. Recurre a un per­son­aje, a una inter­pretación a la que su entorno nat­ur­al está acos­tum­bra­do. Lle­ga­do a un pun­to se vuelve un autómata.

      Me es difí­cil explicar la parado­ja. Pero dormi­do, sueño que pien­so, y pien­so que sigo despier­to. Y puedo des­gra­nar cada fibra de cada sen­ten­cia lóg­i­ca. Me digo: “está bien, no pasa nada”, y suje­to el las­tre que me sumerge más y más…
      En ese océano no existe el arri­ba o el aba­jo. La fuente de luz se dis­em­i­na des­de el inte­ri­or, y soy capaz de obser­var cada con­se­cuen­cia a través del cristal líqui­do, mien­tras descien­do, o subo.

Imbricar la real­i­dad entre los agu­jeros de mi nar­co­sis me ale­jó del mun­do que conocía, pero me entregó las llaves de los archivos de todos los posi­bles reme­dios a la inco­heren­cia.
La úni­ca for­ma que tenía de sobre­vivir ante el asalto de mi con­tin­uo teatro era repe­tirme cada noche quién soy.
Todo el mun­do, has­ta el indi­vid­uo más infec­to, nece­si­ta pro­te­ger algún áto­mo de su inocen­cia si quiere lle­var a cabo cualquier quimera.

      A veces sueño que toco un piano para no dormirme, para no des­per­tarme.
      Todos los ani­males que me gus­taría ser son mis mas­co­tas, con­comi­tantes de un mis­mo vecin­dario; guardianes de los restos del niño que fui, que sobre­viv­en en mi inte­ri­or, que no duer­men, que todo lo piensan.

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