Todos los dialectos del agua dulce

estación-de-tren

Un peso que lib­er­ar. Otro más. Porque has­ta aho­ra se ha suce­di­do la his­to­ria de los nudos desa­ta­dos, de las tri­pas y los cora­zones; de la desus­tan­ciación.
Demasi­a­dos via­jes den­tro de fras­cos de etanol, entre vit­ri­nas, recolo­can­do y aco­modan­do aspira­ciones. Está fuera del lab­o­ra­to­rio lo que vine a bus­car. Están los cabos, fior­dos, mean­dros y reco­dos aban­don­a­dos. Está el inves­ti­gar sobre lo que no es inma­nen­te­mente estúpido.

Cuan­do el tem­blor que sacude la libr­ería der­ra­ma los huese­cil­los que artic­u­lan las cues­tiones que uno no puede abor­dar, el chamán inter­pre­ta: “Y si todo acto de lib­eración pre­tende la búsque­da del éxi­to, ¿qué haría yo con él tras obten­er­lo? ¿Dol­ería al asir­lo, como un carám­bano géli­do o un fuego per­ma­nen­te­mente fatuo?”.
Lo que me azuza a per­derme no es la búsque­da del méto­do de la trans­mutación. Una de las razones del ermi­taño surge de la moli­cie que le provo­ca la duda y com­ple­jos diar­ios en su hog­ar ane­ga­do. Siente que esas almas cor­ri­entes han toca­do techo, sin per­spec­ti­vas de atrav­es­ar­lo.
No puede quedarse para siem­pre en el mis­mo tiem­po, alum­bran­do con el farol el mis­mo espa­cio. Quiere saber, quiere ver, y quiere enten­der para luego con­tar su ver­sión de los hechos: de por qué la máquina prendió y nadie supo leer las señales del fuego.
El ermi­taño quiere dom­i­nar todos los dialec­tos del agua dulce, y sobre­vivir a los acen­tos del océano más salado.


Mi inco­mo­di­dad nace del con­tex­to equiv­o­da­do, de una mala sin­cronización entre uni­ver­sos. Diría que primero hay que perder la esper­an­za para desa­tar los nudos gor­dianos de las aspira­ciones cotid­i­anas: aque­l­las que con­striñen la ver­dadera expe­ri­en­cia de vivir. Dejar que esos prin­ci­p­ios de la brúju­la moral, aunque sóli­dos y racional­mente con­stru­i­dos, se diluyan entre los poros del con­flic­to direc­to con la depen­den­cia fisi­ológ­i­ca de aque­l­los enraiza­dos en el cieno. Que la nue­va metab­o­lización de cuer­pos vis­cerales se dediquen a prac­ticar el salto de los obstácu­los del camino, como la fiebre que sed­i­men­ta el ger­men de cada nue­vo crec­imien­to.
No es un pro­ce­so racional. No del todo. Son caminos frac­tales, temerosos de las rec­tas pro­lon­gadas demasi­a­do tiem­po. No se delin­ean a par­tir de lazos sac­rilégi­ca­mente irrompi­bles. Es un acto de fuero inter­no, y hornos de fue­gos ali­men­ta­dos con piedras de cada sendero a combustir.

Para saber qué pien­san mis per­son­ajes, primero ten­go que saber qué pien­so yo. Esto no es algo que suce­da ipso fac­to: muchas veces ten­go que reti­rar la páti­na de con­glom­er­a­do emo­cional, resul­tante del primer choque con esa idea o pen­samien­to sus­cep­ti­ble de ser opina­do. He de reor­denar y limpiar para cono­cer la con­fig­u­ración orig­i­nal den­tro de mi cabeza, para luego juz­gar su sen­ti­do inher­ente, su cual­i­dad de mor­ral­la o su posi­ble util­i­dad para cualquier indi­vid­uo apto para ser inven­ta­do.
Es mi par­co dominio sobre el ina­si­ble léx­i­co emo­cional lo que des­grana cada idioma que entien­do.
Es la filo­genéti­ca necesi­dad de retornar a casa lo que mata cualquier pre­ten­sión de con­ver­tirse en algo nuevo.

estación
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